jueves, 30 de junio de 2016

REGALO DE CUMPLEAÑOS

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El sol había devorado las pocas nubes que asomaron al amanecer. El bochorno era una losa sobre el ánimo del pueblo. Los árboles parecían estar durmiendo. Sólo el canto de las chicharras interrumpía el letargo del parque extendido a un costado de la avenida. No se recordaba verano igual. Los habitantes combatían el calor con las ventanas abiertas y los ventiladores al máximo; salvo el anciano, que caminaba a pasos tímidos, al resguardo de un sombrero. Entró al parque.
Agobiado por los embates de la longa vida, se sentó en un banco al amparo de las sombras de un samán. Fijó su mirada en la fuente sedienta. Los minutos transcurrían y el hombre era una estatua en la modorra de aquel lugar. Así pasó una hora. El zumbido de un abejorro le hizo manotear el aire; luego, masajeó sus rodillas. Poco a poco, con evidente esfuerzo, se fue levantando, mientras buscaba en las cercanías el objeto de la espera. Sus ojos atraparon el espacio desierto. Decidió caminar entre los arbustos. Casi abandonaba el parque, cuando escuchó que le llamaban. Volteó. Al ver a la mujer, levantó una mano para saludarla.
Sudorosa y sonriente, se acercó. El perro que la acompañaba siguió de largo hacia la fuente seca. La mujer besó la mejilla del anciano. “Tengo prisa, algo me urge en la oficina”. “Siéntate un momento nada más”. Después de titubear, aceptó. La hija era dominante y de voz fuerte. El anciano no hacía más que escuchar aquella mezcla de excusas y recomendaciones. Al final, él aceptó un paquete y el beso de despedida. El perro acudió al llamado de su dueña. El anciano le acarició la cabeza, sin poder disimular su melancolía. 

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“¡Qué calor!-había exclamado el anciano, una vez que llegó al parque-Cómo me cuesta caminar con estos huesos que no se ablandan ni con este clima de infierno. De buenas ganas me hubiera quedado en cama, pero a mi hija le disgusta visitarme, a pesar de que mi cuarto no está nada mal. Las monjas cuidan muy bien el prestigio de La Casa de los Años Dorados. Muchos viejos para mi gusto, suele decir ella, creyendo que esas palabras me hacen gracia. Desempeña un cargo importante; por eso, siempre anda a la carrera. Hoy hará una excepción. Es el día de mi cumpleaños y me ha ofrecido llevarme a un restaurante. Me sentaré aquí. Buena sombra da este árbol…
¡Cuánto tarda mi hija! El trabajo, las responsabilidades, de seguro. Mejor estiro las piernas mientras llega. No es que me sienta mal en el asilo. Soy bien tratado y tengo con quienes compartir el tedio. Además, la lectura y los recuerdos son también un buen recurso para gastarlo. Los recuerdos… Cómo hiere la ausencia. Pero hoy será un día diferente. Ah, allá viene. Y me trae un regalo. No recuerdo cuál fue el último. ¿Qué más da si paga mi estancia en ese sitio? ¡Upa, es grande el paquete! Parece que es el juego que le pedí hace tiempo. ¿Qué dice, que no podemos almorzar? “Cambia esa cara, papá. Entiéndeme, por favor. Si no, lo pensaré mejor antes de volver” “Comprendo, hija, comprendo” 
¿Qué puedo hacer? Así son ellos; al menos, eso sucede con los hijos de mis compañeros de vejez. Tienen derecho a su propia vida, no somos quiénes para impedirlo. La veo alejarse en paz. Ya ha cumplido con su deber. Si se imaginara la ilusión que me hice de pasar la tarde con ella.  Veré qué me trajo.
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Tantas cosas que tengo por hacer-se dijo ella-; y tener que ir a visitarlo. Al menos, yo lo veo de vez en cuando. No como mi hermano, que se mudó al extranjero y se desentendió del problema. Me lo lanzó a mí, como si el dinero que envía fuera suficiente. Desde que murió mamá, la vida se nos complicó. Gracias a Dios, papá aceptó que lo internáramos en el asilo. Con mi hermano lejos, ¿quién tiene que correr cuando llaman de allá? La casa, los hijos y el trabajo no me permiten más. Y, encima, la llamada de la monja que pretende cargarme de culpas: “Su papá se está muriendo de tristeza. “Lo entiendo. Lamentablemente, poco puedo hacer ahora, menos, cuando mi familia y yo saldremos de vacaciones”. No tengo por qué confiarle la intención de este viaje: intentar salvar mi matrimonio. Pero, permítame que insista, su papá no está bien”. Me abordó el remordimiento. “Tráigale un regalo el día de su cumpleaños-continúa ella-, y dígale cuánto lo ama; eso le hará bien”. Lo escogimos entre las dos. Espero que le guste, y a todos esos ancianos que se mueren, más que de vida larga, de aburrimiento. Papá y yo nos encontraremos; ojala no venga con sus tonterías.
¡Qué sólo está el parque! Si papá me hace perder el tiempo… Allá está. Mírenle la sonrisa. Dice que le alegra la invitación. ¡El restaurante!, lo había olvidado. Qué cara que pone cuando le digo que hoy no será. ¡Así me agradece el esfuerzo que he hecho para venir a verlo! Mejor no decirle que me voy de vacaciones por un  mes. No quiero que me manipule con su desconsuelo. Lo llamaré después.
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Hoy es mi día de suerte. Recibo el mejor de los regalos. Seré feliz. Mi instinto me lo dice. Él abre el paquete. Huele delicioso. Su mano saca unas croquetas y me las da. ¡Saben muy bien! Pero lo que más me gusta es cómo sonríe. Veo que está contento. Guau, yo también.

                        Olga Cortez Barbera
Imagen:es.123rf.com

miércoles, 29 de junio de 2016

VOLAR, VOLAR - Martha Ferrari




Abandoné las sombras,
las espesas paredes,
los ruidos familiares,
la amistad de los libros,
el tabaco, las plumas,
los secos cielorrasos;
para salir volando,
desesperadamente

Oliverio Girondo

La gitana dijo misteriosa:
—Eres diferente a los demás, tú puedes volar.
Me sorprendieron sus palabras y que desapareciera de mi vista antes de tomar el dinero que habíamos convenido.
La olvidé por el resto del día, estaba obligada a oír solo a mis pacientes y a postergar asuntos personales. 
De regreso a casa, estoy tan agobiada que me anestesio con la televisión. Esa noche fue distinta, al cruzar la puerta, el contestador telefónico me abrumó de mensajes. No contesté ninguno. Mañana les diría que llegué muy tarde. Tomé nota de los llamados relacionados con mi trabajo y fui a preparar la cena.
Después de la  omelette con ensalada, mordisqueaba una manzana cuando, de pronto, recordé que había dejado ropa tendida, desde dos días atrás, en la terraza del edificio. ¿La encontraría? Eran las once de la noche.
Una luna plateada me recibió de lleno. Mis sábanas volaban al influjo de la brisa nocturna. Desde la baranda se podía ver el río. Me alegré de estar allí.
Otra escalera, adosada a la pared, subía hasta el tanque de agua que alimentaba las cañerías. Un impulso me condujo sin dificultad hasta el pequeño techo que sostenía los depósitos.  La claridad de la noche dejaba ver el contraste de la ciudad con la vegetación de las islas más allá del río. Era un marco inefable para echar a volar; extendí mis brazos y, apenas impulsé mis pies, levité casi sin proponérmelo.  Segundos más tarde, las sábanas saludaban como pañuelos. Unas nubes bajas se metieron como algodón dentro de mi boca, cerré los ojos y tomé impulso hacia arriba, eso... eso era volar. Una sensación jamás experimentada se apoderó de mí. Pensé en la gitana y la duda cuando la mujer me lo vaticinara. Sin embargo, allí estaba yo, un ser común despojado de alas, consumando la acción con un ligero movimiento de brazos. Me impulsaba hacia arriba o abajo, solo con proponérmelo. Perdí de vista mi casa; después, la ciudad fue una mancha sembrada de luces. Ya no tenía cansancio, una sensación de bienestar invadía mis sentidos. El disfrute duró hasta que la luz del día opacó la luna. Por una ruta intuitiva regresé al lugar donde había partido. La soga de ropa esperaba dándome la bienvenida.
Era el amanecer de un viernes dieciocho de octubre. Mi agenda estaba organizada como otro día más. En pocas horas debía cumplimentarla y ni siquiera había dormido.
Una ducha disipó las partículas atmosféricas adheridas a mi piel. Había vivido una experiencia contradictoria, una sensación que no quería olvidar mientras intentaba borrar las huellas de mi vuelo para enfrentar la rutina diaria.
Cuando llegué al estacionamiento se cruzó la misma gitana, antes de que la llamara se acercó y dijo:
—Volar es como una droga, perderás interés en todo y cada día querrás más y más.
Sus palabras martillaron mis oídos varias veces en el día. Intenté desecharlas.
Cuando por la noche terminé mi cena y ultimé los preparativos para el día siguiente, me resistí a volver a la terraza; ya no había sábanas que me aguardaran. Una fuerza hipnótica me condujo hasta el balcón de mi departamento situado en un tercer piso de espaldas a la calle. Desde allí se ven patios y jardines circundantes. Con un leve envión logré sobrevolarlos.
 Es cierto, es un vicio, una adicción, un hábito al  que es difícil renunciar, sé que fracasaré cada vez que lo intente.  Como pasa con los sueños, la experiencia se desvirtúa cuando uno la cuenta. Hay que experimentarla.
¿Vamos a volar?
 Martha Ferrari

Imagen: es.123rf.com

lunes, 27 de junio de 2016

Puzzle -Pilar Galindo Salmerón

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Era de quinientas piezas y lo habían comprado el día anterior a que Eduardo embarcase para Madagascar. Este sería su último viaje. Después de tantos puertos y tantos amores, esa mujer menuda, de ojos vivaces y boquita fruncida, logró encandilarlo.
Se conocieron en la fiesta de cumpleaños de una amiga común.
Ágata es nombre de piedra preciosa, espero que no seas de piedra, pero sí eres preciosa.
Vaya juego de palabras que has hecho en un momento ¿lo traías preparado?
En un tiempo récord, Eduardo decidió pedir destino en tierra, ya estaba bien de correr mundo encerrado en ese barco, que se había convertido en su cascarón. Llegaba un punto en que todos los mares eran iguales, todos los países, extraños. Y uno no hallaba sus raíces en ninguna parte. Allí, en la ciudad que iba a ser la suya, vivía Ágata, la mujer que amaba; la primera novia auténtica de su vida sin arraigo.
La chica contaba impaciente los días que restaban para tener a su hombre con ella, sin la mar de por medio y, mientras esperaba, mataba el tiempo montando aquel inmenso rompecabezas que acabaría colgado en el salón de su futuro hogar. Hogar, qué palabra tan dulce y tibia. Como la casa que ella y Eduardo iban a compartir.
Pieza a pieza, mientras sonaba la música apropiada, la que acompañó este o aquel momento dichoso, Ágata iba haciendo coincidir los trozos de cartulina, buscando los del mismo color, dejando un lado pendiente, para avanzar por otro lugar, en que el dibujo se insinuaba. Ya podía verse un trozo de cielo demasiado azul para ser real, un sol estridente, que parecía sacar chispas de los árboles que completaban el paisaje.
A una semana de la llegada de Eduardo, el cuadro está terminado. El marco lo elegirán entre los dos, para que combine con los muebles, para que todo encaje, como han encajado las piezas del puzzle; como deberán ensamblarse sus vidas.
La labor de convivir es delicada. La vida diaria tiene el peligro cierto de contaminarse de rutina. Un hombre que sueña una mujer lejana y tan deseada, no es igual que un hombre acostumbrado a dormir con la ventana abierta, que  tropieza con la negativa de ella –hace frío, cariño.
Los horarios de oficina, el papeleo, caen pesadamente sobre los hombros de Eduardo, hechos al sol y al mar, a moverse de uno a otro polo. El tedio agria el carácter, llega a casa malhumorado, besa de pasada a la mujercita que espera ansiosa su regreso. No obstante, ella le cuenta sus pequeñas cosas y él se cansa de esa cháchara que le aburre –no me escuchas, Eduardo- Ella hace planes para mejorar esto o aquello y él echa cuentas sobre su sueldo y no lo cree conveniente. Ágata empieza a quedar con amigas para tomar un aperitivo, necesita hablar, desahogar su frustración…y él llega y no la encuentra en casa. Eduardo se irrita porque debe comer de prisa para volver al trabajo y ella se irrita por el enfado de él. Al día siguiente, el marido llega tarde porque quedó con amigos para tomar unas copas, mientras ella espera sonriente, hoy sí, con la comida calentita. Ambos empiezan a salir con amigos que no son comunes, lo que molesta al uno y al otro. Para qué hablar del tiempo libre: tú solo quieres hacer deporte, yo lo odio…
Convivir es encajar perfectamente el rompecabezas de dos vidas. A veces hay que prescindir de algo, para no invadir la pieza de al lado, o añadir otro algo, para rellenar un hueco insoportable. Este puzzle no se termina nunca. Toda la vida es un intento de enlazar. Son imprescindibles una lima, un poco de engrudo y un mucho de amor.
El cuadro de quinientas piezas luce impasible en el salón, Ágata, casi dormida, mira la televisión sin verla, está sola, como siempre. Eduardo llega tarde todas las noches y ya no le da explicaciones de a dónde fue. Ella tampoco le comunica sus planes. Sus vidas son un montón de piezas que no hay manera de acoplar.
Los viejos sueños han muerto. Queda algo en común, la casa que se pensó hogar. Allí habitan torvamente juntos, gélidamente separados. Se han acostumbrado a no coincidir y así viven. O malviven.

Ágata oye el ruido de la llave en la cerradura, algo muy tenue se remueve aún en su interior. Él ya está en casa.
Pilar Galindo Salmerón
España
Imagen: es.123rf.com

sábado, 25 de junio de 2016

EN BUSCA DE MIMUSA -Jesús Reinaldo Castillo Frau

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No siento a Mimusa. Voy a buscarla. El Malecón es un hervidero de chicos nadando, de turistas tomando fotos, de enamorados desafiando el sol y las agujas de sal que encienden sus besos... Ni rastro de ella. Continúo la ruta del muro hacia la Habana Vieja. Cruzo la Avenida del Puerto. Busco la calle Obispo por donde solíamos andar en busca de alguna historia bajo sus piedras, adoquines, sobre sus balcones o de un hablador en la Catedral. Culebrillas de sudor bajan de la cabeza y se anidan en el cuello de la camisa. Se transpira por todo el cuerpo. A ratos se cuela un airecillo por las callejas y despierta el olor a café, a tabaco, a flores, a orín, a mierda… Hasta que siento la fragancia o la humedad que deja  el cruce de alguna mujer. Avanzo.  El mar se  desborda por la puerta de un restaurante, el  genio se escapa de las botellas de cerveza recién abiertas  o los diablillos del ron que me invitan a una taberna  donde un trío interpreta un bolero… Salgo.  Turistas van y vienen burlándose del calor. Quizás por la arquitectura o algún personaje que captan los flashes de sus cámaras. Las calles y aceras son tan apretadas que suelen ocurrir tropiezos entre las personas. Los de casa se tocan los bolsillos.  ¡Ay, Vieja Habana! ¡Vieja Habana! Ya voy saliendo. Es cómo cruzar a otro tiempo. Con una cerveza en la mano fui a sentarme en un banco del Parque Central frente a la estatua de José Martí. "Maestro, ¿dónde está Mimusa?", le inquirí con tanta vehemencia, que vi cómo se deshacía el mármol y el Maestro bajaba de su pedestal y se sentaba a mi lado.  Sentí una de sus manos en la mía, como uno de los miles de pajarillos que inundan el parque. En la otra, traía una rosa blanca. Me atreví a ofrecerle de mi cerveza.
—Gracias. Si fuera ginebra o un cafecillo.
— ¿Con este calor, Maestro?
—Contra el calor, calor —dijo con ese esbozo de sonrisa que se le conoce.  Mil preguntas se hicieron un remolino en mi cabeza: enigmas de su vida, no me atreví. Él lo intuyó, y dijo:
—Todo está en mis escritos. ¿Eres historiador?
—No. Escribo ficciones, cuentos.
—Un creador. Me gusta.  El historiador lo tiene todo a manos. El otro es como el herrero que forja el acero, como el artesano que convierte en milagro el barro.
—He perdido a Mimusa.
— ¿Mimusa?
—Mi inspiración.
— ¡Ah! Una entelequia.
—Sí, pero con cuerpo y alma de mujer: rubia,   la boca es una rosa abierta ofreciéndose, su andar es un escape de suspiros.  
—Pues, si es la misma recién la vi pasar. No pude evitar que mis ojos fueran tras ella hacia el Capitolio. Allí la perdí entre un grupo de  turistas. Corre, amigo…
En ese instante, el estallido de la botella contra el suelo rompió el hechizo. Y en mi mano se hizo una rosa blanca.
Jesús Reinaldo Castillo Frau
Cuba

Fotografía: es.123rf.com

jueves, 23 de junio de 2016

LA RESPUESTA

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 “¿Quiere vivir, o quiere morir?” Mi vida pendía de una respuesta. Yo, allí, sin poder pensar con claridad, en el suelo, boca abajo, amordazada y con los tobillos a punto de estrangulamiento, mientras que unas manos anónimas ataban mis muñecas. Dentro de la confusión, todo me era tan absurdo. ¿Cómo caí al piso? ¿Cuánto tiempo estuve inconsciente? ¿Dónde estaba el vigilante? Entre las preguntas, mi  instinto de conservación trataba de encontrar una salida.
Después de unas vacaciones, decidí tomar un día de asueto para ordenar el trabajo acumulado. Nada especial para una empleada con tantos años de servicio que, en la comodidad de su oficina y entre informes y balances, dejaba escabullir las polillas de la juventud. La empresa era un segundo hogar.
—Señor Morocoima, el sábado vengo a trabajar—informé al vigilante.
Con sentido de solidaridad, esa mañana sabatina le llevé el desayuno, un gesto para alguien desvelado y, posiblemente, con apetito. Además, el hombre contaba con mi simpatía. De alguna manera, quise corresponder a su amabilidad cotidiana. A excepción de nosotros, no había nadie. Encendí la música y la computadora. El tiempo transcurrió en paz. A principios de la tarde sonó el celular:
—¿A qué hora te desocupas?—preguntó mi esposo.
Ya casi termino—respondí.
—¿Quieres que vaya por ti?
—No, recuerda que quedé en encontrarme con Eli. Ella me llevará a casa.
Quise continuar con el trabajo, pero me detuve. ¿Premonición,  sexto sentido? De algún rincón ignoto surgió el pensamiento: “¿Y si a Morocoima se le da por atacarme?” Una carcajada silenciosa ante lo inconcebible. Fijé la mirada en la pantalla y lo olvidé.  Un par de horas después, el vigilante vino a la oficina:
Señora, ¿cuánto tiempo más piensa quedarse?
No mucho. Media hora, quizás
Ah, bueno, déjeme salir un momentito.
 —Un momentito nada más, por favor.
Escuché la puerta, al cerrar. ¿Por qué la intranquilidad?  Algo andaba mal. ¿Había sido la mirada, el tono de su voz? Tomé la cartera y las llaves del carro…, pero alguien, con el rostro cubierto y con cuchillo en alto, se plantó en la entrada de mi oficina. Desconcierto y horror fueron suplantados (¿mecanismo de defensa?) por una absurda idea. El desconocido se quitaría la máscara, mientras exclamaba: “¡Ajá, la asusté!” Porque todo era un chiste, una broma de mal gusto. "¡Al suelo!", exclamó. Perdí el sentido de la realidad. 
—Esto no es con usted—dijo un hombre—. Si colabora, le prometo que no le pasará nada.  Nos llevaremos algunas cosas y la dejaremos en paz.
En contra de lo que él decía, el otro mostraba otras intenciones. Después de atarme, sus manos palpaban lo que no debían.  
No se preocupe, señora—insistió el primero—. ¡No le pasará nada! 
 —¿Quiere vivir, o quiere morir?—preguntó el otro.
Ambos salieron de la oficina y cerraron la puerta. Sentí una calma relativa.  No duró, alguien manipulaba la cerradura. Al no poder abrirla, ¡Crash! Me aterrorizó el estrépito de los cristales rotos.  Frente a lo que se avecinaba, comencé a temblar. La mente se dividió: una parte pedía a los dioses su intervención para que no sucediera lo que temía; la otra, con una tranquilidad inverosímil, repasaba las películas donde resistirse a la agresión  producía mayor violencia. Recordaba consejos sobre qué hacer en esa situación. “Dame, Señor, la entereza para soportar, que después lo superaré”. Entre el espanto y la calma, con los ojos cerrados, me hundí en el limbo, donde yo no era más que la espectadora de un hecho infame.
Todos dijeron, después, que había corrido con suerte: estaba viva, y los hombres, presos.  Sí, viva, a pesar de las humillaciones y el pudor lacerado, de la amenaza del cuchillo en el cuello, de Morocoima, que aumentó mi desesperación cuando sentí que abría la puerta y entraba. Sus gritos incontrolables y el silencio posterior. Imaginé su sorpresa y el dolor de las cuchilladas. Me embargó el desamparo frente a la certeza de que también yo moriría. Me volví vulnerable. En pocas horas destrozaron el mundo confiable que me había sostenido. Me hicieron otra, con la que no estaba conforme: una mujer rabiosa que se debatía entre el dolor y la impotencia.
Ser madura y casada no reduce la vergüenza. A las mujeres de mi edad no les pasan estas cosas. Infinita la humillación cuando supe que quienes me agredieron eran personas que habían trabajado en la empresa tiempo atrás. Morocoima fue quien los dejó entrar. Sus gritos perseguían aumentar mi terror y confusión.  Por mí supieron que yo estaría allí. Todo fue premeditado. ¿Por qué lo hicieron? No lo entiendo. “Deja todo atrás”, me aconsejan familiares y amigos. ¿Cómo se hace eso? No es fácil. A cada paso me enfrento a la duda: ¿Por qué lo permití?
Ahora, en la oscuridad de la habitación y cuando mi esposo me cree dormida, aquella pregunta circula en mi cabeza, como un carrusel: “¿Quiere vivir, o quiere morir?” Entre las sombras, creo comprender el porqué de mi sumisión. Hice lo que consideré necesario para no morir. Por eso, en un hilo de voz de niña desvalida, deseando despertar de la pesadilla en que se han convertido los días, respondo como lo hice entonces:
-¡Quiero vivir!
Olga Cortez Barbera

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