lunes, 23 de septiembre de 2013

José Saramago - Discurso de aceptación del Premio Nobel 1998

Nuestra única defensa contra la muerte 
es el amor.
José Saramago 

Discurso:

De cómo los personajes se convirtieron en maestros y el autor en su aprendiz.

El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de nuestra aldea de Azinhaga, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a la cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable. Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado. Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera". Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba. Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, introducía en el relato: "¿Y después?" Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo. Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa. Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba: "No hagas caso, en sueños no hay firmeza". Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: "El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir". No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver. 
Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre éste mi abuelo Jerónimo y ésta mi abuela Josefa (me ha faltado decir que ella había sido, según cuantos la conocieron de joven, de una belleza inusual), tuve conciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios y que ésa era, probablemente, la manera de no olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de un cotidiano opaco y sin horizontes, como quien va recreando sobre el inestable mapa de la memoria, la irrealidad sobrenatural del país en que decidió pasar a vivir. La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la fascinante y enigmática figura de un cierto bisabuelo berebere, me llevaría a describir más o menos en estos términos un viejo retrato (hoy ya con casi ochenta años) donde mis padres aparecen. "Están los dos de pie, bellos y jóvenes, de frente ante el fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión de solemne gravedad que es tal vez temor delante de la cámara, en el instante en que el objetivo va a fijar de uno y del otro la imagen que nunca más volverán a tener, porque el día siguiente será implacablemente otro día. Mi madre apoya el codo derecho en una alta columna y sostiene en la mano izquierda, caída a lo largo del cuerpo, una flor. Mi padre pasa el brazo por la espalda de mi madre y su mano callosa aparece sobre el hombro de ella como un ala. Ambos pisan tímidos una alfombra floreada. La tela que sirve de fondo postizo al retrato muestra unas difusas e incongruentes arquitecturas neoclásicas". Y terminaba: "Tendría que llegar el día en que contaría estas cosas. Nada de esto tiene importancia a no ser para mí. Un abuelo berebere, llegando del norte de África, otro abuelo pastor de cerdos, una abuela maravillosamente bella, unos padres graves y hermosos, una flor en un retrato ¿qué otra genealogía puede importarme? ¿en qué mejor árbol me apoyaría?" 

Escribí estas palabras hace casi treinta años sin otra intención que no fuese reconstituir y registrar instantes de la vida de las personas que me engendraron y que estuvieron más cerca de mí, pensando que no necesitaría explicar nada más para que se supiese de dónde vengo y de qué materiales se hizo la persona que comencé siendo y ésta en que poco a poco me he convertido. Ahora descubro que estaba equivocado, la biología no determina todo y en cuanto a la genética, muy misteriosos habrán sido sus caminos para haber dado una vuelta tan larga. A mi árbol genealógico (perdóneseme la presunción de designarlo así, siendo tan menguada la sustancia de su savia) no le faltaban sólo algunas de aquellas ramas que el tiempo y los sucesivos encuentros de la vida van desgajando del tronco central. También le faltaba quien ayudase a sus raíces a penetrar hasta las capas subterráneas más profundas, quien apurase la consistencia y el sabor de sus frutos, quien ampliase y robusteciese su copa para hacer de ella abrigo de aves migratorias y amparo de nidos. Al pintar a mis padres y a mis abuelos con tintas de literatura, transformándolos de las simples personas de carne y hueso que habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo constructores de mi vida, estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por donde los personajes que habría de inventar, los otros, los efectivamente literarios, fabricarían y traerían los materiales y las herramientas que, finalmente, en lo bueno y en lo menos bueno, en lo bastante y en lo insuficiente, en lo ganado y en lo perdido, en aquello que es defecto pero también en aquello que es exceso, acabarían haciendo de mí la persona en que hoy me reconozco: creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos. En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser.
Ahora soy capaz de ver con claridad quiénes fueron mis maestros de vida, los que más, intensamente, me enseñaron el duro oficio de vivir, esas decenas de personajes de novela y de teatro que en este momento veo desfilar ante mis ojos, esos hombres y esas mujeres, hechos de papel y de tinta, esa gente que yo creía que iba guiando de acuerdo con mis conveniencias de narrador y obedeciendo a mi voluntad de autor, como títeres articulados cuyas acciones no pudiesen tener más efecto en mí que el peso soportado y la tensión de los hilos con que los movía. De esos maestros el primero fue, sin duda, un mediocre pintor de retratos que designé simplemente por la letra H., protagonista de una historia a la que creo razonable llamar de doble iniciación (la de él, pero también, de algún modo, la del autor del libro, protagonista de una historia titulada "Manual de pintura y caligrafía", que me enseñó la honradez elemental de reconocer y acatar, sin resentimientos ni frustraciones, sus propios límites: sin poder ni ambicionar aventurarme más allá de mi pequeño terreno de cultivo, me quedaba la posibilidad de cavar hacia el fondo, hacia abajo, hacia las raíces. Las mías, pero también las del mundo, si podía permitirme una ambición tan desmedida. No me compete a mí, claro está, evaluar el mérito del resultado de los esfuerzos realizados, pero creo que es hoy patente que todo mi trabajo, de ahí para adelante, obedeció a ese propósito y a ese principio.
Vinieron después los hombres y las mujeres del Alentejo, aquella misma hermandad de condenados de la tierra a que pertenecieron mi abuelo Jerónimo y mi abuela Josefa, campesinos rudos obligados a alquilar la fuerza de los brazos a cambio de un salario y de condiciones de trabajo que sólo merecerían el nombre de infames. Cobrando por menos que nada una vida a la que los seres cultos y civilizados que nos preciamos de ser llamamos, según las ocasiones, preciosa, sagrada y sublime. Gente popular que conocí, engañada por una Iglesia tan cómplice como beneficiaria del poder del Estado y de los terratenientes latifundistas, gente permanentemente vigilada por la policía, gente, cuántas y cuántas veces, víctima inocente de las arbitrariedades de una justicia falsa. Tres generaciones de una familia de campesinos, los Mal-Tiempo, desde el comienzo del siglo hasta la Revolución de Abril de 1974 que derrumbó la dictadura, pasan por esa novela a la que di el título de Alzado del suelo y fue con tales hombres y mujeres del suelo levantados, personas reales primero, figuras de ficción después, con las que aprendí a ser paciente, a confiar y a entregarme al tiempo, a ese tiempo que simultáneamente nos va construyendo y destruyendo para de nuevo construirnos y otra vez destruirnos. No tengo la seguridad de haber asimilado de manera satisfactoria aquello que la dureza de las experiencias tornó virtud en esas mujeres y en esos hombres: una actitud naturalmente estoica ante la vida. Teniendo en cuenta, sin embargo, que la lección recibida, pasados más de veinte años, permanece intacta en mi memoria, que todos los días la siento presente en mi espíritu como una insistente convocatoria, no he perdido, hasta ahora, la esperanza de llegar a ser un poco más merecedor de la grandeza de los ejemplos de dignidad que me fueron propuestos en la inmensidad de las planicies del Alentejo. El tiempo lo dirá. 

¿Qué otras lecciones podría yo recibir de un portugués que vivió en el siglo XVI, que compuso las "Rimas" y las glorias, los naufragios y los desencantos patrios de Os Lusíadas, que fue un genio poético absoluto, el mayor de nuestra literatura, por mucho que eso pese a Fernando Pessoa, que a sí mismo se proclamó como el Súper-Camoens de ella? Ninguna lección a mi alcance, ninguna lección que yo fuese capaz de aprender salvo la más simple que me podría ser ofrecida por el hombre Luis Vaz de Camoens en su más profunda humanidad, por ejemplo, la humildad orgullosa de un autor que va llamando a todas las puertas en busca de quien esté dispuesto a publicar el libro que escribió, sufriendo por eso el desprecio de los ignorantes de sangre y de casta, la indiferencia desdeñosa de un rey y de su compañía de poderosos, el escarnio con que desde siempre el mundo ha recibido la visita de los poetas, de los visionarios y de los locos. Al menos una vez en la vida, todos los autores tuvieron o tendrán que ser Luis de Camoens, aunque no escriban las redondillas de Sôbolos rios. Entre hidalgos de la corte y censores del Santo Oficio, entre los amores de antaño y las desilusiones de la vejez prematura, entre el dolor de escribir y la alegría de haber escrito, fue a este hombre enfermo que regresa pobre de la India, adonde muchos sólo iban para enriquecerse, fue a este soldado ciego de un ojo y golpeado en el alma, fue a este seductor sin fortuna que no volverá nunca más a perturbar los sentidos de las damas de palacio, a quien yo puse a vivir en el teatro en el escenario de la pieza de teatro llamada Que farei con este livro? (¿Qué haré con este libro?), en cuyo final resuena otra pregunta, aquélla que importa verdaderamente, aquélla que nunca sabremos si alguna vez llegará a tener respuesta suficiente: "¿Qué harás con este libro?". Humildad orgullosa fue ésa de llevar debajo del brazo una obra maestra y verse injustamente rechazado por el mundo. Humildad orgullosa también, y obstinada, esta de querer saber para qué servirán mañana los libros que vamos escribiendo hoy, y luego dudar que consigan perdurar largamente (¿hasta cuándo?) las razones tranquilizadoras que quizá nos estén siendo dadas o que estamos dándonos a nosotros mismos. Nadie se engaña mejor que cuando consiente que lo engañen otros.
Se aproxima ahora un hombre que dejó la mano izquierda en la guerra y una mujer que vino al mundo con el misterioso poder de ver lo que hay detrás de la piel de las personas. Él se llama Baltasar Mateus y tiene el apodo de Siete-Soles, a ella la conocen por Bilmunda, y también por el apodo de Siete-Lunas que le fue añadido después porque está escrito que donde haya un sol habrá una luna y que sólo la presencia conjunta de uno y otro tornará habitable, por el amor, la tierra. Se aproxima también un padre jesuita llamado Bartolmeu que inventó una máquina capaz de subir al cielo y volar sin otro combustible que no sea la voluntad humana, ésa que según se viene diciendo, todo lo puede, aunque no pudo, o no supo, o no quiso, hasta hoy, ser el sol y la luna de la simple bondad o del todavía más simple respeto. Son tres locos portugueses del siglo XVIII en un tiempo y en un país donde florecieron las supersticiones y las hogueras de la Inquisición, donde la vanidad y la megalomanía de un rey hicieron levantar un convento, un palacio y una basílica que asombrarían al mundo exterior, en el caso poco probable de que ese mundo tuviera ojos bastantes para ver a Portugal, tal como sabemos que los tenía Bilmunda para ver lo que escondido estaba. Y también se aproxima una multitud de millares y millares de hombres con las manos sucias y callosas, con el cuerpo exhausto de haber levantado, durante años sin fin, piedra a piedra, los muros implacables del convento, las alas enormes del palacio, las columnas y las pilastras, los aéreos campanarios, la cúpula de la basílica suspendida sobre el vacío. Los sonidos que estamos oyendo son del clavicornio del Doménico Scarlatti, que no sabe si debe reír o llorar. Esta es la historia del Memorial del convento, un libro en que el aprendiz de autor, gracias a lo que le venía siendo enseñado desde el antiguo tiempo de sus abuelos Jerónimo y Josefa, consiguió escribir palabras como éstas, donde no está ausente alguna poesía: "Además de la conversación de las mujeres son los sueños los que sostienen al mundo en su órbita. Pero son también los sueños los que le hacen una corona de lunas, por eso el cielo es el resplandor que hay dentro de la cabeza de los hombres si no es la cabeza de los hombres el propio y único cielo". Que así sea. 

De las lecciones de poesía, sabía ya alguna cosa el adolescente, aprendidas en sus libros de texto cuando, en una escuela de enseñanza profesional de Lisboa, andaba preparándose para el oficio que ejerció en el comienzo de su vida de trabajo: el de mecánico cerrajero. Tuvo también buenos maestros del arte poético en las largas horas nocturnas que pasó en bibliotecas públicas, leyendo al azar de encuentros y de catálogos, sin orientación, sin alguien que le aconsejase, con el mismo asombro creador del navegante que va inventando cada lugar que descubre. Pero fue en la biblioteca de la escuela industrial donde El año de la muerte de Ricardo Reis comenzó a ser escrito. Allí encontró un día el joven aprendiz de cerrajero (tendría entonces 17 años) una revista -Atena era el título- en que había poemas firmados con aquel nombre y, naturalmente, siendo tan mal conocedor de la cartografía literaria de su país, pensó que existía en Portugal un poeta que se llamaba así: Ricardo Reis. No tardó mucho tiempo en saber que el poeta propiamente dicho había sido un tal Fernando Nogueira Pessoa que firmaba poemas con nombres de poetas inexistentes nacidos en su cabeza y a quien llamaba heterónimos, palabra que no constaba en los diccionarios de la época, por eso costó tanto trabajo al aprendiz de las letras saber lo que ella significaba. Aprendió de memoria muchos poemas de Ricardo Reis ("Para ser grande sê inteiro/Põe quanto és no mínimo que fazes"), pero no podía resignarse, a pesar de tan joven e ignorante, a que un espíritu superior hubiese podido concebir, sin remordimiento, este verso cruel: "Sábio é o que se contenta com o espectáculo do mundo". Mucho, mucho tiempo después, el aprendiz de escritor ya con el pelo blanco y un poco más sabio de sus propias sabidurías se atrevió a escribir una novela para mostrar al poeta de las "Odas" algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936 en que lo puso a vivir sus últimos días: la ocupación de la Renania por el Ejército nazi, la guerra de Franco contra la República española, la creación por Salazar de las milicias fascistas portuguesas. Fue como si estuviese diciéndole: "He ahí el espectáculo del mundo, mi poeta de las amarguras serenas y del escepticismo elegante. Disfruta, goza, contempla ya que estar sentado es tu sabiduría”.
El año de la muerte de Ricardo Reis terminaba con unas palabras melancólicas: "Aquí donde el mar acabó y la tierra espera". Por tanto no habría más descubrimientos para Portugal, sólo como destino una espera infinita de futuros ni siquiera imaginables: el fado de costumbre, la saudade de siempre y poco más. Entonces el aprendiz imaginó que tal vez hubiese una manera de volver a lanzar los barcos al agua, por ejemplo mover la propia tierra y ponerla a navegar mar adentro. Fruto inmediato del resentimiento colectivo portugués por los desdenes históricos de Europa (sería más exacto decir fruto de mi resentimiento personal), la novela que entonces escribí -La balsa de piedra- separó del continente europeo a toda la Península Ibérica, transformándola en una gran isla fluctuante, moviéndose sin remos ni velas, ni hélices, en dirección al Sur del mundo, "masa de piedra y tierra cubierta de ciudades, aldeas, ríos, bosques, fábricas, bosques bravíos, campos cultivados, con su gente y sus animales", camino de una utopía nueva: el encuentro cultural de los pueblos peninsulares con los pueblos del otro lado del Atlántico, desafiando así, a tanto se atrevió mi estrategia, el dominio sofocante que los Estados Unidos de la América del Norte vienen ejerciendo en aquellos parajes. Una visión dos veces utópica entendería esta ficción política como una metáfora mucho más generosa y humana: que Europa, toda ella, deberá trasladarse hacia el Sur a fin de, en descuento de sus abusos coloniales antiguos y modernos, ayudar a equilibrar el mundo. Es decir Europa finalmente como ética. Los personajes de La balsa de piedra -dos mujeres, tres hombres y un perro- viajan incansablemente a través de la Península mientras ella va surcando el océano. El mundo está cambiando y ellos saben que deben buscar en sí mismos las personas nuevas en que se convertirán (sin olvidar al perro que no es un perro como los otros). Eso les basta. 

Se acordó entonces el aprendiz que en tiempos de su vida había hecho algunas revisiones de pruebas de libros y que si en La balsa de piedra hizo, por decirlo así, revisión del futuro, no estaría mal que revisara ahora el pasado inventando una novela que se llamaría História do Cerco de Lisboa, en la que un revisor trabajando un libro del mismo título, aunque de historia, y cansado de ver cómo la citada historia cada vez es menos capaz de sorprender, decidió poner en lugar de un "sí" un "no", subvirtiendo la autoridad de las "verdades históricas". Raimundo Silva, así se llamaba el revisor, es un hombre simple, vulgar, que sólo se distingue de la mayoría por creer que todas las cosas tienen su lado visible y su lado invisible y que no sabremos nada de ellas, mientras no les hayamos dado la vuelta completa. De eso precisamente trata una conversación que tiene con el historiador. Así: "Le recuerdo que los revisores ya vieron mucho de literatura y vida. Mi libro, se lo recuerdo, es de historia. No es propósito mío apuntar otras contradicciones, profesor, en mi opinión todo cuanto no sea vida es literatura. La historia también. La historia sobre todo, sin querer ofender. Y la pintura, y la música. La música va resistiéndose desde que nació, unas veces va y otras viene, quiere librarse de la palabra, supongo que por envidia, pero regresa siempre a la obediencia. Y la pintura, mire, la pintura no es más que literatura hecha con pinceles. Espero que no se haya olvidado de que la humanidad comenzó pintando mucho antes de saber escribir. Conoce el refrán, si no tienes perro caza con el gato, o dicho de otra manera, quien no puede escribir, pinta, o dibuja, es lo que hacen los niños. Lo que usted quiere decir, con otras palabras, es que la literatura ya existía antes de haber nacido, sí señor, como el hombre, con otras palabras, antes de serlo ya lo era. Me parece que usted equivocó la vocación, debería ser historiador. Me falta preparación, profesor, qué puede un simple hombre hacer sin preparación, mucha suerte he tenido viniendo al mundo con la genética organizada, pero, por decirlo así, en estado bruto, y después sin más pulimento que las primeras letras que se quedaron como únicas. Podía presentarse como autodidacta producto de su digno esfuerzo, no es ninguna vergüenza, antiguamente la sociedad estaba orgullosa de sus autodidactas. Eso se acabó, vino el desarrollo y se acabó, los autodidactas son vistos con malos ojos, sólo los que escriben versos o historias para distraer están autorizados a ser autodidactas, pero yo para la creación literaria no tengo habilidad. Entonces métase a filósofo. Usted es un humorista, cultiva la ironía, me pregunto cómo se dedicó a la historia, siendo ella tan grave y profunda ciencia. Soy irónico sólo en la vida real. Ya me parecía a mí que la historia no es la vida real, literatura sí, y nada más. Pero la historia fue vida real en el tiempo en que todavía no se le podía llamar historia. Entonces usted cree, profesor, que la historia es la vida real. Lo creo, sí. Que la historia fue vida real, quiero decir. No tengo la menor duda. Qué sería de nosotros si el deleatur que todo lo borra no existiese, suspiró el revisor". Escusado será añadir que el aprendiz con Raimundo Silva la lección de la duda. Ya era hora. Fue probablemente este aprendizaje de la duda el que le llevó, dos años más tarde, a escribir El Evangelio según Jesucristo. Es cierto, y él lo ha dicho, que las palabras del título le surgieron por efecto de una ilusión óptica, pero es legítimo que nos interroguemos si no habría sido el sereno ejemplo del revisor el que, en ese tiempo, le anduvo preparando el terreno de donde habría de brotar la nueva novela. Esta vez no se trataba de mirar por detrás de las páginas del Nuevo Testamento a la búsqueda de contradicciones, sino de iluminar con una luz rasante la superficie de esas páginas, como se hace con una pintura para resaltarle los relieves, las señales de paso, la oscuridad de las depresiones. Fue así como el aprendiz, ahora rodeado de personajes evangélicos, leyó, como si fuese la primera vez, la descripción de la matanza de los Inocentes y, habiendo leído, no comprendió. No comprendió que pudiese haber mártires de una religión que aún tendría que esperar treinta años para que su fundador pronunciase la primera palabra de ella, no comprendió que no hubiese salvado la vida de los niños de Belén precisamente la única persona que lo podría haber hecho, no comprendió la ausencia, en José, de un sentimiento mínimo de responsabilidad, de remordimiento, de culpa o siquiera de curiosidad, después de volver de Egipto con su familia. Ni se podrá argumentar en defensa de la causa que fue necesario que los niños de Belén murieran para que pudiese salvarse la vida de Jesús: El simple sentido común, que a todas las cosas, tanto a las humanas como a las divinas, debería presidir, está ahí para recordarnos que Dios no enviaría a su hijo a la Tierra con el encargo de redimir los pecados de la humanidad, para que muriera a los dos años de edad degollado por un soldado de Herodes. En ese Evangelio escrito por el aprendiz con el respeto que merecen los grandes dramas, José será consciente de su culpa, aceptará el remordimiento en castigo de la falta que cometió y se dejará conducir a la muerte casi sin resistencia, como si eso le faltase todavía para liquidar sus cuenta con el mundo. El Evangelio del aprendiz no es, por tanto, una leyenda edificante más de bienaventurados y de dioses, sino la historia de unos cuantos seres humanos sujetos a un poder contra el cual luchan, pero al que no pueden vencer. Jesús, que heredará las sandalias con las que su padre había pisado el polvo de los caminos de la tierra, también heredará de él el sentimiento trágico de la responsabilidad y de ella la culpa que nunca lo abandonará, incluso cuando levante la voz desde lo alto de la cruz: "Hombres, perdónenlo, porque él no sabe lo que hizo", refiriéndose al Dios que lo llevó hasta allí, aunque quien sabe si recordando todavía, en esa última agonía, a su padre auténtico, aquel que en la carne y en la sangre, humanamente, lo engendró. Como se ve, el aprendiz ya había hecho un largo viaje cuando en el herético evangelio escribió las últimas palabras del diálogo en el templo entre Jesús y el escriba: "La culpa es un lobo que se come al hijo después de haber devorado al padre, dijo el escriba, Ese lobo de que hablas ya se ha comido a mi padre, dijo Jesús, Entonces sólo falta que te devore a ti, Y tú, en tu vida, fuiste comido, o devorado, No sólo comido y devorado, también vomitado, respondió el escriba". 

Si el emperador Carlomagno no hubiese establecido en el norte de Alemania un monasterio, si ese monasterio no hubiese dado origen a la ciudad de Münster, si Münster no hubiese querido celebrar los 1200 años de su fundación con una ópera sobre la pavorosa guerra que enfrentó en el siglo XVI a protestantes anabaptistas y católicos, el aprendiz no habría escrito la pieza de teatro que tituló In Nomine Dei. Una vez más, sin otro auxilio que la pequeña luz de su razón, el aprendiz tuvo que penetrar en el oscuro laberinto de las creencias religiosas, ésas que con tanta facilidad llevan a los seres humanos a matar y a dejarse matar. Y lo que vio fue nuevamente la máscara horrenda de la intolerancia, una intolerancia que en Münster alcanzó el paroxismo demencial, una intolerancia que insultaba la propia causa que ambas partes proclamaban defender. Porque no se trataba de una guerra en nombre de dos dioses enemigos sino de una guerra en nombre de un mismo dios. Ciegos por sus propias creencias, los anabaptistas y los católicos de Münster no fueron capaces de comprender la más clara de todas las evidencias: en el día del Juicio Final, cuando unos y otros se presenten a recibir el premio o el castigo que merecieron sus acciones en la tierra, Dios, si en sus decisiones se rige por algo parecido a la lógica humana, tendrá que recibir en el paraíso tanto a unos como a otros, por la simple razón de que unos y otros en Él creían. La terrible carnicería de Münster enseñó al aprendiz que al contrario de lo que prometieron las religiones nunca sirvieron para aproximar a los hombres y que la más absurda de todas las guerras es una guerra religiosa, teniendo en consideración que Dios no puede, aunque lo quisiese, declararse la guerra a sí mismo...

Ciegos. El aprendiz pensó "Estamos ciegos", y se sentó a escribir el Ensayo sobre la ceguera para recordar a quien lo leyera que usamos perversamente la razón cuando humillamos la vida, que la dignidad del ser humano es insultada todos los días por los poderosos de nuestro mundo, que la mentira universal ocupó el lugar de las verdades plurales, que el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto que debía a su semejante. Después el aprendiz, como si intentara exorcizar a los monstruos engendrados por la ceguera de la razón, se puso a escribir la más simple de todas las historias: Una persona que busca a otra persona sólo porque ha comprendido que la vida no tiene nada más importante que pedir a un ser humano. El libro se llama Todos los nombres. No escritos, todos nuestros nombres allí. Los nombres de los vivos y los nombres de los muertos.
Termino. La voz que leyó estas páginas quiso ser el eco de las voces conjuntas de mis personajes. No tengo, pensándolo bien, más voz que la voz que ellos tuvieron. Perdónenme si les pareció poco esto que para mí es todo.


Fuente: Escribirte.com.ar

viernes, 20 de septiembre de 2013

EL TIEMPO

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El reloj de la Torre La Previsora, la moderna edificación de La Gran Avenida, marcaba diez minutos antes de la cita. A Magda le gustaba estar a tiempo. Nadie podía calificarla de impuntual. Menos Blas, quien seguramente estaba por llegar. Sólo de pensar en verlo aparecer, se le aceleraba el pulso. Nunca antes había amado así. Cada encuentro con él era un estallido de emociones. Siempre salían juntos de la universidad, pero en esta ocasión fue distinto. Blas estaba en clases y ella había decidido aprovechar para hacer unas compras. Acordaron encontrarse en la Torre. Luego entrarían al cine.
La marquesina anunciaba la película del momento: Fiebre de sábado por la noche. Ya ella la había visto varias veces, por el influjo de la música, el baile y la figura felina de John Travolta. Sin embargo, cuando Blas la invitó, obvió este detalle. Con tal de estar con él, no le importaba cualquier película, aunque ya la hubiera visto. Y si era ésta, mucho mejor. Aún faltaba un par de horas para la función. Por el temor de que se agotaran, decidió comprar los boletos.
El cielo oscurecía, por el atardecer y las nubes grises. El tráfico era la cola de un  lagarto perezoso. La gente emergía de las oficinas para unirse al caos del regreso a casa. Ella levantó la vista. El reloj marcaba apenas las cinco. Entró a la fuente de soda. Sentada estratégicamente, no se le escaparía la llegada del novio. Le dijo al mesonero que esperaba a alguien. Sin nada que hacer, retornó a los pensamientos de los últimos tiempos: Blas.
Ella estudiaba en los pasillos de la Escuela de Arte cuando alguien se sentó a su lado. Era el mismo joven que había visto en la biblioteca, el mismo que le sonreía cuando se tropezaban por los senderos de la universidad.
-Hola, ¿qué estudias?
-La pintura greco-romana.
-¿Cómo te llamas?
Así de simple, comenzaron a tratarse, a compartir los tiempos que le permitían la Ingeniería y las Artes. Diferentes carreras y almas gemelas, se dijo ella. Aparte de los buenos sentimientos y la caballerosidad, le había atraído la estampa a lo John Lennon: figura desgarbada, cabellos largos y lentes redondos. Le gustaban su mirada, sus manos y lo ronco de su voz. Compartían el mismo sueño de llevar a buen fin los estudios.  ¿Cómo no enamorarse? 
            Vio el reloj de pulsera. Los minutos andaban muy lentos. Frente a la mirada inquisidora del mesonero, pidió un jugo. El lugar estaba lleno de ejecutivos, oficinistas y estudiantes. En una mesa, un grupo hacía chistes y reía a carcajadas. En otra, una mujer le daba de comer a su pequeño hijo, mientras que el hombre junto a ellos, permanecía a un océano de distancia. Al lado, un señor en canas tomaba de las manos a una jovencita. El nivel del jugo descendía lentamente. Ojala le durara lo justo de la espera.
            Cansada de lo que sucedía en la fuente de soda, comenzó a mirar hacia la calle, de un lado a otro, igual que un pájaro en la cornisa. Una lluvia menuda hacía que las personas abrieran sus paraguas o buscaran donde guarecerse. Y Blas  que no aparecía.               
            -Si no se apura, lo va a agarrar el aguacero-pensó.
Se obligó a no ver la hora de nuevo. La impaciencia ya comenzaba a torturarla. ¿Por qué no había llevado un buen libro o, al menos, una revista?  La palabrota la hizo voltear. Una mujer, una mole llena de odio, insultaba al canoso de la mesa de al lado. De pronto, tomó del pelo a la acompañante y la sacó de la silla. Todos salieron a la calle para ver cómo la golpeaba, mientras que el hombre huía como un cobarde. La joven no se defendió, ni nadie hizo el intento de hacerlo, hasta que alguien la cubrió con su chaqueta y le ayudó a tomar un taxi. Magda no lograba zafarse de su estupor.
La ira de los relámpagos se desató. Y con ella la locura en la calle. Las bocinas competían con los truenos. La gente, apiñada debajo del alero, no le permitía ver más allá de la entrada. Magda no sabía qué hacer, si quedarse allí o salir a empujones, aunque se mojara con la lluvia. No le había dicho a Blas que  estaría dentro del local. Era capaz de que pensara, al no verla entre la multitud que acampaba, que no lo había esperado. Pagó el jugo y salió. Sólo los autos atravesaban la tempestad. En un rinconcito, Magda estiraba el cuello con la esperanza de ver venir a su Blas en la distancia.
Quiso volver a la universidad a buscarlo, a pesar del torrente de agua. La lluvia nunca la había detenido. Lo único malo era que llegaría como un peluche chorreando, nada atractivo. Además, los ríos que se formaban y cubrían las calles y calzadas no le permitirían llevar a cabo su deseo. Y encontrar un taxi desocupado era una tarea imposible. Los semáforos se negaron a funcionar y la anarquía se desencadenó. El diccionario de obscenidades de los conductores sustituyó a los truenos. Frente a ese paroxismo, Magda desplazó su impaciencia por la resignación. Lasa y pensativa, se olvidó momentáneamente del tiempo.
Las personas comenzaron a moverse. Al fin podían volver a sus hogares. El aire limpio y la brisa fresca calmaron los ánimos. Eran las siete. En pocos minutos, empezaría la función. Aún había tiempo. Ya nada le impedía a Blas llegar, y la distancia entre la universidad y el punto de encuentro no era mucha. Magda se puso contenta. Pero, cuando todos entraron al cine y se vio sola, se disgustó. Una rabia creciente se apoderaba de todo razonamiento. No había excusas para el plantón. ¡¿Qué se había creído, que ella iba a estar toda la noche esperando?!
-Me voy-se dijo-, allá él si no me encuentra… O, mejor, espero cinco minutos más. Es posible que algo lo haya retenido y viene corriendo por ahí.
Y entre cinco y cinco minutos, se hicieron las ocho de la noche. Entre cinco y cinco minutos, se mezclaban la rabia y la esperanza, hasta que ya no pudo más. Sin embargo, la esperanza, que era mayor y estaba llena de triquiñuelas, la llevó a otra reflexión.
-Dios, ¿y si fue que vino y no me vio? A lo mejor se fue a mi casa… O a la suya. ¡Tengo que llamar! ¿Dónde habrá un teléfono público por aquí?
Marcó los números:
-No, Magdita, aquí no está-fue la respuesta.
Sintió desconcierto. ¿Qué podía haber pasado? ¿Dónde andaba? Entonces, recordó a Sandra, la compañera de clases, la ex-novia. El mundo se le vino encima. Los celos, como una manada de sanguijuelas, le succionaron el corazón. El dolor era terrible. Se sintió desvalida e insegura. La noche se le hizo tenebrosa. Recostada a la pared, los minutos transcurrían entre la impotencia, la tristeza y el desencanto. “Hubiera aprovechado el tiempo para hacer otras cosas”. Ya casi se lanzaba al llanto, cuando escuchó una voz:
-¡Qué bueno, amor, que no te has ido!
El tiempo dejó de tener importancia.    

Olga Cortez barbera     

A LOS 60, UN BRINDIS CON HUMOR


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Abro mis correos y leo, de una gran amiga escritora, lo siguiente:
Este es mi regalo de cumpleaños para ti. Bienvenida a la Tercera Edad y que te sea leveeee...

Siempre le temí a ese adjetivo horrendo, feo, grueso y contundente: SEXAGENARIA. Nunca imaginé que, a esa edad, iba a caminar con tanta gracia y desenfado, enfundada en mis 60 años, y embutidos mis pies en tacones altos, tan muerta de la risa, lidiando con mi estructura, desde la nuca hasta los dedos de los pies, con más concentración que nunca, disimulando la fascitis plantar, el espolón y el dolor lacerante del dedo martillo y los juanetes. Conservo, además, una amplia e  irresistible sonrisa. Y la mantengo a pesar del rictus (código de barra) que se me instaló per se, sobre el labio superior, así como las 7 prótesis que embellecen mi dentadura. No obstante las miserias del cuerpo: el  lumbago, la ciática, las incontinencias, los dolores musculares, el decaimiento, el reumatismo, la migraña, la gota, las varices, la hernia discal, el lumbago, la esclerosis, la artritis, la osteopenia severa, la ileitis,  la orquitis, las almorranas, los divertículos, la artrosis, la fibromialgia, y los túneles carpianos comprimidos, tengo días estelares.... gloriosos, que me invaden el alma de autoternuras. Tener la tácita voluntad de construir, a estas alturas del partido existencial, una personalidad atrayente. Es un sacrificio tan enorme, que sólo puede haber una  razón: la férrea determinación de mantener mi señorío. Y funcione o no funcione, ver que se pierde al marido. Para esto  debo seguir siendo estoica, reanudar cotidianamente mi voto de silencio, reprimiendo el deseo de informar constantemente mis padecimientos. Hay mañanas que envejecer no me preocupa lo más mínimo. Siento que no estoy ya maniatada por el aparentar y sólo le doy valor a mi bienestar espiritual.  Pienso que soy una diosa, una elegida, que vivo en el lujo y en la abundancia: bañarme, comer, danzar, asistir a mis clases de yoga...., con los sentidos prestos a los latidos de todo lo que me genera felicidad: La música, el aire, la tierra, los ríos, el mar y la maravillosa luz del sol. Incluso reconozco en mi madurez una tabla de salvación, convencida de que cuando no fui feliz, fue sólo porque no me dio la gana. En esta sexta década decidí ocuparme de mi misma. La vida se me ha vuelto una celebración dionisíaca, justamente por esta extraordinaria oportunidad (¡seis décadas!) de continuar formando parte del espectáculo de la existencia, no obstante los excesos de mi pasado... y ROMPE SARAGÜEY, TARARARIRARA. SARAGÜEY ROMPE!!! La providencia  me lo permitió y hoy por hoy, aunque ya no soy joven cronológicamente, nunca antes había sido tan intensa y profunda, y tan dispuesta a vacilarme esta vida: se acabó el ardid de la bufanda y el cuello de tortuga, el truco del sostén que levanta los pechos, perdí el pánico por las arrugas y no me afecta el tamaño de mi abdomen. Mi andar garboso se quiebra demasiado a menudo    por el traqueo de mis tobillos, con la autosacada de madre respectiva. Pero la cosa no acaba aquí. Mi mesa de noche, en la que antes  reposaba, si acaso, mi libro de cabecera y la caja de unos bombones, tuve que cambiarla por un secreter en el que guardo, ya no mis cartas, mis fotos y mis pinturas de uñas, sino el arsenal de fármacos, el mentol chino, el árnica, el vick vaporub, la glucosamina, el Lexotanil, el alcanfor, el Scheriproct, la Atorvastatina, el Omega 3, la  uña de gato, la Fluoxetina y el Breinox para la memoria; esto sin contar con los ovillos de crochet, el tejido de punto y  el macramé, que vinieron, gracias al Altísimo, a salvarme de la ansiedad típica de las horas nocturnas, noches en las que la vejez empieza a hacerse presente en toda mi osamenta, en forma de ácido de batería que, como río subterráneo  desmineralizado, recorre mis venas. Ojala acabe de pasar este frío de invierno, porque mis articulaciones se volvieron un perfecto y exacto barómetro para medir el clima presente. A pesar de todo, los castigos del tiempo no me inquietan en lo más mínimo, jijijij.

Mercedes Castillo

domingo, 8 de septiembre de 2013

PESADILLA

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Sucedía de nuevo. Él atravesaba una espantosa pesadilla. Sabía que estaba soñando y que no podía despertar, como le sucediera en otras ocasiones, cuando en el espantoso sueño se esforzaba por escapar de algún monstruo y el terror lo convertía en un bulto rígido, incapaz de cualquier movimiento. En esos instantes, gritaba sin que su voz emitiera algún sonido. Al final, cuando más asustado estaba, abría los ojos. Luego, se alegraba de verse rodeado de los objetos familiares, y sentía el alivio de encontrarse a salvo, en la placidez de su cama. Sí, sus sueños eran extraños, llenos de alocadas alucinaciones.
Una vez había soñado con un cielo índigo. En el centro, una luna redonda, fantástica, de fríos destellos, iluminaba los misterios del universo. Él se complacía en la serena admiración desde la ventana de una casa cerca del mar, un mar completamente en paz. No se escuchaba el rumor de las olas. En el patio había un aljibe que nunca antes había visto; sin embargo, sabía que era el patio de la casa de sus abuelos, adonde iba cuando era niño. Por eso, aunque el silencio lo incomodaba, se sentía seguro. De pronto, todo cambió. La luna se precipitaba a tierra en enormes pedazos, como anchas saetas, y él temía ser alcanzado. El mar comenzó a bramar, como posiblemente lo hacían los seres que se consumían en las hogueras del infierno. No era seguro quedarse allí, como una estatua. Debía escapar. En un segundo, sin tránsito alguno, como sucede en los sueños, subía por las laderas de una montaña. Pero el mar había perdido el timón de las mareas y convulsionaba en gigantescas olas. El nivel de las aguas ascendía con violencia. No obstante, en otro segundo, ya estaba en la cima. Desde allí, podía ver cómo la gente gritaba y era arrastrada por la fuerza de las corrientes, mientras él se preguntaba si seguiría el mismo destino. El horror le raspaba las paredes del estómago, pero de pronto lo supo: Esto no es más que un mal sueño. Después de esa noche, le fue fácil entender cuándo le sucedía lo mismo, como ahora, que no podía despertar.
Generalmente, soñaba a colores. Colores nítidos y brillantes. Pero este sueño discurría entre brumas, y las imágenes eran opacas. Tenía que entrecerrar los ojos para ver mejor. Estaba de pie, al borde de la autopista que serpenteaba la montaña, la misma que transitaba cada día con su automóvil para ir a la oficina. A su  lado, alguien le incitaba a cruzarla. Él quería hacerlo.Los rayos del sol inclemente que atravesaban las brumas, se reflejaban en los parabrisas y herían sus ojos. Los zapatos se hundían en el asfalto casi derretido, pero no experimentaba calor. Mis sueños nunca tienen sentido, pensó. Por eso no se preguntaba cómo había llegado a ese sitio. Cada vez que intentaba atravesar la autopista, chirriaban los cauchos y se escuchaban las maldiciones de los conductores. Él respondía con fuertes risotadas. El hombre lo había retado, y él, que no era un cobarde, aceptaba experimentar el vértigo del peligro. Le demostraría el alto grado de su intrepidez. No contaba con que el otro era igual que él y se le adelantó. El golpe sonó tan verdadero que, por un instante, creyó que estaba despierto y sintió miedo.
Huyó de la escena, corriendo como loco, aunque sentía las piernas pesadas. Era un buey torpe y lento. Lo sobrecogió el  remordimiento. Sabía que era una pesadilla. Más, eso no le condonaba la culpa. Aunque su compañero era un desconocido, no dejaba de ser una vergüenza el haberlo abandonado. En el mundo real, él era incapaz de un acto tan desalmado. ¿No eran los sueños disparatados e incongruentes? Tengo que despertar, tengo que despertar, se decía, mientras lo arropaba la oscuridad. Se sentó, muy cansado, sobre el pavimento. Le pareció que algo se movía entre las sombras. No se había equivocado, eran seres sórdidos venidos del averno. ¿Venían por él? ¡Qué pesadilla tan larga y tan absurda! ¿Por qué no puedo despertar? ¿Y si me quedo dormido para siempre?
Quiso levantarse del suelo. No pudo. El espacio se le hacía poco. Le costaba respirar, como si estuviera encerrado en un ataúd. La sensación de claustrofobia le generaba violentos latidos en el pecho. Comenzó a gritar. Los gritos, prisioneros de las cuerdas vocales, no terminaban por salir. Su esposa dormía al lado. Si tan sólo lo escuchara y lo sacara de esa pesadilla: Despierta, amor, despierta, sólo es un sueño”.  No, ella no lo sentía. Y los monstruos tan cerca.
-¡Váyanse, váyanse, por favor!-exclamaba.
No le hacían caso. Con ellos, unas arañas inverosímiles tejían largas y viscosas mallas. Sintió escalofrío. No deseaba quedar atrapado en ellas, como un pueril insecto. ¡Se sentía tan desamparado! Empezó a llorar.
¿Por qué lloro?, se preguntó. Sé que es otra de mis pesadillas... ¡¿Cómo hago para despertar?! ¡Lo tengo! Debo tropezar con algo, o dejarme caer. El sobresalto me sacará de esto.

Aliviado de todo terror, pudo levantarse y caminar, hasta que llegó, como en otro de sus sueños, a la orilla de una alta montaña. Desde allí pudo observar una fantástica escena: el manto de diademas luminosas que era la gran ciudad. Arriba, un cielo de ensueño. Al fin, la pesadilla se volvería humo. Saltó. En el rostro, la brisa. En el alma,  la irrealidad y la ingravidez del vuelo. ¿Estaré muerto? No. En una mínima fracción de tiempo, comprendió que estaba errado. Entre el delirio de los vapores etílicos y abrazado por el pánico, supo que no estaba soñando. 

Olga Cortez Barbera

lunes, 2 de septiembre de 2013

Vittorio Rezzin, todo un personaje


En el Club Italo-Venezolano


Seres que pasan por nuestras vidas y dejan huellas: Vittorio Rezzin. Por su carácter extrovertido, franqueza y humanidad. Imposible que pueda pasar desapercibido. Una frase que le viene a la medida:


Aquí estoy yo


            Por ciertas circunstancias, yo debía cambiar de oficina a otra empresa del grupo donde trabajo. Mis compañeros comenzaron a decir que, para mí, ya las cosas no serían iguales. Opinaban que no era fácil el trato con el nuevo personal. Cosas que se suponen, cifradas en las apariencias. Les dije que no me preocupaba porque, por lo general, me llevaba bien con la gente. “Sí, pero lo que no sabes es que allá trabaja un Gerente que es antipatiquísimo”. Yo, que ya lo había visto por las oficinas unas cuántas veces, pensé que tal vez no se equivocaban. Aquel ingeniero, vestido de flux y corbata, de porte altivo y caminar principesco, intimidaba, pero no era algo que me quitara el sueño. Siempre he pensado que debemos acercarnos un poco a las personas para poder adquirir una opinión justa.
            Me mudé. Y la verdad es que me sentí cómoda desde el primer momento. Me presentaron al “antipático”. En contra de los pronósticos, el “antipático” me dio una grata bienvenida. Supe que haríamos buenas migas. A los pocos días, ya almorzábamos juntos. Así comencé a conocer a Vittorio, el del afán de la buena mesa, el de gusto exquisito, el de la chispa encendida, el buen padre y esposo, el amigo que se le quiere y que ahora se despide de la empresa.  

Con sus compañeros de trabajo

            ¿Qué cosas podían unir al blanco peninsular venezolano rififí y a la india centroamericana venezolana marginal, como nos definíamos en broma? Algunas cosas, las imprescindibles para armar una buena camaradería.
Ambos tratábamos de cuidarnos la figura:
-Estamos engordando.
-Ay, sí. Vamos a hacer dieta.
Entonces, nos aparecíamos con el almuerzo dietético preparado en casa. Si no, salíamos a la calle a comer ensaladas, acompañadas de refrescos Light. Al final de aquel almuerzo balanceado, no faltaba la pregunta:
-¿Nos comemos un dulcito?
La marquesa de chocolate, el pie de limón o el tocinillo del cielo demolían toda la buena intención de alimentarnos bien. A media tarde, sin remordimientos o vergüenza, nos invitábamos al kiosco para comprar algún chocolatito que nos quitara esas “tengo ganas de comerme un dulce”, como si el del almuerzo no hubiera sido suficiente. 


Pronto formábamos un buen equipo, integrado por el mismo gusto en la comida y en los dulces: Los tres mosqueteros y D´Artagnan. Merly, Lucía, Vittorio y yo aprovechábamos los cumpleaños, o las veces que queríamos, para comer comida japonesa, árabe, italiana o nacional, siempre aderezada con el acostumbrado postrecito. Para bajar la panza por los desafueros culinarios, Vittorio agotaba las calorías en largas horas de natación y en complicadas contorsiones yoga. 

Vittorio Feliz

Aunque unos años menor, nos unían los recuerdos de la época de los setenta. Habíamos visto las mismas películas y leído los mismos libros, lo que nos daba herramientas para conversaciones largas e interesantes. Hablábamos de política, de ciencia, de religión, de la vida, sin importar las discrepancias que pudieran surgir en las conversaciones. Andar con Vittorio era, en definitiva, pasar un momento distinto, ocurrente y alegre, por su manera llana y divertida de decir las cosas. ¿Cómo podemos olvidar sus compañeros la cena en El Picacho, en El Ávila, o en aquel restaurante a la orilla del mar, o su singular saludo al llegar a la oficina y que acababa con la somnolencia matutina?


En El Picacho, Waraira Repano

Es imposible hacer a un lado sus recomendaciones literarias, ni las tramas novelescas, ni los títulos para mis próximos escritos, que pienso seguir recibiendo en el futuro. Los compañeros de trabajo pasan cuando se van. La misma dinámica de la vida los induce a ello. Pero cuando esa relación traspasa la frontera laboral y cae en los linderos de la amistad, vale la pena hacer el esfuerzo para no dejarla perder.
Así que:
Se va D´Artagnan. Aquí quedan Athos, Porthos Y Aramís. Espero que no lo olvide.  

            Termino con este cuento, inspirado en él: 

VITTORIO LIGHT
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            Ahora, de vez en cuando, la heladera de la casa se encuentra vacía. Eso es algo extraño porque al italiano le encanta disponer en casa de todo cuánto necesite para inventar y reinventar los banquetes deliciosos que ofrece en su restaurante “Vittorio Light”. Existe un motivo para ello.
            En medio del buen gusto, mesoneros impecables e inefables aromas, los clientes que sueñan con una figura de pasarela sin hacer ejercicios físicos, salivan frente a los platillos que relumbran bajo cremas y siropes. El maître los tranquiliza asegurándoles que están elaborados con ingredientes de bajas calorías. No obstante, son tan deliciosos, que los inducen a pedir otra ración. Por supuesto, comiendo el doble, por menos calorías que tenga, nadie adelgaza, al contrario. Si no, observemos a Don Andrés y a su panza feliz. Tiene un tiempo yendo allá. Por consejos del médico, debe bajar de peso. Solitario, sin artes culinarias, o por mera comodidad, prefiere alimentarse en el mejor sitio de comida sana de los alrededores. Pero los índices de triglicéridos continúan su camino vía Plutón. Todavía no averigua por qué, pues confía en Vitto, el cocinero Light más famoso de la ciudad.
            Además de una clientela distinguida, Vitto cuenta con otra, nada sofisticada ni selectiva y que come bajo la luz de la luna. Es la que viene de los rincones, de las callejuelas y de los tejados, y que disfruta con los manjares de desperdicios en la parte trasera del restaurante que da a la zona de descarga mal iluminada. Siempre está concurrida. Los comensales ya conocen la hora y se acercan de a poco. Esperan impacientes, saben que pronto se abrirá la puerta. Los ayudantes de cocina siguen las instrucciones del jefe y depositan las sobras a merced de los asistentes hambrientos que ronronean y ladran de gusto, como grandes amigos. A veces Vitto los observa y sonríe satisfecho. Mientras esta clientela lo mira confiada y devora a poca luz, al lado del cocinero siempre está el gracioso orejón de patas cortas.
            ¿Cómo y cuándo llegó allí? Unos meses antes, Vitto ya regresaba a la cocina cuando percibió una sombra que se deslizaba hacia los potes de la basura. Podía ser un nuevo convidado canino. Demostrando su debilidad por los animales, hizo uso de la linterna del bolsillo para cerciorarse. Era así. Un perro, un basset hound, flaco y temeroso, le veía con una mirada de abandono. Vitto se acercó y le acarició la cabeza. El perro supo que  tropezaba con un buen individuo. Agradecido, meneó la cola. A los pocos días, se transformaba en el invitado preferido. Luego, repuesto y bien bañado, gozó del privilegio de deambular entre las mesas del restaurante.
            Como de costumbre, allí estaba Don Andrés.
            -Estas coquillas de mariscos están deliciosas-dijo-, ¡pero, son tan poquitas! Sírvame otras.
            El hombre olvidaba la precaución y los consejos del médico frente a su apetito voraz. Gracias a Dios, existían las recetas dietéticas. No consideraba que, aun así, debía comer con moderación. Además de la doble ración de coquillas, degustó pato a la naranja, ensalada césar y un rico pastel de chocolate, todo con la garantía de que eran preparados con ingredientes Light.
            -¡Tengo siglos que no tomo!-se dijo-Una copita no me hará daño.
            Entre copita y copita, vació la botella.
            -Uf, el vino me dio calor, necesito aire fresco.
            Se levantó con la idea de salir a la calle. El hermoso orejón, como hacía con todos los clientes, lo acompañó a la puerta. “Lindo chico”, le dijo Don Andrés, buscando donde sentarse y disfrutar de la brisa nocturna. No pudo. En segundos, panza feliz caía al suelo. La intuición le ordenó al perro ir por su amo. Entre fuertes ladridos, fue a la cocina. Ignoró los trozos de carne y otras delicias que le lanzaban. No paró la bullaranga, hasta que Vitto supo que debía ir tras él.
            Por la soledad de la calle ascendió el aullido de la sirena. En un momento, la ambulancia cargaba con un Don Andrés púrpura y un Vittorio preocupado. Los empleados se encargaron de devolver la tranquilidad dentro del local. Quién sabe si, por sentimientos de culpa, soledad, gentileza o por variar la rutina, el noble propietario del restaurant decidió llevar a casa a Don Andrés y a su salvador. El tiempo se le escurre ahora entre atender al enfermo y al orejón. Sin embargo, no le importa, ahora respira una singular fragancia a hogar. A veces no tiene tiempo para ir al mercado y se queda sin carnes magras y hortalizas frescas. Por eso debe esperar al empleado del restaurante con las provisiones. Siempre llega a tiempo para llenar nuevamente la heladera. Más adelante lo hará él mismo y volverá a su pasión: la preparación de novedosos y exquisitos platillos Light. Por los momentos, lo importante es devolver la salud a Don Andrés.
        Hace frío. Vitto enciende la chimenea. Quien lo desee, puede ver, a través de la ventana, a dos buenos amigos que conversan frente al fuego, con una mascota echada sobre la alfombra.   
Olga Cortez Barbera