En
un suspiro cósmico, ya éramos adultas. Mis hermanas y yo habíamos moldeado la
vida con nuestras propias expectativas y las experiencias que nos tocaron en
suerte. Pudimos, de manera individual, salir airosas de las tempestades que
azotaron nuestras costas. En las conversaciones familiares, cuando hablábamos
del pasado, no había resentimientos, ni tristezas. Solo referencias anecdóticas
sobre las situaciones que antaño nos hicieran sufrir y que, posteriormente, entre
indiscretas canas, acabaron por hacernos reír de las circunstancias y de
nosotras.
Hubo
una época en que, sin percibirlo, el mundo de los juegos no era posible si no
estábamos juntas. Unidas a nuestros dos hermanos, formábamos un quinteto
invencible que enfrentaba los misterios de un patio que se extendía bajo la
sombra de los árboles, y que terminaba en los cuartos abandonados y en custodia
de los granados. A la espera de los duendes que espantaban a las palomas y
hacían corretear a las gallinas, nos comíamos las jugosas frutas, hasta que
nuestros padres nos llamaban para cenar. Luego, los grandes hacíamos las tareas
escolares; los pequeños se iban a dormir.
Nos
mudamos a la Capital. Los mágicos días de la infancia quedaban resguardados
detrás de aquel portón que, una noche lluviosa, nos dio la bienvenida y, una
mañana fresca, tras un largo tiempo, nos daba la despedida. Se sentía el entusiasmo
por la aventura de una nueva vida, y la congoja por lo que dejábamos atrás. Varios
años después, y con dos de diferencia, el combo de hermanos llegó a siete. Para
entonces, cada uno de nosotros iba definiendo su rumbo. Los amigos, los
estudios, los intereses eran distintos. Sin darnos cuenta, el tornado
existencial nos lanzaba por diferentes caminos.
Alérgica,
no al amor, sí a las ataduras y a los convencionalismos, desde la terraza de mi
particular visión sobre las cosas, yo observaba cómo mis hermanos iban formando
sus hogares y hacían crecer la familia. Los sábados o los domingos, la casa materna
se convertía en un harem de risas y esparcimientos infantiles. Mi madre, ya con
su esposo ausente, dedicaba esa parte de su existencia a consentir a sus hijos
y a sus nietos. Aunque mis hermanos estaban al pendiente de ella, el deber les
inclinaba la balanza hacia su nueva familia.
Con
mis hermanas era diferente. Quizás, por las insalvables diferencias que dieron
al traste con sus matrimonios, eran mucho más cercanas. Incluyendo a mi hermana
menor que, con el suyo en popa, se unía a la banda para salir a pasear con los
niños. Entre paseos y vivencias se fortalecía nuestra relación. Cuando ellos,
mis sobrinos, crecieron y comenzaron a concretar sus sueños, nosotras, con los años
grandes, comenzamos a cifrar los nuestros para la etapa en proceso.
Así,
con la solidaridad inefable de la consanguinidad, las cuatro hermanas, tan diferentes y, a la par, tan iguales,
abandonamos la privacidad de nuestras vidas para unirnos, como en la infancia,
y compartir los estragos crecientes e inevitables de la edad. Sobre nosotras,
la mesa hecha con el material de los sentimientos buenos y con nuestras
fortalezas y debilidades, descansaba mamá, contenta y confiada. Frágil, como un
florero de Cristal de Baccarat, ella sonreía al escuchar nuestros
planes.
El
destino posee sus propios mecanismos para desbaratarlos. El mayor de mis
hermanos y su familia marcaron la ruta hacia el éxodo, atraídos por la promesa
de un futuro mejor. Años después, otros familiares, entre ellos, los hijos de
mis hermanas seguían el ejemplo. Movidas por las circunstancias y la añoranza,
dos de ellas no pudieron evitar subir a un avión para compartir la suerte de su
descendencia, en el extranjero. A pesar de que los planes habían quedado lejos,
el amor, ignorante en distancias y fronteras, nos mantuvo más unidas que nunca.
La mesa conservó su solidez por poco tiempo.
Las
termitas del coronavirus carcomieron, sin misericordia, la más fuerte de sus
patas. Mi hermana, bella, saludable y espiritual no pudo más. Después de
consultar con los médicos y su hijo, decidió acabar con los padecimientos que
hicieron de su vida un suplicio. Aferrada a su credo y con el pronóstico de lo
inevitable, se marchó en paz, sobre la proa de un profundo sueño hacia los
mares de la eternidad. Todos quedamos con el corazón deshecho. Nosotras,
tristes y desconcertadas, tratamos de entender. La mesa no puede perder el
equilibrio. Tiene la gran responsabilidad de no dejar caer el delicado florero
de cristal.
Olga
Cortez Barbera