Nuestra única defensa contra la muerte
es el amor.
José Saramago
Discurso:
De cómo los personajes se convirtieron en
maestros y el autor en su aprendiz.
El hombre más sabio que he conocido en toda mi
vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa
de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y
salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya
fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos
maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a
los vecinos de nuestra aldea de Azinhaga, en la provincia del Ribatejo. Se
llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos
uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto
de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las
pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a la cama. Debajo de las
mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte
cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma
compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin
sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la
naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de
lo que es indispensable. Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus
andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y
corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran
rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y
la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las
cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo,
paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de
servir para lecho del ganado. Y algunas veces, en noches calientes de verano,
después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy vamos a dormir los dos
debajo de la higuera". Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente
por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para
todas las personas de la casa, la higuera. Más o menos por antonomasia, palabra
erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que
significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una
estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja,
y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el
cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea , el camino
de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea. Mientras el sueño llegaba,
la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando:
leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas,
escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de
memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba. Nunca
supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía
hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente
le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, introducía en el
relato: "¿Y después?" Tal vez repitiese las historias para sí mismo,
quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En
aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir
que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo.
Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba,
él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir.
Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve
siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el
pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban
las pocilgas, al lado de la casa. Mi abuela, ya en pie desde antes que mi
abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si
había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del
abuelo, ella siempre me tranquilizaba: "No hagas caso, en sueños no hay
firmeza". Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer
muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la
higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en
movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se
había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la
abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que,
estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces
vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza,
hubiese dicho estas palabras: "El mundo es tan bonito y yo tengo tanta
pena de morir". No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la
vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento
casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida,
el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa,
como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió
gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía
pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi
abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la
muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno,
abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.
Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre éste mi abuelo Jerónimo y ésta mi abuela Josefa (me ha faltado decir que ella había sido, según cuantos la conocieron de joven, de una belleza inusual), tuve conciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios y que ésa era, probablemente, la manera de no olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de un cotidiano opaco y sin horizontes, como quien va recreando sobre el inestable mapa de la memoria, la irrealidad sobrenatural del país en que decidió pasar a vivir. La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la fascinante y enigmática figura de un cierto bisabuelo berebere, me llevaría a describir más o menos en estos términos un viejo retrato (hoy ya con casi ochenta años) donde mis padres aparecen. "Están los dos de pie, bellos y jóvenes, de frente ante el fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión de solemne gravedad que es tal vez temor delante de la cámara, en el instante en que el objetivo va a fijar de uno y del otro la imagen que nunca más volverán a tener, porque el día siguiente será implacablemente otro día. Mi madre apoya el codo derecho en una alta columna y sostiene en la mano izquierda, caída a lo largo del cuerpo, una flor. Mi padre pasa el brazo por la espalda de mi madre y su mano callosa aparece sobre el hombro de ella como un ala. Ambos pisan tímidos una alfombra floreada. La tela que sirve de fondo postizo al retrato muestra unas difusas e incongruentes arquitecturas neoclásicas". Y terminaba: "Tendría que llegar el día en que contaría estas cosas. Nada de esto tiene importancia a no ser para mí. Un abuelo berebere, llegando del norte de África, otro abuelo pastor de cerdos, una abuela maravillosamente bella, unos padres graves y hermosos, una flor en un retrato ¿qué otra genealogía puede importarme? ¿en qué mejor árbol me apoyaría?"
Escribí estas palabras hace casi treinta años sin otra intención que no fuese reconstituir y registrar instantes de la vida de las personas que me engendraron y que estuvieron más cerca de mí, pensando que no necesitaría explicar nada más para que se supiese de dónde vengo y de qué materiales se hizo la persona que comencé siendo y ésta en que poco a poco me he convertido. Ahora descubro que estaba equivocado, la biología no determina todo y en cuanto a la genética, muy misteriosos habrán sido sus caminos para haber dado una vuelta tan larga. A mi árbol genealógico (perdóneseme la presunción de designarlo así, siendo tan menguada la sustancia de su savia) no le faltaban sólo algunas de aquellas ramas que el tiempo y los sucesivos encuentros de la vida van desgajando del tronco central. También le faltaba quien ayudase a sus raíces a penetrar hasta las capas subterráneas más profundas, quien apurase la consistencia y el sabor de sus frutos, quien ampliase y robusteciese su copa para hacer de ella abrigo de aves migratorias y amparo de nidos. Al pintar a mis padres y a mis abuelos con tintas de literatura, transformándolos de las simples personas de carne y hueso que habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo constructores de mi vida, estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por donde los personajes que habría de inventar, los otros, los efectivamente literarios, fabricarían y traerían los materiales y las herramientas que, finalmente, en lo bueno y en lo menos bueno, en lo bastante y en lo insuficiente, en lo ganado y en lo perdido, en aquello que es defecto pero también en aquello que es exceso, acabarían haciendo de mí la persona en que hoy me reconozco: creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos. En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser.
Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre éste mi abuelo Jerónimo y ésta mi abuela Josefa (me ha faltado decir que ella había sido, según cuantos la conocieron de joven, de una belleza inusual), tuve conciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios y que ésa era, probablemente, la manera de no olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de un cotidiano opaco y sin horizontes, como quien va recreando sobre el inestable mapa de la memoria, la irrealidad sobrenatural del país en que decidió pasar a vivir. La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la fascinante y enigmática figura de un cierto bisabuelo berebere, me llevaría a describir más o menos en estos términos un viejo retrato (hoy ya con casi ochenta años) donde mis padres aparecen. "Están los dos de pie, bellos y jóvenes, de frente ante el fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión de solemne gravedad que es tal vez temor delante de la cámara, en el instante en que el objetivo va a fijar de uno y del otro la imagen que nunca más volverán a tener, porque el día siguiente será implacablemente otro día. Mi madre apoya el codo derecho en una alta columna y sostiene en la mano izquierda, caída a lo largo del cuerpo, una flor. Mi padre pasa el brazo por la espalda de mi madre y su mano callosa aparece sobre el hombro de ella como un ala. Ambos pisan tímidos una alfombra floreada. La tela que sirve de fondo postizo al retrato muestra unas difusas e incongruentes arquitecturas neoclásicas". Y terminaba: "Tendría que llegar el día en que contaría estas cosas. Nada de esto tiene importancia a no ser para mí. Un abuelo berebere, llegando del norte de África, otro abuelo pastor de cerdos, una abuela maravillosamente bella, unos padres graves y hermosos, una flor en un retrato ¿qué otra genealogía puede importarme? ¿en qué mejor árbol me apoyaría?"
Escribí estas palabras hace casi treinta años sin otra intención que no fuese reconstituir y registrar instantes de la vida de las personas que me engendraron y que estuvieron más cerca de mí, pensando que no necesitaría explicar nada más para que se supiese de dónde vengo y de qué materiales se hizo la persona que comencé siendo y ésta en que poco a poco me he convertido. Ahora descubro que estaba equivocado, la biología no determina todo y en cuanto a la genética, muy misteriosos habrán sido sus caminos para haber dado una vuelta tan larga. A mi árbol genealógico (perdóneseme la presunción de designarlo así, siendo tan menguada la sustancia de su savia) no le faltaban sólo algunas de aquellas ramas que el tiempo y los sucesivos encuentros de la vida van desgajando del tronco central. También le faltaba quien ayudase a sus raíces a penetrar hasta las capas subterráneas más profundas, quien apurase la consistencia y el sabor de sus frutos, quien ampliase y robusteciese su copa para hacer de ella abrigo de aves migratorias y amparo de nidos. Al pintar a mis padres y a mis abuelos con tintas de literatura, transformándolos de las simples personas de carne y hueso que habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo constructores de mi vida, estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por donde los personajes que habría de inventar, los otros, los efectivamente literarios, fabricarían y traerían los materiales y las herramientas que, finalmente, en lo bueno y en lo menos bueno, en lo bastante y en lo insuficiente, en lo ganado y en lo perdido, en aquello que es defecto pero también en aquello que es exceso, acabarían haciendo de mí la persona en que hoy me reconozco: creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos. En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser.
Ahora soy capaz de ver con claridad quiénes
fueron mis maestros de vida, los que más, intensamente, me enseñaron el duro
oficio de vivir, esas decenas de personajes de novela y de teatro que en este
momento veo desfilar ante mis ojos, esos hombres y esas mujeres, hechos de
papel y de tinta, esa gente que yo creía que iba guiando de acuerdo con mis
conveniencias de narrador y obedeciendo a mi voluntad de autor, como títeres
articulados cuyas acciones no pudiesen tener más efecto en mí que el peso
soportado y la tensión de los hilos con que los movía. De esos maestros el
primero fue, sin duda, un mediocre pintor de retratos que designé simplemente
por la letra H., protagonista de una historia a la que creo razonable llamar de
doble iniciación (la de él, pero también, de algún modo, la del autor del
libro, protagonista de una historia titulada "Manual de pintura y
caligrafía", que me enseñó la honradez elemental de reconocer y acatar,
sin resentimientos ni frustraciones, sus propios límites: sin poder ni
ambicionar aventurarme más allá de mi pequeño terreno de cultivo, me quedaba la
posibilidad de cavar hacia el fondo, hacia abajo, hacia las raíces. Las mías,
pero también las del mundo, si podía permitirme una ambición tan desmedida. No
me compete a mí, claro está, evaluar el mérito del resultado de los esfuerzos
realizados, pero creo que es hoy patente que todo mi trabajo, de ahí para
adelante, obedeció a ese propósito y a ese principio.
Vinieron después los hombres y las mujeres del
Alentejo, aquella misma hermandad de condenados de la tierra a que
pertenecieron mi abuelo Jerónimo y mi abuela Josefa, campesinos rudos obligados
a alquilar la fuerza de los brazos a cambio de un salario y de condiciones de
trabajo que sólo merecerían el nombre de infames. Cobrando por menos que nada
una vida a la que los seres cultos y civilizados que nos preciamos de ser
llamamos, según las ocasiones, preciosa, sagrada y sublime. Gente popular que
conocí, engañada por una Iglesia tan cómplice como beneficiaria del poder del
Estado y de los terratenientes latifundistas, gente permanentemente vigilada
por la policía, gente, cuántas y cuántas veces, víctima inocente de las
arbitrariedades de una justicia falsa. Tres generaciones de una familia de
campesinos, los Mal-Tiempo, desde el comienzo del siglo hasta la Revolución de Abril de
1974 que derrumbó la dictadura, pasan por esa novela a la que di el título de
Alzado del suelo y fue con tales hombres y mujeres del suelo levantados,
personas reales primero, figuras de ficción después, con las que aprendí a ser
paciente, a confiar y a entregarme al tiempo, a ese tiempo que simultáneamente
nos va construyendo y destruyendo para de nuevo construirnos y otra vez
destruirnos. No tengo la seguridad de haber asimilado de manera satisfactoria
aquello que la dureza de las experiencias tornó virtud en esas mujeres y en
esos hombres: una actitud naturalmente estoica ante la vida. Teniendo en
cuenta, sin embargo, que la lección recibida, pasados más de veinte años,
permanece intacta en mi memoria, que todos los días la siento presente en mi
espíritu como una insistente convocatoria, no he perdido, hasta ahora, la
esperanza de llegar a ser un poco más merecedor de la grandeza de los ejemplos
de dignidad que me fueron propuestos en la inmensidad de las planicies del
Alentejo. El tiempo lo dirá.
¿Qué otras lecciones podría yo recibir de un portugués que vivió en el siglo XVI, que compuso las "Rimas" y las glorias, los naufragios y los desencantos patrios de Os Lusíadas, que fue un genio poético absoluto, el mayor de nuestra literatura, por mucho que eso pese a Fernando Pessoa, que a sí mismo se proclamó como el Súper-Camoens de ella? Ninguna lección a mi alcance, ninguna lección que yo fuese capaz de aprender salvo la más simple que me podría ser ofrecida por el hombre Luis Vaz de Camoens en su más profunda humanidad, por ejemplo, la humildad orgullosa de un autor que va llamando a todas las puertas en busca de quien esté dispuesto a publicar el libro que escribió, sufriendo por eso el desprecio de los ignorantes de sangre y de casta, la indiferencia desdeñosa de un rey y de su compañía de poderosos, el escarnio con que desde siempre el mundo ha recibido la visita de los poetas, de los visionarios y de los locos. Al menos una vez en la vida, todos los autores tuvieron o tendrán que ser Luis de Camoens, aunque no escriban las redondillas de Sôbolos rios. Entre hidalgos de la corte y censores del Santo Oficio, entre los amores de antaño y las desilusiones de la vejez prematura, entre el dolor de escribir y la alegría de haber escrito, fue a este hombre enfermo que regresa pobre dela India ,
adonde muchos sólo iban para enriquecerse, fue a este soldado ciego de un ojo y
golpeado en el alma, fue a este seductor sin fortuna que no volverá nunca más a
perturbar los sentidos de las damas de palacio, a quien yo puse a vivir en el
teatro en el escenario de la pieza de teatro llamada Que farei con este livro?
(¿Qué haré con este libro?), en cuyo final resuena otra pregunta, aquélla que
importa verdaderamente, aquélla que nunca sabremos si alguna vez llegará a
tener respuesta suficiente: "¿Qué harás con este libro?". Humildad
orgullosa fue ésa de llevar debajo del brazo una obra maestra y verse
injustamente rechazado por el mundo. Humildad orgullosa también, y obstinada,
esta de querer saber para qué servirán mañana los libros que vamos escribiendo
hoy, y luego dudar que consigan perdurar largamente (¿hasta cuándo?) las
razones tranquilizadoras que quizá nos estén siendo dadas o que estamos
dándonos a nosotros mismos. Nadie se engaña mejor que cuando consiente que lo
engañen otros.
¿Qué otras lecciones podría yo recibir de un portugués que vivió en el siglo XVI, que compuso las "Rimas" y las glorias, los naufragios y los desencantos patrios de Os Lusíadas, que fue un genio poético absoluto, el mayor de nuestra literatura, por mucho que eso pese a Fernando Pessoa, que a sí mismo se proclamó como el Súper-Camoens de ella? Ninguna lección a mi alcance, ninguna lección que yo fuese capaz de aprender salvo la más simple que me podría ser ofrecida por el hombre Luis Vaz de Camoens en su más profunda humanidad, por ejemplo, la humildad orgullosa de un autor que va llamando a todas las puertas en busca de quien esté dispuesto a publicar el libro que escribió, sufriendo por eso el desprecio de los ignorantes de sangre y de casta, la indiferencia desdeñosa de un rey y de su compañía de poderosos, el escarnio con que desde siempre el mundo ha recibido la visita de los poetas, de los visionarios y de los locos. Al menos una vez en la vida, todos los autores tuvieron o tendrán que ser Luis de Camoens, aunque no escriban las redondillas de Sôbolos rios. Entre hidalgos de la corte y censores del Santo Oficio, entre los amores de antaño y las desilusiones de la vejez prematura, entre el dolor de escribir y la alegría de haber escrito, fue a este hombre enfermo que regresa pobre de
Se aproxima ahora un hombre que dejó la mano
izquierda en la guerra y una mujer que vino al mundo con el misterioso poder de
ver lo que hay detrás de la piel de las personas. Él se llama Baltasar Mateus y
tiene el apodo de Siete-Soles, a ella la conocen por Bilmunda, y también por el
apodo de Siete-Lunas que le fue añadido después porque está escrito que donde
haya un sol habrá una luna y que sólo la presencia conjunta de uno y otro
tornará habitable, por el amor, la tierra. Se aproxima también un padre jesuita
llamado Bartolmeu que inventó una máquina capaz de subir al cielo y volar sin
otro combustible que no sea la voluntad humana, ésa que según se viene
diciendo, todo lo puede, aunque no pudo, o no supo, o no quiso, hasta hoy, ser
el sol y la luna de la simple bondad o del todavía más simple respeto. Son tres
locos portugueses del siglo XVIII en un tiempo y en un país donde florecieron
las supersticiones y las hogueras de la Inquisición , donde la vanidad y la megalomanía de
un rey hicieron levantar un convento, un palacio y una basílica que asombrarían
al mundo exterior, en el caso poco probable de que ese mundo tuviera ojos
bastantes para ver a Portugal, tal como sabemos que los tenía Bilmunda para ver
lo que escondido estaba. Y también se aproxima una multitud de millares y
millares de hombres con las manos sucias y callosas, con el cuerpo exhausto de
haber levantado, durante años sin fin, piedra a piedra, los muros implacables
del convento, las alas enormes del palacio, las columnas y las pilastras, los
aéreos campanarios, la cúpula de la basílica suspendida sobre el vacío. Los
sonidos que estamos oyendo son del clavicornio del Doménico Scarlatti, que no
sabe si debe reír o llorar. Esta es la historia del Memorial del convento, un
libro en que el aprendiz de autor, gracias a lo que le venía siendo enseñado
desde el antiguo tiempo de sus abuelos Jerónimo y Josefa, consiguió escribir
palabras como éstas, donde no está ausente alguna poesía: "Además de la
conversación de las mujeres son los sueños los que sostienen al mundo en su
órbita. Pero son también los sueños los que le hacen una corona de lunas, por
eso el cielo es el resplandor que hay dentro de la cabeza de los hombres si no
es la cabeza de los hombres el propio y único cielo". Que así sea.
De las lecciones de poesía, sabía ya alguna cosa el adolescente, aprendidas en sus libros de texto cuando, en una escuela de enseñanza profesional de Lisboa, andaba preparándose para el oficio que ejerció en el comienzo de su vida de trabajo: el de mecánico cerrajero. Tuvo también buenos maestros del arte poético en las largas horas nocturnas que pasó en bibliotecas públicas, leyendo al azar de encuentros y de catálogos, sin orientación, sin alguien que le aconsejase, con el mismo asombro creador del navegante que va inventando cada lugar que descubre. Pero fue en la biblioteca de la escuela industrial donde El año de la muerte de Ricardo Reis comenzó a ser escrito. Allí encontró un día el joven aprendiz de cerrajero (tendría entonces 17 años) una revista -Atena era el título- en que había poemas firmados con aquel nombre y, naturalmente, siendo tan mal conocedor de la cartografía literaria de su país, pensó que existía en Portugal un poeta que se llamaba así: Ricardo Reis. No tardó mucho tiempo en saber que el poeta propiamente dicho había sido un tal Fernando Nogueira Pessoa que firmaba poemas con nombres de poetas inexistentes nacidos en su cabeza y a quien llamaba heterónimos, palabra que no constaba en los diccionarios de la época, por eso costó tanto trabajo al aprendiz de las letras saber lo que ella significaba. Aprendió de memoria muchos poemas de Ricardo Reis ("Para ser grande sê inteiro/Põe quanto és no mínimo que fazes"), pero no podía resignarse, a pesar de tan joven e ignorante, a que un espíritu superior hubiese podido concebir, sin remordimiento, este verso cruel: "Sábio é o que se contenta com o espectáculo do mundo". Mucho, mucho tiempo después, el aprendiz de escritor ya con el pelo blanco y un poco más sabio de sus propias sabidurías se atrevió a escribir una novela para mostrar al poeta de las "Odas" algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936 en que lo puso a vivir sus últimos días: la ocupación dela Renania
por el Ejército nazi, la guerra de Franco contra la República española, la
creación por Salazar de las milicias fascistas portuguesas. Fue como si
estuviese diciéndole: "He ahí el espectáculo del mundo, mi poeta de las
amarguras serenas y del escepticismo elegante. Disfruta, goza, contempla ya que
estar sentado es tu sabiduría”.
De las lecciones de poesía, sabía ya alguna cosa el adolescente, aprendidas en sus libros de texto cuando, en una escuela de enseñanza profesional de Lisboa, andaba preparándose para el oficio que ejerció en el comienzo de su vida de trabajo: el de mecánico cerrajero. Tuvo también buenos maestros del arte poético en las largas horas nocturnas que pasó en bibliotecas públicas, leyendo al azar de encuentros y de catálogos, sin orientación, sin alguien que le aconsejase, con el mismo asombro creador del navegante que va inventando cada lugar que descubre. Pero fue en la biblioteca de la escuela industrial donde El año de la muerte de Ricardo Reis comenzó a ser escrito. Allí encontró un día el joven aprendiz de cerrajero (tendría entonces 17 años) una revista -Atena era el título- en que había poemas firmados con aquel nombre y, naturalmente, siendo tan mal conocedor de la cartografía literaria de su país, pensó que existía en Portugal un poeta que se llamaba así: Ricardo Reis. No tardó mucho tiempo en saber que el poeta propiamente dicho había sido un tal Fernando Nogueira Pessoa que firmaba poemas con nombres de poetas inexistentes nacidos en su cabeza y a quien llamaba heterónimos, palabra que no constaba en los diccionarios de la época, por eso costó tanto trabajo al aprendiz de las letras saber lo que ella significaba. Aprendió de memoria muchos poemas de Ricardo Reis ("Para ser grande sê inteiro/Põe quanto és no mínimo que fazes"), pero no podía resignarse, a pesar de tan joven e ignorante, a que un espíritu superior hubiese podido concebir, sin remordimiento, este verso cruel: "Sábio é o que se contenta com o espectáculo do mundo". Mucho, mucho tiempo después, el aprendiz de escritor ya con el pelo blanco y un poco más sabio de sus propias sabidurías se atrevió a escribir una novela para mostrar al poeta de las "Odas" algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936 en que lo puso a vivir sus últimos días: la ocupación de
El año de la muerte de Ricardo Reis terminaba
con unas palabras melancólicas: "Aquí donde el mar acabó y la tierra
espera". Por tanto no habría más descubrimientos para Portugal, sólo como
destino una espera infinita de futuros ni siquiera imaginables: el fado de
costumbre, la saudade de siempre y poco más. Entonces el aprendiz imaginó que
tal vez hubiese una manera de volver a lanzar los barcos al agua, por ejemplo
mover la propia tierra y ponerla a navegar mar adentro. Fruto inmediato del
resentimiento colectivo portugués por los desdenes históricos de Europa (sería
más exacto decir fruto de mi resentimiento personal), la novela que entonces
escribí -La balsa de piedra- separó del continente europeo a toda la Península Ibérica ,
transformándola en una gran isla fluctuante, moviéndose sin remos ni velas, ni
hélices, en dirección al Sur del mundo, "masa de piedra y tierra cubierta
de ciudades, aldeas, ríos, bosques, fábricas, bosques bravíos, campos
cultivados, con su gente y sus animales", camino de una utopía nueva: el
encuentro cultural de los pueblos peninsulares con los pueblos del otro lado
del Atlántico, desafiando así, a tanto se atrevió mi estrategia, el dominio
sofocante que los Estados Unidos de la América del Norte vienen ejerciendo en aquellos
parajes. Una visión dos veces utópica entendería esta ficción política como una
metáfora mucho más generosa y humana: que Europa, toda ella, deberá trasladarse
hacia el Sur a fin de, en descuento de sus abusos coloniales antiguos y
modernos, ayudar a equilibrar el mundo. Es decir Europa finalmente como ética.
Los personajes de La balsa de piedra -dos mujeres, tres hombres y un perro-
viajan incansablemente a través de la Península mientras ella va surcando el océano. El
mundo está cambiando y ellos saben que deben buscar en sí mismos las personas
nuevas en que se convertirán (sin olvidar al perro que no es un perro como los
otros). Eso les basta.
Se acordó entonces el aprendiz que en tiempos de su vida había hecho algunas revisiones de pruebas de libros y que si en La balsa de piedra hizo, por decirlo así, revisión del futuro, no estaría mal que revisara ahora el pasado inventando una novela que se llamaría História do Cerco de Lisboa, en la que un revisor trabajando un libro del mismo título, aunque de historia, y cansado de ver cómo la citada historia cada vez es menos capaz de sorprender, decidió poner en lugar de un "sí" un "no", subvirtiendo la autoridad de las "verdades históricas". Raimundo Silva, así se llamaba el revisor, es un hombre simple, vulgar, que sólo se distingue de la mayoría por creer que todas las cosas tienen su lado visible y su lado invisible y que no sabremos nada de ellas, mientras no les hayamos dado la vuelta completa. De eso precisamente trata una conversación que tiene con el historiador. Así: "Le recuerdo que los revisores ya vieron mucho de literatura y vida. Mi libro, se lo recuerdo, es de historia. No es propósito mío apuntar otras contradicciones, profesor, en mi opinión todo cuanto no sea vida es literatura. La historia también. La historia sobre todo, sin querer ofender. Y la pintura, y la música. La música va resistiéndose desde que nació, unas veces va y otras viene, quiere librarse de la palabra, supongo que por envidia, pero regresa siempre a la obediencia. Y la pintura, mire, la pintura no es más que literatura hecha con pinceles. Espero que no se haya olvidado de que la humanidad comenzó pintando mucho antes de saber escribir. Conoce el refrán, si no tienes perro caza con el gato, o dicho de otra manera, quien no puede escribir, pinta, o dibuja, es lo que hacen los niños. Lo que usted quiere decir, con otras palabras, es que la literatura ya existía antes de haber nacido, sí señor, como el hombre, con otras palabras, antes de serlo ya lo era. Me parece que usted equivocó la vocación, debería ser historiador. Me falta preparación, profesor, qué puede un simple hombre hacer sin preparación, mucha suerte he tenido viniendo al mundo con la genética organizada, pero, por decirlo así, en estado bruto, y después sin más pulimento que las primeras letras que se quedaron como únicas. Podía presentarse como autodidacta producto de su digno esfuerzo, no es ninguna vergüenza, antiguamente la sociedad estaba orgullosa de sus autodidactas. Eso se acabó, vino el desarrollo y se acabó, los autodidactas son vistos con malos ojos, sólo los que escriben versos o historias para distraer están autorizados a ser autodidactas, pero yo para la creación literaria no tengo habilidad. Entonces métase a filósofo. Usted es un humorista, cultiva la ironía, me pregunto cómo se dedicó a la historia, siendo ella tan grave y profunda ciencia. Soy irónico sólo en la vida real. Ya me parecía a mí que la historia no es la vida real, literatura sí, y nada más. Pero la historia fue vida real en el tiempo en que todavía no se le podía llamar historia. Entonces usted cree, profesor, que la historia es la vida real. Lo creo, sí. Que la historia fue vida real, quiero decir. No tengo la menor duda. Qué sería de nosotros si el deleatur que todo lo borra no existiese, suspiró el revisor". Escusado será añadir que el aprendiz con Raimundo Silva la lección de la duda. Ya era hora. Fue probablemente este aprendizaje de la duda el que le llevó, dos años más tarde, a escribir El Evangelio según Jesucristo. Es cierto, y él lo ha dicho, que las palabras del título le surgieron por efecto de una ilusión óptica, pero es legítimo que nos interroguemos si no habría sido el sereno ejemplo del revisor el que, en ese tiempo, le anduvo preparando el terreno de donde habría de brotar la nueva novela. Esta vez no se trataba de mirar por detrás de las páginas del Nuevo Testamento a la búsqueda de contradicciones, sino de iluminar con una luz rasante la superficie de esas páginas, como se hace con una pintura para resaltarle los relieves, las señales de paso, la oscuridad de las depresiones. Fue así como el aprendiz, ahora rodeado de personajes evangélicos, leyó, como si fuese la primera vez, la descripción de la matanza de los Inocentes y, habiendo leído, no comprendió. No comprendió que pudiese haber mártires de una religión que aún tendría que esperar treinta años para que su fundador pronunciase la primera palabra de ella, no comprendió que no hubiese salvado la vida de los niños de Belén precisamente la única persona que lo podría haber hecho, no comprendió la ausencia, en José, de un sentimiento mínimo de responsabilidad, de remordimiento, de culpa o siquiera de curiosidad, después de volver de Egipto con su familia. Ni se podrá argumentar en defensa de la causa que fue necesario que los niños de Belén murieran para que pudiese salvarse la vida de Jesús: El simple sentido común, que a todas las cosas, tanto a las humanas como a las divinas, debería presidir, está ahí para recordarnos que Dios no enviaría a su hijo ala Tierra con el encargo de
redimir los pecados de la humanidad, para que muriera a los dos años de edad
degollado por un soldado de Herodes. En ese Evangelio escrito por el aprendiz
con el respeto que merecen los grandes dramas, José será consciente de su
culpa, aceptará el remordimiento en castigo de la falta que cometió y se dejará
conducir a la muerte casi sin resistencia, como si eso le faltase todavía para
liquidar sus cuenta con el mundo. El Evangelio del aprendiz no es, por tanto,
una leyenda edificante más de bienaventurados y de dioses, sino la historia de
unos cuantos seres humanos sujetos a un poder contra el cual luchan, pero al
que no pueden vencer. Jesús, que heredará las sandalias con las que su padre
había pisado el polvo de los caminos de la tierra, también heredará de él el
sentimiento trágico de la responsabilidad y de ella la culpa que nunca lo
abandonará, incluso cuando levante la voz desde lo alto de la cruz:
"Hombres, perdónenlo, porque él no sabe lo que hizo", refiriéndose al
Dios que lo llevó hasta allí, aunque quien sabe si recordando todavía, en esa
última agonía, a su padre auténtico, aquel que en la carne y en la sangre,
humanamente, lo engendró. Como se ve, el aprendiz ya había hecho un largo viaje
cuando en el herético evangelio escribió las últimas palabras del diálogo en el
templo entre Jesús y el escriba: "La culpa es un lobo que se come al hijo
después de haber devorado al padre, dijo el escriba, Ese lobo de que hablas ya
se ha comido a mi padre, dijo Jesús, Entonces sólo falta que te devore a ti, Y
tú, en tu vida, fuiste comido, o devorado, No sólo comido y devorado, también
vomitado, respondió el escriba".
Si el emperador Carlomagno no hubiese establecido en el norte de Alemania un monasterio, si ese monasterio no hubiese dado origen a la ciudad de Münster, si Münster no hubiese querido celebrar los 1200 años de su fundación con una ópera sobre la pavorosa guerra que enfrentó en el siglo XVI a protestantes anabaptistas y católicos, el aprendiz no habría escrito la pieza de teatro que tituló In Nomine Dei. Una vez más, sin otro auxilio que la pequeña luz de su razón, el aprendiz tuvo que penetrar en el oscuro laberinto de las creencias religiosas, ésas que con tanta facilidad llevan a los seres humanos a matar y a dejarse matar. Y lo que vio fue nuevamente la máscara horrenda de la intolerancia, una intolerancia que en Münster alcanzó el paroxismo demencial, una intolerancia que insultaba la propia causa que ambas partes proclamaban defender. Porque no se trataba de una guerra en nombre de dos dioses enemigos sino de una guerra en nombre de un mismo dios. Ciegos por sus propias creencias, los anabaptistas y los católicos de Münster no fueron capaces de comprender la más clara de todas las evidencias: en el día del Juicio Final, cuando unos y otros se presenten a recibir el premio o el castigo que merecieron sus acciones en la tierra, Dios, si en sus decisiones se rige por algo parecido a la lógica humana, tendrá que recibir en el paraíso tanto a unos como a otros, por la simple razón de que unos y otros en Él creían. La terrible carnicería de Münster enseñó al aprendiz que al contrario de lo que prometieron las religiones nunca sirvieron para aproximar a los hombres y que la más absurda de todas las guerras es una guerra religiosa, teniendo en consideración que Dios no puede, aunque lo quisiese, declararse la guerra a sí mismo...
Ciegos. El aprendiz pensó "Estamos ciegos", y se sentó a escribir el Ensayo sobre la ceguera para recordar a quien lo leyera que usamos perversamente la razón cuando humillamos la vida, que la dignidad del ser humano es insultada todos los días por los poderosos de nuestro mundo, que la mentira universal ocupó el lugar de las verdades plurales, que el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto que debía a su semejante. Después el aprendiz, como si intentara exorcizar a los monstruos engendrados por la ceguera de la razón, se puso a escribir la más simple de todas las historias: Una persona que busca a otra persona sólo porque ha comprendido que la vida no tiene nada más importante que pedir a un ser humano. El libro se llama Todos los nombres. No escritos, todos nuestros nombres allí. Los nombres de los vivos y los nombres de los muertos.
Se acordó entonces el aprendiz que en tiempos de su vida había hecho algunas revisiones de pruebas de libros y que si en La balsa de piedra hizo, por decirlo así, revisión del futuro, no estaría mal que revisara ahora el pasado inventando una novela que se llamaría História do Cerco de Lisboa, en la que un revisor trabajando un libro del mismo título, aunque de historia, y cansado de ver cómo la citada historia cada vez es menos capaz de sorprender, decidió poner en lugar de un "sí" un "no", subvirtiendo la autoridad de las "verdades históricas". Raimundo Silva, así se llamaba el revisor, es un hombre simple, vulgar, que sólo se distingue de la mayoría por creer que todas las cosas tienen su lado visible y su lado invisible y que no sabremos nada de ellas, mientras no les hayamos dado la vuelta completa. De eso precisamente trata una conversación que tiene con el historiador. Así: "Le recuerdo que los revisores ya vieron mucho de literatura y vida. Mi libro, se lo recuerdo, es de historia. No es propósito mío apuntar otras contradicciones, profesor, en mi opinión todo cuanto no sea vida es literatura. La historia también. La historia sobre todo, sin querer ofender. Y la pintura, y la música. La música va resistiéndose desde que nació, unas veces va y otras viene, quiere librarse de la palabra, supongo que por envidia, pero regresa siempre a la obediencia. Y la pintura, mire, la pintura no es más que literatura hecha con pinceles. Espero que no se haya olvidado de que la humanidad comenzó pintando mucho antes de saber escribir. Conoce el refrán, si no tienes perro caza con el gato, o dicho de otra manera, quien no puede escribir, pinta, o dibuja, es lo que hacen los niños. Lo que usted quiere decir, con otras palabras, es que la literatura ya existía antes de haber nacido, sí señor, como el hombre, con otras palabras, antes de serlo ya lo era. Me parece que usted equivocó la vocación, debería ser historiador. Me falta preparación, profesor, qué puede un simple hombre hacer sin preparación, mucha suerte he tenido viniendo al mundo con la genética organizada, pero, por decirlo así, en estado bruto, y después sin más pulimento que las primeras letras que se quedaron como únicas. Podía presentarse como autodidacta producto de su digno esfuerzo, no es ninguna vergüenza, antiguamente la sociedad estaba orgullosa de sus autodidactas. Eso se acabó, vino el desarrollo y se acabó, los autodidactas son vistos con malos ojos, sólo los que escriben versos o historias para distraer están autorizados a ser autodidactas, pero yo para la creación literaria no tengo habilidad. Entonces métase a filósofo. Usted es un humorista, cultiva la ironía, me pregunto cómo se dedicó a la historia, siendo ella tan grave y profunda ciencia. Soy irónico sólo en la vida real. Ya me parecía a mí que la historia no es la vida real, literatura sí, y nada más. Pero la historia fue vida real en el tiempo en que todavía no se le podía llamar historia. Entonces usted cree, profesor, que la historia es la vida real. Lo creo, sí. Que la historia fue vida real, quiero decir. No tengo la menor duda. Qué sería de nosotros si el deleatur que todo lo borra no existiese, suspiró el revisor". Escusado será añadir que el aprendiz con Raimundo Silva la lección de la duda. Ya era hora. Fue probablemente este aprendizaje de la duda el que le llevó, dos años más tarde, a escribir El Evangelio según Jesucristo. Es cierto, y él lo ha dicho, que las palabras del título le surgieron por efecto de una ilusión óptica, pero es legítimo que nos interroguemos si no habría sido el sereno ejemplo del revisor el que, en ese tiempo, le anduvo preparando el terreno de donde habría de brotar la nueva novela. Esta vez no se trataba de mirar por detrás de las páginas del Nuevo Testamento a la búsqueda de contradicciones, sino de iluminar con una luz rasante la superficie de esas páginas, como se hace con una pintura para resaltarle los relieves, las señales de paso, la oscuridad de las depresiones. Fue así como el aprendiz, ahora rodeado de personajes evangélicos, leyó, como si fuese la primera vez, la descripción de la matanza de los Inocentes y, habiendo leído, no comprendió. No comprendió que pudiese haber mártires de una religión que aún tendría que esperar treinta años para que su fundador pronunciase la primera palabra de ella, no comprendió que no hubiese salvado la vida de los niños de Belén precisamente la única persona que lo podría haber hecho, no comprendió la ausencia, en José, de un sentimiento mínimo de responsabilidad, de remordimiento, de culpa o siquiera de curiosidad, después de volver de Egipto con su familia. Ni se podrá argumentar en defensa de la causa que fue necesario que los niños de Belén murieran para que pudiese salvarse la vida de Jesús: El simple sentido común, que a todas las cosas, tanto a las humanas como a las divinas, debería presidir, está ahí para recordarnos que Dios no enviaría a su hijo a
Si el emperador Carlomagno no hubiese establecido en el norte de Alemania un monasterio, si ese monasterio no hubiese dado origen a la ciudad de Münster, si Münster no hubiese querido celebrar los 1200 años de su fundación con una ópera sobre la pavorosa guerra que enfrentó en el siglo XVI a protestantes anabaptistas y católicos, el aprendiz no habría escrito la pieza de teatro que tituló In Nomine Dei. Una vez más, sin otro auxilio que la pequeña luz de su razón, el aprendiz tuvo que penetrar en el oscuro laberinto de las creencias religiosas, ésas que con tanta facilidad llevan a los seres humanos a matar y a dejarse matar. Y lo que vio fue nuevamente la máscara horrenda de la intolerancia, una intolerancia que en Münster alcanzó el paroxismo demencial, una intolerancia que insultaba la propia causa que ambas partes proclamaban defender. Porque no se trataba de una guerra en nombre de dos dioses enemigos sino de una guerra en nombre de un mismo dios. Ciegos por sus propias creencias, los anabaptistas y los católicos de Münster no fueron capaces de comprender la más clara de todas las evidencias: en el día del Juicio Final, cuando unos y otros se presenten a recibir el premio o el castigo que merecieron sus acciones en la tierra, Dios, si en sus decisiones se rige por algo parecido a la lógica humana, tendrá que recibir en el paraíso tanto a unos como a otros, por la simple razón de que unos y otros en Él creían. La terrible carnicería de Münster enseñó al aprendiz que al contrario de lo que prometieron las religiones nunca sirvieron para aproximar a los hombres y que la más absurda de todas las guerras es una guerra religiosa, teniendo en consideración que Dios no puede, aunque lo quisiese, declararse la guerra a sí mismo...
Ciegos. El aprendiz pensó "Estamos ciegos", y se sentó a escribir el Ensayo sobre la ceguera para recordar a quien lo leyera que usamos perversamente la razón cuando humillamos la vida, que la dignidad del ser humano es insultada todos los días por los poderosos de nuestro mundo, que la mentira universal ocupó el lugar de las verdades plurales, que el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto que debía a su semejante. Después el aprendiz, como si intentara exorcizar a los monstruos engendrados por la ceguera de la razón, se puso a escribir la más simple de todas las historias: Una persona que busca a otra persona sólo porque ha comprendido que la vida no tiene nada más importante que pedir a un ser humano. El libro se llama Todos los nombres. No escritos, todos nuestros nombres allí. Los nombres de los vivos y los nombres de los muertos.
Termino. La voz que leyó estas páginas quiso ser
el eco de las voces conjuntas de mis personajes. No tengo, pensándolo bien, más
voz que la voz que ellos tuvieron. Perdónenme si les pareció poco esto que para
mí es todo.