¡Basta! Estoy cansada de que critiquen mi gusto por los días lluviosos. Además de animarme el romanticismo, me llenan de fortaleza o, al menos, han servido de apoyo en ciertas circunstancias. Por eso les digo: No me agüen la lluvia porque ella es mi amiga. En los albores de la adolescencia, me ayudaba a aislarme del rigor doméstico, atraída por las lagartijas cristalinas que corrían por las ventanas, con la única misión de perderse en los secretos del jardín. Entre las flores y el olor a tierra mojada, mis ojos se sumergían en un mundo inventado, o en otro, el que existió una vez y que, de pronto, se desvaneció.
No
he podido definir lo que me despertó aquel día: la luz por la ventana o las
voces de mis padres en la habitación contigua. Aún con las hilachas del sueño
en las pestañas, me dio por seguir tirada entre ellos, como en los fines de
semanas, cuando no éramos arrastrados por los quehaceres del hogar, la oficina
y el colegio. En vez de las tibias sábanas que esperaba encontrar, mi papá
hacía las maletas, mientras que mamá, con pleno sol sobre la cara llena de
lágrimas, le rogaba que no nos abandonara, le era imposible vivir sin él. De
nada sirvió; si acaso, sólo para que aquella imagen se estampara a hierro y me obligara
a prometerme que nunca lloraría por un hombre.
Sin
papá, los cambios fueron drásticos. Aquel verano tuve que acostumbrarme a
crecer en soledad, a asumir el compromiso de las tareas hogareñas y del buen
desempeño estudiantil; en tanto, mamá salía muy temprano para cumplir con un empleo que, apenas, permitía llevar una vida
decente. Se transformó en una persona ajena a los recuerdos que yo conservaba
de ella. En general, hoy hosca y exigente, no podía evitar que, algunas veces y
bajo los efectos del alcohol, se derrumbara. Al verla llorar como una niña y
decir que no nos merecíamos pasar por esa situación, me armaba de valor y le
sonreía, asegurándole que todo estaba bien hasta que, una tarde lluviosa, no
pude más y corrí al patio. Mamá, preocupada porque pudiera enfermarme, me siguió.
Yo, lágrimas y chaparrón vueltos uno solo, oculta en una sonrisa ficticia, le
dije:
—No
te preocupes, tú sabes cómo me gusta la lluvia.
Ella,
sospechando mis ecos internos, despejó, con un manotón, la pesadumbre del rostro
y consiguió esbozar una sonrisa idéntica a la mía. Empapadas, entramos a la
casa, sintiéndonos mejor. En cierta forma, la lluvia nos lavó el alma.
Los
jóvenes comenzaron a rondarme. Siempre encontraba, en ellos, algún detalle que me
recordara a quien tan fácil nos olvidó. Sin embargo, el amor tiene sus
artimañas; por más que tratemos de evitarlo, suele encontrar un poro por dónde aguijonearnos.
En mi caso, sucedió con el compañero de clases que lograba lastimarme con su
indiferencia. El hecho de tomar el mismo bus todas las tardes jugó en mi favor;
paulatinamente, comenzamos una
camaradería que desembocó en ese romance que hace creer que el mundo se viste de colores
pasteles. Una tarde, paseando por el parque, se desató un aguacero que nos hizo
correr en busca de protección. Sin previo aviso, él paró y me abrazó. Con el
agua empapando cabellos y vestimentas, recibí el más tierno de los besos. En ese
instante, me sentí protagonista de una magna obra del teatro universal. Otra
tarde, después de la noticia ingrata, con el esplendor de los rayos del sol y
en los jardines donde florece la tranquilidad, muy a pesar de su juventud, debí
despedirlo entre los murmullos de réquiem al compás del viento.
Tiempo
después, decidí dar otra oportunidad a la vida. Ahora, adulta, apartando los
recelos antiguos por los hombres y las ideas de la mala suerte que acompañaban
a los días soleados, frente a un altar lleno de azucenas, di el sí. En el
fondo, algo se removía; un malestar irreverente que perturbaba la alegría del momento. Al ver el rostro enamorado de mi
esposo, pensé que era una tontería dejarme dominar por la superstición. A los
nueve meses de la luna de miel en una isla caribeña, bajo una tempestad, con
indicios de huracán que complicó mi traslado a la clínica, llegó el mejor de
los regalos. Las lágrimas de felicidad corrían a la par de la lluvia sobre los
cristales. Concentrada en amar y cuidar a mi hija, no fui capaz de percibir los
cambios en mi matrimonio. Cuando, al fin, lo hice era tarde. Decidí mirar la
infidelidad por el rabillo del ojo:
—Eso es algo pasajero, ya se le quitará.
La
supuesta aventura llegó al descaro. El reclamo, menos la violencia, no formaba
parte de mi ser. El recuerdo de mamá humillada fue el arma que me permitió
enfrentar la deshonra dentro del hogar. Con el corazón y el orgullo rotos, me
debatía entre mandarlo a la porra o seguir con él, porque lo cierto era que lo
amaba, no con la utopía de aquel, mi primer amor, sino con la profundidad de la
madurez, con ese sentimiento que se arraiga en el alma y en la piel. Más que la
humillación que experimentaba, temía su ausencia, a la inevitable realidad de
verle partir dejándonos a las dos atrás.
El
momento no esperó más. Yo, al igual que mamá, me senté en la cama a observar cómo
preparaba las maletas. Ambos parecíamos actores secundarios de una mala
película, asumiendo el dictamen del destino. La luz del sol revelaba cada una
de mis pecas. El dolor persistía en
doblegarme, pero no di marcha atrás; él veía, con total asombro, mi
indiferencia. ¡Si lo hubiera sabido! Mis mandíbulas eran un par de tenazas. Lo
acompañé al jardín mientras pensaba: “¿Por qué no llueve? Hoy necesito que lo
haga… Quizás, con el agua en el rostro pudiera, sin que él se diera cuenta,
abrir las compuertas del llanto para aliviar el dolor de la daga que me
atraviesa, y acabar con esa sonrisa falsa que simula que importa muy poco que me
deje”.
Olga
Cortez Barbera
Imagen: 123.rf