Cuatro hijos y seis nietos, dos de estos, adolescentes.
Una vida tranquila al lado de la mujer que elegí para compartirla. Estoy jubilado,
con el tiempo libre para recibir a la familia y a los amigos los fines de
semanas, tomarme esa copa de vino, sin la preocupación de las responsabilidades
laborales. Puedo planificar con mi esposa ese viaje por el mundo que se fue
posponiendo a causa de la economía familiar, la crianza de los hijos, sus estudios.
A la sombra de las conclusiones, ella y yo lo hemos hecho bien. ¿Qué más pedir?
Sin embargo, algunas veces, por el cúmulo de sueños personales incumplidos, me he
pregunté: ¿Eso es todo? La vida misma nos sorprende, nos toma de la mano
y nos reconcilia.
A pesar de mis tantos años, soy enérgico. He sabido
combinar el trabajo con lo familiar y lo social. Nunca me ha faltado espacio
para caminar o hacer ejercicios. Es recomendable conservar los niveles de una salud
adecuada. Me lo decía para convencerme de que era el único propósito. El vigor
y la tonicidad muscular me hacían confiar en que representaba menos años. Al
mirarme al espejo y observar las canas bien cuidadas, aplaudía mi buen aspecto,
hasta el momento en que tuve que usar el Metro.
Era la hora pico; todos locos por regresar a casa. En el
vagón no cabía nadie más. El silencio sólo era interrumpido por el acordeón de
los rieles. Sostenido a medias de un tubo, sentí que me miraban. Una joven
sonreía. Por más que traté de ubicarla en los archivos mentales, no la
encontré. Era una completa desconocida. Mi ego se infló como sapo a punto de
croar. Despertar interés en una mujer tan joven, era un magnífico halago. Le
devolví la sonrisa. Ella aprovechó para levantarse:
—Venga, señor. Por favor, tome asiento.
El asombro me hizo presa. Apenas alcancé a balbucear:
—Gracias, señorita. Estoy bien.
Ya en la calle y con la brisa despejando el sopor del subterráneo,
comencé a analizar lo que acababa de suceder. ¿Tan anciano me veía? Solté la
carcajada por mi capacidad de asombro. A la edad de esa joven, todo aquel que
pasara los treinta era un carcamal. En mi caso, que ya era abuelo, ¡qué más se
podía esperar! La anécdota pudo haber quedado allí. Pero, me hizo percatarme, no
sé por qué, del desierto que se extendía en mi interior, agudizado por la
rutina diaria, tanto en la casa como en la oficina, los hijos en sus
respectivos hogares y la amargura de mi esposa provocada, quizás, por el
síndrome del nido vacío.
Llegué y, al abrir la puerta, la soledad y el silencio me
abrumaron. Sentí los movimientos en la cocina, como de costumbre. Me quité el
saco y me senté frente a mi esposa:
—¿Alguna novedad, querida?
— Los muchachos llamaron, están bien.
—¿Qué vamos a cenar?
—Ya lo sabes, lo de todos los miércoles.
—Déjame ducharme.
—No te tardes.
Siempre las mismas preguntas y respuestas, con alguna que
otra variación. Después de la cena, la tele y los largos silencios. Al final,
las Buenas Noches sistemáticas. Me había habituado a verla reír sólo cuando los
hijos y los nietos nos visitaban.
Las semanas que faltaban para retirarme de la empresa se encogían
de una manera insospechada. El exceso de trabajo implicaba entregar las cuentas
claras, la responsabilidad de entrenar a mi sucesor y el deseo de retrasar el
hastío entre las paredes del hogar. A mi esposa y a mí nos entró el afán de
discutir por naderías (¿lo habíamos hecho siempre y no me había dado cuenta?).
Supongo que a ella también le preocupaba lo que sería de nuestras vidas las
veinticuatro horas del día juntos. Sin nada qué hacer y sin mucho de qué
hablar, ¿cómo sobrellevar la convivencia? Ninguno de los dos develó lo que
pasaba por la mente. Terminé por respirar profundo y prepararme para el
porvenir.
Los compañeros de trabajo comenzaron a planificar una
fiesta por mi despedida. Por eso, no me extrañó la invitación de mi Asistente:
—Sr. Márquez, ya que usted se va, lo invito hoy a
almorzar conmigo.
—¡Claro!, Laurita. Disculpe mi falta de delicadeza con
usted. Deje que sea yo quien la invite.
Era un detalle que me permitiría agradecerle los cuatro
años de colaboración y eficiencia laboral. En el restaurante, en medio de la
conversación, observé cuánta atención me ponía, como si yo
estuviera pronunciando el discurso del siglo. Era buena oyente. A medida que
discurría la conversación, no pude evitar fijarme en la forma en que me miraba,
con un aire de sugestiva complicidad. Me estremecí. A esas alturas de la
existencia, ¿cómo era posible que la lámpara de las emociones, tanto tiempo
adormecidas, se encendiera? Recordar el episodio en el Metro, me hizo aterrizar
y sobreponerme a la circunstancia.
No obstante, en la oficina, las cosas ya no fueron las
mismas. Mi concentración se fue al garete por andar a la caza de sus miradas y
sus sonrisas. En vez de dejar los documentos sobre el escritorio, como era
usual, comenzó a dármelos, mientras la piel de su mano rozaba la mía. No mariposas
en el estómago (¡qué cursi!), si no lagartijas recorrían mi espalda. Busqué el
solaz del patio de mi casa para hundirme en cavilaciones. ¿Qué podía ver ella
en mí? Yo era un hombre casado, dependiente de un salario y que se la pasaba
hablando de las alegrías que proporcionaban los nietos. Además, el
comportamiento de Laura en la empresa era intachable. Concluí en que todo era
producto de mis fantasías.
El juego continuó:
—Señor Márquez… ¿Lo puedo tutear? Al fin y al cabo, ya no
seré su Asistente.
Otra vez, las lagartijas.
—Como usted guste, Laurita.
—Quiero seguir en contacto contigo. Anota mi celular y
nos ponemos de acuerdo para tomar un café o ir al cine… Lo que tú prefieras. En
todo caso, el viernes, después del festejo, podemos salir y conversar un rato.
No podía seguir evadiendo la realidad. En esa etapa de mi
vida, su propuesta era un soplo… ¿Qué digo? ¡Un huracán de viento fresco! Negar
o aceptar, ese era el dilema. Apareció el confort de las excusas. Salir y
conversar… ¿A quién podía lastimar, si sólo se trataba de escapar de la rutina
con la compañía de una buena amiga? ¿Y si ella esperaba más? ¿Cuánto estaba yo
dispuesto a darle? ¿Era preferible conformarme con llamarla, de vez en cuando?
¿Estaba preparado para las llamadas secretas y las citas clandestinas? Entre
tantas preguntas, el rostro maravilloso de Laura. Tomé una decisión.
Me esmeré en
vestirme y perfumarme. Mi esposa comentó: Y tú, ¿a quién pretendes impresionar?
Sonreí con un dejo de culpabilidad. Antes de llegar a la empresa, me paré en
una floristería y compré una rosa que dejé sobre el asiento para dársela al final
del festejo. Nunca la vi tan bella. Me guiñó un ojo. Se apartó del grupo para
recibirme y besarme en la mejilla. Deseé abrazarla y rememorar emociones
antiguas. Alguien me llamó.
—Disculpa. Más tarde hablamos. ¿Te parece?
Me despedí de la oficina, como se despide a un buen
amigo. Todos se habían marchado. Afuera, la luna de los amantes y el clima cómplice.
—Te traje algo —dije.
Fuimos al automóvil y se la entregué.
—¿Una rosa rosada? —preguntó, entre el desconcierto y la
comprensión.
Era más joven que el mayor de mis hijos. Tomé su rostro
entre mis manos y la besé en la frente:
—Tienes toda la vida por delante. Ve por ella y por tus
sueños. Termina tus estudios para que puedas ejercer la carrera, como
corresponde.
—Entiendo, Márquez. Eres un buen hombre. Como dice una
canción: “Nos encontramos a destiempo”.
Reímos como tontos. La dejé en su casa, prometiendo
llamarnos, sabiendo que nunca lo haríamos. De regreso, me sentí renovado con un
arrebato, casi infantil, de reencontrarme con la mujer que también había dado
lo suyo para lograr lo que ahora disfrutamos. Recordé mi pregunta: ¿Eso era
todo? La galería de imágenes de una vida compartida atestiguaba lo
afortunado que era. La tranquilidad, el amor de los hijos y el disfrute de los
nietos. No hacía falta nada más. A veces, cuando mi esposa duerme, pienso en
Laura, la persona que, sin proponérselo, me llevó a los caminos de la
reconciliación con el destino.
Olga Cortez Barbera