Era un
sueño recurrente el que la lanzaba al abismo de las madrugadas yertas. Con la
almohada fría, a su lado, recordaba que hacía tiempo que se encontraba vacía.
Del mismo modo que las horas, las ilusiones y el sentido de la vida. Huía de la
cama y los fantasmas deambulaban por las habitaciones. Se asomaba a la ventana
para buscar el consuelo en la luna y, como en el sueño, ésta se caía a pedazos.
Hubo un
tiempo en que le encantaba contemplarla y creer, si se lo pedía lo suficiente,
que cumpliría sus deseos. O fantasear con que podía subir a ella para alejarse
de los miedos infantiles. Los monstruos la rondaban y ella quería que
amaneciera. La luz del nuevo día la llevaba, una vez más, a los jardines
opacos de la existencia. No era fácil para una niña entender las causas de las
discordias continuas entre sus padres.
—¡Qué
muchacha tan retraída! —decían, sin sospechar que de su corazón manaba una
cascada de tristezas.
Tal vez, la
luna cumplía los sueños a su manera. Descubrió que los libros eran la balandra
mágica para protegerla de las zarpas del suicidio. En su regazo, entre historias y fantasías, encontró los caminos para alejarse de lo que tanto daño
hacía y entender que el horizonte guardaba un arca de sueños posibles. Sin
embargo, las normas rígidas, en el hogar, eran los barrotes que se interponían
para alcanzar lo que imaginaba como felicidad.
Parecía que
los hados se confabulaban para torcer su destino. Ningunas de sus ilusiones
tenían un buen fin. Desubicada en el espacio, acataba todo lo que la realidad le imponía. No le quedó más opción que continuar por los derroteros de su suerte.
Un autómata existencial que fingía estar de acuerdo con las Moiras, tejedoras de destinos, hasta que
llegó el amor para hacerle suponer que la vida podía ofrecer frutos buenos.
No era así.
Con el desengaño y el desfile posterior de amores desventurados, las cosas se
complicaron para agigantar una soledad que, desde muy temprano, se había
aferrado a su alma. Con cada hombre se iba un pedazo de su esencia,
convirtiéndola en un desecho que se hundía cada vez más. Sin fe, poco podían
hacer las fiestas y el alcohol.
Comenzó a
tener la pesadilla, una y otra vez. La calle lucía solitaria y silenciosa,
amparada por una luna redonda y luminosa, como la que contemplaba en su
infancia. Esa luna la henchía de paz hasta que, de pronto, estallaba, mientras
ella huía de las esquirlas de plata que caían. Sin donde esconderse, terminaba
mortalmente herida. Le invadía un estado de felicidad porque, próximo, estaba su fin. Para su infortunio, al abrir los ojos, debía entrar al caos de su realidad.
Decidida a
desechar el mundo oscuro en el que había caído, retomó los estudios. Las nuevas
amistades le permitieron mirar hacia un nuevo horizonte. Se impuso rescatar a
la joven que un día fue. Y, aunque la soledad no la abandonaba, poco a poco,
asida al hilo de la esperanza, dejó de tomar decisiones equivocadas y de tener
malos sueños. Quizás, contribuyó alejar la posibilidad de toda relación sentimental. En su
propia fortaleza, no tendría motivos para volver a sufrir. Comenzó a dormir tranquila.
Contra todo
pronóstico, se enamoró de nuevo. Se esforzó en no traspasar los límites de la
amistad. Él era tan insistente que logró, con un beso, atravesar el puente y minar su fortaleza. ¿Volver a pasar por lo mismo? Sintió pánico, como nunca
antes, y regresaron las pesadillas. En las horas de desvelo, regresaron los
miedos nocturnos, la severidad paterna que no le permitió ser, los conflictos
hogareños, las prohibiciones irracionales, la consecuencia nefasta de aquel novio perverso, los posteriores romances con los que pretendía encontrar una
dicha que sólo podía ofrendar una serenidad interna. El desconsuelo por toda una
vida de frustraciones. Una madrugada, con el satélite observándola, exclamó:
—¡Basta!
Se levantó
de la cama y se asomó a la ventana. La agradable brisa refrescó sus pensamientos. Era
hora de crecer, perdonar y perdonarse, desechar culpables por lo que hizo o dejó de hacer y asumir
sus propios retos. La luna refulgía con un sorprendente resplandor. Decidió
arrancarse la esquirla del alma y darse una nueva oportunidad.
Olga Cortez
Barbera
Pixabay: Imagen Gratuita
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