miércoles, 29 de junio de 2016

VOLAR, VOLAR - Martha Ferrari




Abandoné las sombras,
las espesas paredes,
los ruidos familiares,
la amistad de los libros,
el tabaco, las plumas,
los secos cielorrasos;
para salir volando,
desesperadamente

Oliverio Girondo

La gitana dijo misteriosa:
—Eres diferente a los demás, tú puedes volar.
Me sorprendieron sus palabras y que desapareciera de mi vista antes de tomar el dinero que habíamos convenido.
La olvidé por el resto del día, estaba obligada a oír solo a mis pacientes y a postergar asuntos personales. 
De regreso a casa, estoy tan agobiada que me anestesio con la televisión. Esa noche fue distinta, al cruzar la puerta, el contestador telefónico me abrumó de mensajes. No contesté ninguno. Mañana les diría que llegué muy tarde. Tomé nota de los llamados relacionados con mi trabajo y fui a preparar la cena.
Después de la  omelette con ensalada, mordisqueaba una manzana cuando, de pronto, recordé que había dejado ropa tendida, desde dos días atrás, en la terraza del edificio. ¿La encontraría? Eran las once de la noche.
Una luna plateada me recibió de lleno. Mis sábanas volaban al influjo de la brisa nocturna. Desde la baranda se podía ver el río. Me alegré de estar allí.
Otra escalera, adosada a la pared, subía hasta el tanque de agua que alimentaba las cañerías. Un impulso me condujo sin dificultad hasta el pequeño techo que sostenía los depósitos.  La claridad de la noche dejaba ver el contraste de la ciudad con la vegetación de las islas más allá del río. Era un marco inefable para echar a volar; extendí mis brazos y, apenas impulsé mis pies, levité casi sin proponérmelo.  Segundos más tarde, las sábanas saludaban como pañuelos. Unas nubes bajas se metieron como algodón dentro de mi boca, cerré los ojos y tomé impulso hacia arriba, eso... eso era volar. Una sensación jamás experimentada se apoderó de mí. Pensé en la gitana y la duda cuando la mujer me lo vaticinara. Sin embargo, allí estaba yo, un ser común despojado de alas, consumando la acción con un ligero movimiento de brazos. Me impulsaba hacia arriba o abajo, solo con proponérmelo. Perdí de vista mi casa; después, la ciudad fue una mancha sembrada de luces. Ya no tenía cansancio, una sensación de bienestar invadía mis sentidos. El disfrute duró hasta que la luz del día opacó la luna. Por una ruta intuitiva regresé al lugar donde había partido. La soga de ropa esperaba dándome la bienvenida.
Era el amanecer de un viernes dieciocho de octubre. Mi agenda estaba organizada como otro día más. En pocas horas debía cumplimentarla y ni siquiera había dormido.
Una ducha disipó las partículas atmosféricas adheridas a mi piel. Había vivido una experiencia contradictoria, una sensación que no quería olvidar mientras intentaba borrar las huellas de mi vuelo para enfrentar la rutina diaria.
Cuando llegué al estacionamiento se cruzó la misma gitana, antes de que la llamara se acercó y dijo:
—Volar es como una droga, perderás interés en todo y cada día querrás más y más.
Sus palabras martillaron mis oídos varias veces en el día. Intenté desecharlas.
Cuando por la noche terminé mi cena y ultimé los preparativos para el día siguiente, me resistí a volver a la terraza; ya no había sábanas que me aguardaran. Una fuerza hipnótica me condujo hasta el balcón de mi departamento situado en un tercer piso de espaldas a la calle. Desde allí se ven patios y jardines circundantes. Con un leve envión logré sobrevolarlos.
 Es cierto, es un vicio, una adicción, un hábito al  que es difícil renunciar, sé que fracasaré cada vez que lo intente.  Como pasa con los sueños, la experiencia se desvirtúa cuando uno la cuenta. Hay que experimentarla.
¿Vamos a volar?
 Martha Ferrari

Imagen: es.123rf.com

1 comentario:

  1. ¡Espérame! Como dice Silvio: "no hacen falta alas
    para alzar el vuelo". ¡Lindo, Martha!

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