jueves, 19 de mayo de 2022

Abuelo

 


Cuatro hijos y seis nietos, dos de estos, adolescentes. Una vida tranquila al lado de la mujer que elegí para compartirla. Estoy jubilado, con el tiempo libre para recibir a la familia y a los amigos los fines de semanas, tomarme esa copa de vino, sin la preocupación de las responsabilidades laborales. Puedo planificar con mi esposa ese viaje por el mundo que se fue posponiendo a causa de la economía familiar, la crianza de los hijos, sus estudios. A la sombra de las conclusiones, ella y yo lo hemos hecho bien. ¿Qué más pedir? Sin embargo, algunas veces, por el cúmulo de sueños personales incumplidos, me he pregunté: ¿Eso es todo? La vida misma nos sorprende, nos toma de la mano y nos reconcilia.

A pesar de mis tantos años, soy enérgico. He sabido combinar el trabajo con lo familiar y lo social. Nunca me ha faltado espacio para caminar o hacer ejercicios. Es recomendable conservar los niveles de una salud adecuada. Me lo decía para convencerme de que era el único propósito. El vigor y la tonicidad muscular me hacían confiar en que representaba menos años. Al mirarme al espejo y observar las canas bien cuidadas, aplaudía mi buen aspecto, hasta el momento en que tuve que usar el Metro.

Era la hora pico; todos locos por regresar a casa. En el vagón no cabía nadie más. El silencio sólo era interrumpido por el acordeón de los rieles. Sostenido a medias de un tubo, sentí que me miraban. Una joven sonreía. Por más que traté de ubicarla en los archivos mentales, no la encontré. Era una completa desconocida. Mi ego se infló como sapo a punto de croar. Despertar interés en una mujer tan joven, era un magnífico halago. Le devolví la sonrisa. Ella aprovechó para levantarse:

—Venga, señor. Por favor, tome asiento.

El asombro me hizo presa. Apenas alcancé a balbucear:

—Gracias, señorita. Estoy bien.

Ya en la calle y con la brisa despejando el sopor del subterráneo, comencé a analizar lo que acababa de suceder. ¿Tan anciano me veía? Solté la carcajada por mi capacidad de asombro. A la edad de esa joven, todo aquel que pasara los treinta era un carcamal. En mi caso, que ya era abuelo, ¡qué más se podía esperar! La anécdota pudo haber quedado allí. Pero, me hizo percatarme, no sé por qué, del desierto que se extendía en mi interior, agudizado por la rutina diaria, tanto en la casa como en la oficina, los hijos en sus respectivos hogares y la amargura de mi esposa provocada, quizás, por el síndrome del nido vacío.

Llegué y, al abrir la puerta, la soledad y el silencio me abrumaron. Sentí los movimientos en la cocina, como de costumbre. Me quité el saco y me senté frente a mi esposa:

—¿Alguna novedad, querida?

— Los muchachos llamaron, están bien.

—¿Qué vamos a cenar?

—Ya lo sabes, lo de todos los miércoles.

—Déjame ducharme.

—No te tardes.

Siempre las mismas preguntas y respuestas, con alguna que otra variación. Después de la cena, la tele y los largos silencios. Al final, las Buenas Noches sistemáticas. Me había habituado a verla reír sólo cuando los hijos y los nietos nos visitaban.

Las semanas que faltaban para retirarme de la empresa se encogían de una manera insospechada. El exceso de trabajo implicaba entregar las cuentas claras, la responsabilidad de entrenar a mi sucesor y el deseo de retrasar el hastío entre las paredes del hogar. A mi esposa y a mí nos entró el afán de discutir por naderías (¿lo habíamos hecho siempre y no me había dado cuenta?). Supongo que a ella también le preocupaba lo que sería de nuestras vidas las veinticuatro horas del día juntos. Sin nada qué hacer y sin mucho de qué hablar, ¿cómo sobrellevar la convivencia? Ninguno de los dos develó lo que pasaba por la mente. Terminé por respirar profundo y prepararme para el porvenir.    

Los compañeros de trabajo comenzaron a planificar una fiesta por mi despedida. Por eso, no me extrañó la invitación de mi Asistente:

—Sr. Márquez, ya que usted se va, lo invito hoy a almorzar conmigo.

—¡Claro!, Laurita. Disculpe mi falta de delicadeza con usted. Deje que sea yo quien la invite.

Era un detalle que me permitiría agradecerle los cuatro años de colaboración y eficiencia laboral. En el restaurante, en medio de la conversación, observé cuánta atención me ponía, como si yo estuviera pronunciando el discurso del siglo. Era buena oyente. A medida que discurría la conversación, no pude evitar fijarme en la forma en que me miraba, con un aire de sugestiva complicidad. Me estremecí. A esas alturas de la existencia, ¿cómo era posible que la lámpara de las emociones, tanto tiempo adormecidas, se encendiera? Recordar el episodio en el Metro, me hizo aterrizar y sobreponerme a la circunstancia.

No obstante, en la oficina, las cosas ya no fueron las mismas. Mi concentración se fue al garete por andar a la caza de sus miradas y sus sonrisas. En vez de dejar los documentos sobre el escritorio, como era usual, comenzó a dármelos, mientras la piel de su mano rozaba la mía. No mariposas en el estómago (¡qué cursi!), si no lagartijas recorrían mi espalda. Busqué el solaz del patio de mi casa para hundirme en cavilaciones. ¿Qué podía ver ella en mí? Yo era un hombre casado, dependiente de un salario y que se la pasaba hablando de las alegrías que proporcionaban los nietos. Además, el comportamiento de Laura en la empresa era intachable. Concluí en que todo era producto de mis fantasías.

El juego continuó:

—Señor Márquez… ¿Lo puedo tutear? Al fin y al cabo, ya no seré su Asistente.

Otra vez, las lagartijas.

—Como usted guste, Laurita.

—Quiero seguir en contacto contigo. Anota mi celular y nos ponemos de acuerdo para tomar un café o ir al cine… Lo que tú prefieras. En todo caso, el viernes, después del festejo, podemos salir y conversar un rato.

No podía seguir evadiendo la realidad. En esa etapa de mi vida, su propuesta era un soplo… ¿Qué digo? ¡Un huracán de viento fresco! Negar o aceptar, ese era el dilema. Apareció el confort de las excusas. Salir y conversar… ¿A quién podía lastimar, si sólo se trataba de escapar de la rutina con la compañía de una buena amiga? ¿Y si ella esperaba más? ¿Cuánto estaba yo dispuesto a darle? ¿Era preferible conformarme con llamarla, de vez en cuando? ¿Estaba preparado para las llamadas secretas y las citas clandestinas? Entre tantas preguntas, el rostro maravilloso de Laura. Tomé una decisión.

 Me esmeré en vestirme y perfumarme. Mi esposa comentó: Y tú, ¿a quién pretendes impresionar? Sonreí con un dejo de culpabilidad. Antes de llegar a la empresa, me paré en una floristería y compré una rosa que dejé sobre el asiento para dársela al final del festejo. Nunca la vi tan bella. Me guiñó un ojo. Se apartó del grupo para recibirme y besarme en la mejilla. Deseé abrazarla y rememorar emociones antiguas. Alguien me llamó.

—Disculpa. Más tarde hablamos. ¿Te parece?

Me despedí de la oficina, como se despide a un buen amigo. Todos se habían marchado. Afuera, la luna de los amantes y el clima cómplice.

—Te traje algo —dije.

Fuimos al automóvil y se la entregué.

—¿Una rosa rosada? —preguntó, entre el desconcierto y la comprensión.

Era más joven que el mayor de mis hijos. Tomé su rostro entre mis manos y la besé en la frente:

—Tienes toda la vida por delante. Ve por ella y por tus sueños. Termina tus estudios para que puedas ejercer la carrera, como corresponde.

—Entiendo, Márquez. Eres un buen hombre. Como dice una canción: “Nos encontramos a destiempo”.

Reímos como tontos. La dejé en su casa, prometiendo llamarnos, sabiendo que nunca lo haríamos. De regreso, me sentí renovado con un arrebato, casi infantil, de reencontrarme con la mujer que también había dado lo suyo para lograr lo que ahora disfrutamos. Recordé mi pregunta: ¿Eso era todo? La galería de imágenes de una vida compartida atestiguaba lo afortunado que era. La tranquilidad, el amor de los hijos y el disfrute de los nietos. No hacía falta nada más. A veces, cuando mi esposa duerme, pienso en Laura, la persona que, sin proponérselo, me llevó a los caminos de la reconciliación con el destino. 

Olga Cortez Barbera


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