viernes, 16 de noviembre de 2018

NO ME AGÜEN LA LLUVIA


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¡Basta! Estoy cansada de que critiquen mi gusto por los días lluviosos. Además de animarme el romanticismo, me llenan de fortaleza o, al menos, han servido de apoyo en ciertas circunstancias. Por eso les digo: No me agüen la lluvia porque ella es mi amiga. En los albores de la adolescencia, me ayudaba a aislarme del rigor doméstico, atraída por las lagartijas cristalinas que corrían por las ventanas, con la única misión de perderse en los secretos del jardín. Entre las flores y el olor a tierra mojada, mis ojos se sumergían en un mundo inventado, o en otro, el que existió una vez y que, de pronto, se desvaneció.  

No he podido definir lo que me despertó aquel día: la luz por la ventana o las voces de mis padres en la habitación contigua. Aún con las hilachas del sueño en las pestañas, me dio por seguir tirada entre ellos, como en los fines de semanas, cuando no éramos arrastrados por los quehaceres del hogar, la oficina y el colegio. En vez de las tibias sábanas que esperaba encontrar, mi papá hacía las maletas, mientras que mamá, con pleno sol sobre la cara llena de lágrimas, le rogaba que no nos abandonara, le era imposible vivir sin él. De nada sirvió; si acaso, sólo para que aquella imagen se estampara a hierro y me obligara a prometerme que nunca lloraría por un hombre.
  
Sin papá, los cambios fueron drásticos. Aquel verano tuve que acostumbrarme a crecer en soledad, a asumir el compromiso de las tareas hogareñas y del buen desempeño estudiantil; en tanto, mamá salía muy temprano para  cumplir con un empleo  que, apenas, permitía llevar una vida decente. Se transformó en una persona ajena a los recuerdos que yo conservaba de ella. En general, hoy hosca y exigente, no podía evitar que, algunas veces y bajo los efectos del alcohol, se derrumbara. Al verla llorar como una niña y decir que no nos merecíamos pasar por esa situación, me armaba de valor y le sonreía, asegurándole que todo estaba bien hasta que, una tarde lluviosa, no pude más y corrí al patio. Mamá, preocupada porque pudiera enfermarme, me siguió. Yo, lágrimas y chaparrón vueltos uno solo, oculta en una sonrisa ficticia, le dije:

—No te preocupes, tú sabes cómo me gusta la lluvia.

Ella, sospechando mis ecos internos, despejó, con un manotón, la pesadumbre del rostro y consiguió esbozar una sonrisa idéntica a la mía. Empapadas, entramos a la casa, sintiéndonos mejor. En cierta forma, la lluvia nos lavó el alma.

Los jóvenes comenzaron a rondarme. Siempre encontraba, en ellos, algún detalle que me recordara a quien tan fácil nos olvidó. Sin embargo, el amor tiene sus artimañas; por más que tratemos de evitarlo, suele encontrar un poro por dónde aguijonearnos. En mi caso, sucedió con el compañero de clases que lograba lastimarme con su indiferencia. El hecho de tomar el mismo bus todas las tardes jugó en mi favor;  paulatinamente, comenzamos una camaradería que desembocó en ese romance que  hace creer que el mundo se viste de colores pasteles. Una tarde, paseando por el parque, se desató un aguacero que nos hizo correr en busca de protección. Sin previo aviso, él paró y me abrazó. Con el agua empapando cabellos y vestimentas, recibí el más tierno de los besos. En ese instante, me sentí protagonista de una magna obra del teatro universal. Otra tarde, después de la noticia ingrata, con el esplendor de los rayos del sol y en los jardines donde florece la tranquilidad, muy a pesar de su juventud, debí despedirlo entre los murmullos de réquiem al compás del viento.

Tiempo después, decidí dar otra oportunidad a la vida. Ahora, adulta, apartando los recelos antiguos por los hombres y las ideas de la mala suerte que acompañaban a los días soleados, frente a un altar lleno de azucenas, di el sí. En el fondo, algo se removía; un malestar irreverente que perturbaba la alegría  del momento. Al ver el rostro enamorado de mi esposo, pensé que era una tontería dejarme dominar por la superstición. A los nueve meses de la luna de miel en una isla caribeña, bajo una tempestad, con indicios de huracán que complicó mi traslado a la clínica, llegó el mejor de los regalos. Las lágrimas de felicidad corrían a la par de la lluvia sobre los cristales. Concentrada en amar y cuidar a mi hija, no fui capaz de percibir los cambios en mi matrimonio. Cuando, al fin, lo hice era tarde. Decidí mirar la infidelidad por el rabillo del ojo:

—Eso es algo pasajero, ya se le quitará.

La supuesta aventura llegó al descaro. El reclamo, menos la violencia, no formaba parte de mi ser. El recuerdo de mamá humillada fue el arma que me permitió enfrentar la deshonra dentro del hogar. Con el corazón y el orgullo rotos, me debatía entre mandarlo a la porra o seguir con él, porque lo cierto era que lo amaba, no con la utopía de aquel, mi primer amor, sino con la profundidad de la madurez, con ese sentimiento que se arraiga en el alma y en la piel. Más que la humillación que experimentaba, temía su ausencia, a la inevitable realidad de verle partir dejándonos a las dos atrás.

El momento no esperó más. Yo, al igual que mamá, me senté en la cama a observar cómo preparaba las maletas. Ambos parecíamos actores secundarios de una mala película, asumiendo el dictamen del destino. La luz del sol revelaba cada una de  mis pecas. El dolor persistía en doblegarme, pero no di marcha atrás; él veía, con total asombro, mi indiferencia. ¡Si lo hubiera sabido! Mis mandíbulas eran un par de tenazas. Lo acompañé al jardín mientras pensaba: “¿Por qué no llueve? Hoy necesito que lo haga… Quizás, con el agua en el rostro pudiera, sin que él se diera cuenta, abrir las compuertas del llanto para aliviar el dolor de la daga que me atraviesa, y acabar con esa sonrisa falsa que simula que importa muy poco que me deje”.   
Olga Cortez Barbera
Imagen: 123.rf


lunes, 8 de octubre de 2018

EL BALÓN



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El sol brillaba como nunca antes. Eso sentía el niño cuando tomó el balón para salir de casa a jugar. Era un obsequio de su hermano mayor; el que lo llevaba y traía de la escuela, lo ayudaba en las tareas y con quien jugaba balompié con una pelota próxima a sucumbir. Más que un hermano, era su amigo, el mejor de todos. Por eso, le dolió tanto su partida a tierras tan distantes, que igual le hubiera parecido que se fuera a otro planeta. En el mapamundi de la escuela, la ciudad donde ahora vivía el hermano era apenas un punto en el país que se encontraba en otro continente. De nada le valieron las súplicas y el llanto para retenerlo, ni los argumentos de la familia sobre la esperanza de una vida mejor, con base al sacrifico que significaba irse lejos de ellos. Su hermano trató de consolarlo, pero viendo que no era posible, pensó que lo lograría con una promesa:
—Escucha, nada más consiga empleo y gane mi primer sueldo, te compro un buen balón y te lo envío. Cuando venga de vacaciones, jugaremos hasta cansarnos.
En pocas semanas, llegó. Era lo más hermoso que había recibido en su corta existencia; las figuras geométricas centelleaban bajo de la luz del sol.  Sus amigos le veían con envidia y se peleaban por jugar con él. El niño pasaba mucho tiempo  con ellos; sin embargo, nada era comparable con las tardes en que él y su hermano, agotados y sudorosos, después de tanto patear la pelota, iban por un helado o se sentaban, a la sombra, para soñar en los campos de fútbol donde se harían famosos.
—Yo seré el primero—decía el mayor—Así saldremos de esta pobreza, compraré  una casa grande y un automóvil. Viajaremos por el mundo. ¿Qué te parece? Además, te entrenaré para que seas el mejor de los futbolistas.
El niño lo observaba con plena admiración. A él le gustaría ser cualquier cosa que su hermano quisiera. Ahora las cosas no se veían claras porque el miedo, cual una velo perverso, cubría el ánimo de la gente. Él necesitaba, como nunca, el apoyo fraternal. Sus padres insistían que, por fortuna, se había ido a tiempo.
La calle estaba desierta. El balón la hacía sentir que la soledad no era tan grande. Pensó en las tantas veces que lo llevó a la escuela y que, por estar pendiente de él, dejaba de prestar atención a la maestra. Ella se lo quitaba y lo ponía sobre su escritorio:
—¡Cuántas veces te tengo que decir que no lo traigas! Te lo entrego al terminar la clase.
Ahora la escuela estaba en ruinas. Era una mañana clara y los aromas de los limoneros recorrían pasillos y salones. Las maestras impartían sus saberes o escribían sobre el pizarrón. Un estruendo materializó la peor de las pesadillas. Luego, se escuchó otro…, y otro, mientras se resquebrajaba el eslabón del futuro. Entre gritos y llantos, todos corrieron despavoridos. El niño no sabía qué hacer entre tanta confusión; sin embargo, en segundos, tuvo la suficiente claridad para tomar el balón del escritorio y correr, como los demás, hasta que tropezó con su madre que lo había venido a buscar.   
La mañana era brillante y calurosa.  Era un riesgo alejarse de casa; sus padres se lo habían prohibido. Pero la necesidad del contacto fraternal, a través de darle al balón, impulsó su osadía. Caminó entre escombros y abandono, hasta que se vio frente a la fábrica donde trabajaba su papá, antes de que las bombas acabaran con las fuentes de empleos, los hospitales, los parques y los edificios de la pequeña ciudad. Recordó las palabras del hermano: cuando sea rico, le diré a papá que deje ese trabajo que lo está enfermando.  Si se enteraba de lo que le estaba pasando,  seguro que no lo pensaría para venir y llevarlo a que le curaran la herida de metrallas sin control que lo estaba matando.
Subió por las escaleras. Desde una ventana, pudo observar la marea de personas que escapaba de la ciudad, huyendo de los  bombardeos. En casa se preparaban para hacer lo mismo; partirían al anochecer. Entre tanto, prefirió seguir soñando con los planes que habían trazado. Escuchó unas voces. Unos jóvenes hablaban de venganza, de armamentos y de lo que le harían a aquellos que destruyeron a sus familias y acabaron con sus ilusiones. El niño abandonó el edificio, asustado por el odio que destilaban esas palabras.
Con la pureza todavía intacta,  pensó que no sería capaz de actuar como ellos. Su madre no se lo permitiría. Además, él contaba con un hermano que lo esperaba más allá de la frontera. Juntos, serían los futbolistas que anhelaban ser. La familia volvería a estar unida en la mesa y en la oración. A lo lejos,  encontró un claro dónde colocar el balón. Caminó un montón de pasos hacia atrás, tomó impulso y corrió. Un puntapié, con el vigor de los sueños infantiles, lanzó el balón hacia el cielo ajeno a la ignominia, antes de que el alerta de la sirena de la fábrica anunciara la proximidad de los misiles que ofrecían, inmisericordes, las esquirlas de un mañana incierto.  
Olga Cortez Barbera
Imagen: 123rf