Abandoné las sombras,
las espesas paredes,
los ruidos familiares,
la amistad de los libros,
el tabaco, las plumas,
los secos cielorrasos;
para salir volando,
desesperadamente
Oliverio Girondo
La gitana dijo misteriosa:
—Eres diferente a los demás, tú puedes volar.
Me sorprendieron sus palabras y que desapareciera de
mi vista antes de tomar el dinero que habíamos convenido.
La olvidé por el resto del día, estaba obligada a
oír solo a mis pacientes y a postergar asuntos personales.
De regreso a casa, estoy tan agobiada que me
anestesio con la televisión. Esa noche fue distinta, al cruzar la puerta, el
contestador telefónico me abrumó de mensajes. No contesté ninguno. Mañana les
diría que llegué muy tarde. Tomé nota de los llamados relacionados con mi trabajo
y fui a preparar la cena.
Después de la omelette con ensalada,
mordisqueaba una manzana cuando, de pronto, recordé que había dejado ropa tendida, desde
dos días atrás, en la terraza del edificio. ¿La encontraría? Eran las once de la noche.
Una luna plateada me recibió de lleno. Mis sábanas
volaban al influjo de la brisa nocturna. Desde la baranda se podía ver el río.
Me alegré de estar allí.
Otra escalera, adosada a la pared, subía hasta el
tanque de agua que alimentaba las cañerías. Un impulso me condujo sin
dificultad hasta el pequeño techo que sostenía los depósitos. La claridad
de la noche dejaba ver el contraste de la ciudad con la vegetación de las islas
más allá del río. Era un marco inefable para echar a volar; extendí mis brazos
y, apenas impulsé mis pies, levité casi sin proponérmelo. Segundos más
tarde, las sábanas saludaban como pañuelos. Unas nubes bajas se metieron como
algodón dentro de mi boca, cerré los ojos y tomé impulso hacia arriba, eso...
eso era volar. Una sensación jamás experimentada se apoderó de mí. Pensé en la
gitana y la duda cuando la mujer me lo vaticinara. Sin embargo, allí estaba yo,
un ser común despojado de alas, consumando la acción con un ligero movimiento
de brazos. Me impulsaba hacia arriba o abajo, solo con proponérmelo. Perdí de
vista mi casa; después, la ciudad fue una mancha sembrada de luces. Ya no tenía
cansancio, una sensación de bienestar invadía mis sentidos. El disfrute duró
hasta que la luz del día opacó la luna. Por una ruta intuitiva regresé al lugar
donde había partido. La soga de ropa esperaba dándome la bienvenida.
Era el amanecer de un viernes dieciocho de octubre.
Mi agenda estaba organizada como otro día más. En pocas horas debía
cumplimentarla y ni siquiera había dormido.
Una ducha disipó las partículas atmosféricas
adheridas a mi piel. Había vivido una experiencia contradictoria, una sensación
que no quería olvidar mientras intentaba borrar las huellas de mi vuelo para
enfrentar la rutina diaria.
Cuando llegué al estacionamiento se cruzó la misma
gitana, antes de que la llamara se acercó y dijo:
—Volar es como una droga, perderás interés en todo y
cada día querrás más y más.
Sus palabras martillaron mis oídos varias veces en
el día. Intenté desecharlas.
Cuando por la noche terminé mi cena y ultimé los
preparativos para el día siguiente, me resistí a volver a la terraza; ya no
había sábanas que me aguardaran. Una fuerza hipnótica me condujo hasta el
balcón de mi departamento situado en un tercer piso de espaldas a la calle. Desde
allí se ven patios y jardines circundantes. Con un leve envión logré
sobrevolarlos.
Es cierto, es un vicio, una adicción, un
hábito al que es difícil renunciar, sé que fracasaré cada vez que lo
intente. Como pasa con los sueños, la experiencia se desvirtúa cuando uno
la cuenta. Hay que experimentarla.
¿Vamos a volar?
Martha Ferrari
Imagen: es.123rf.com
¡Espérame! Como dice Silvio: "no hacen falta alas
ResponderEliminarpara alzar el vuelo". ¡Lindo, Martha!