jueves, 9 de enero de 2025

Una carta al amor incondicional

 




Abrazándote, siento las palpitaciones de tu corazón. Cada latido importa porque me dice que sigues conmigo. Me debato entre una tímida alegría y una profunda tristeza. Alegría, porque ese instinto espiritual llamado fe, necesita seguir confiando en que, contra todo pronóstico médico, un hálito divino animará los impulsos de tu alma y te devolverá la vitalidad que siempre te ha caracterizado. Tristeza porque, por más que lo intento, no puedo descifrar lo que me quieres decir. ¿Qué sientes? ¿Dónde te duele? ¿Cómo adivinar lo que deseas? No quiero que te vayas; no quiero que sufras. Dicen que debo pensar en ti y eso me sumerge en un insoportable dilema: cuidarte hasta tu último suspiro, aunque eso signifique atravesar el calvario de las culpas por tus mudos sufrimientos, o aceptar que puedo ofrecerte el alivio en el regazo del sueño eterno. No soy Dios para decretar tu destino. No estoy preparada para esto.

La noche es larga, Bellota, y ninguna de las dos puede dormir. El silencio que nos abruma es interrumpido por el retumbar de los fuegos artificiales. Nuestra familia celebra la llegada del Año Nuevo en otro hogar. Preferí quedarme contigo porque intuyo que prefieres quedarte en cama y sé cómo te afectan los truenos, los estallidos, los sonidos fuertes. Sin embargo, hoy no sientes los que proclaman el fin del año y el arribo de uno nuevo. Permaneces ajena a todo lo que te rodea, a excepción de mi compañía que parece reconfortarte. Creo que eso es lo que me dicen tus ojos, antes de posar tu cabeza sobre mi mano. Tu respiración, por momentos, se hace inestable. Me asusto, hasta que la regularidad regresa. Son largas las horas que nos esperan. ¿Qué hacemos para cruzar la vigilia? ¿Te parece que te cuente, una vez más, cómo llegaste a mí? ¿Sabes? No te lo he contado todo. Por eso, aprovecharé para contarte algo más, hablar sobre lo que significas para mí, la felicidad que me has proporcionado durante todo este tiempo y el recorrido que hice hasta encontrarnos. Presta atención.

Mi infancia siempre estuvo rodeada de animales. En mi casa, aquella del patio mágico, con sus granados y limoneros, las gallinas gordas y bullangueras alegraban las mañanas a fuerza de cacareos; los perros mansos y fieles seguían mis pasos, y los de mis hermanos, por aquellas calles polvorientas cuando salíamos a jugar; el venado de ojos grandes y nariz húmeda, regalo de mi abuelo, entraba sin pedir permiso a los gallineros, con el involuntario propósito de alborotarlos. En la casa de mis abuelos, los gatos callejeros iban a la cocina, seguros de que allí podían saciar su apetito; las palomas paseaban sobre los tejados con su acostumbrado gorjeo; los morrocoyes, ásperos y lentos, nada más escuchar mi voz, estiraban sus cabezas para saludarme. En aquellos momentos no podía entender lo importantes que eran en mi formación y crecimiento espiritual.

Como una pluma arrastrada por el viento, la infancia se fue alejando para dar paso a la adolescencia, donde nunca me faltó la compañía de un perrito o un gato callejero. Luego, sin darme cuenta, estos se fueron despidiendo, mientras yo me iba quedando sin espacio para nuevos compañeros. Los estudios y el trabajo llegaron para ocuparlo con la marea de las responsabilidades. Vuelta una joven adulta, me dediqué a disfrutar de la vida, entre romances y diversiones, con sus alegrías y decepciones. Los años fueron deslizándose hasta que un día, sin previo aviso, la misma vida me sorprendió con uno de sus hermosos obsequios. Lo acepté con los brazos y el corazón abiertos, sin sospechar que, desde entonces, comenzaría a transitar, con nueva conciencia, los caminos de la pureza y de la lealtad. En el proceso sin retorno, la primavera se fue quedando atrás. Hoy atravieso las hojarascas del otoño, mientras observo por la ventana la cercanía del invierno. Creí que podíamos esperarlo juntas.     

 

  

Linda




Mi Bellota, con solo evocar el nombre de Linda, me emociono. Apenas abrí la puerta, aquella mota con patas, cruce de Pekinés con Pomerania, entró a la sala como si intuyera que había llegado a su nuevo hogar. Después de husmear cada rincón, se echó a mis pies. Al tomarla entre mis manos, pequeña e indefensa, sentí que crecía dentro de mí un enorme deseo de criarla. Era de mi cuñada. Nada más pedirle que me la cambiara por un perrito de felpa, regalo de un novio del pasado, ella aceptó. Había comenzado a trabajar fuera de casa y no disponía del tiempo suficiente para cuidarla. La comunicación entre Linda y yo fue inmediata, como si ella poseyera el don de comprender que su misión era apaciguar una soledad que yo no sabía me embargaba. Llegó y mi vida tuvo un nuevo sol.

Mi novio la acepó porque comprendió lo importante que era para mí. Parecía que, a veces, él sentía un poco de celos. Linda no se separaba de mi lado. Sin embargo, nunca puso reparos a que nos acompañara. No podía ser de otra manera. Ella supo como ganarse el cariño de todos. De mi madre, quien la cuidaba durante mis ausencias; de mi abuela, que no le importaba que se subiera a su cama; de mis hermanos, incapaces de dejarla fuera de los planes de paseos y de viajes; de mis sobrinos, quienes la incorporaban como otra compañera de juegos; de mis amigos y de mis vecinos que la saludaban con ternura. Más allá de eso, Linda era posesiva. Apenas alguien se me acerba o llegaba de visita, corría mi lado, subía a mi regazo para dar fe de su sentido de pertenencia.       

Cuando salíamos solas a pasear por los jardines, ella se perdía entres los arbustos, mientras yo contemplaba el entorno. Por ella aprendí a apreciar con nuevos ojos, la belleza de las flores y los azules del firmamento, la vida que reverberaba entre el follaje que ella husmeaba, a apreciar detalles de la naturaleza que antes no. En las noches, le encantaba abandonar su cama para pedirme que la subiera a la mía. Entre dormida y despierta, yo la acomodaba a mi lado. No tardaba en dormirse. ¡Cuántas veces escuché sus pequeños ronquidos!¡Los quejidos de sus posibles pesadillas!   

Tuvo cuatro cachorros preciosos, consecuencia de un encuentro fortuito. Mi hermano vino de visita en compañía de su perrito. Los dejamos a su libre albedrío, sin sospechar que el amor a primera vista haría de las suyas. Cuando nos dimos cuenta era demasiado tarde, había quedado embarazada. A Linda se le ocurrió dar a luz a media noche, antes de lo esperado. No dio tiempo a llevarla a la clínica. En la mañana, cuando el doctor los revisó, a ella y a sus crías, comprobó que todos estaban en perfecto estado de salud. Unos meses después, listos para partir, fueron adoptados por los amigos que consideré idóneos para su crianza. 

Regresar a casa del trabajo era una ilusión bonita. Siempre me esperaba saltando y agitando su cola de dónut, hasta cuando los malestares comenzaron a robarle su vitalidad. Los años habían pasado y las enfermedades comenzaron a aparecer. Luego de las consultas con el veterinario y los diferentes tratamientos, ella fue cediendo a los embates de los años y las enfermedades. Una tarde, llegué y no estaba esperándome detrás de la puerta, como era su costumbre. Me contaron que había pasado todo el día debajo de mi cama. Cuando me sintió entrar a la habitación, salió quejándose y caminando con esfuerzo. Apenas la tuve entre mis brazos, se desmayó.

El domingo, a primera hora de la mañana, me llamaron de la clínica. Mis oídos escuchaban; mi corazón se resistía a aceptarlo. Fatídicas palabras: Muy delicada… Cuadro hepático…Riñones dañados…Paro respiratorio. ¡Se nos fue! Linda había dejado de luchar. No más medicinas, no más sufrimientos. Pero, con ello, se ensombreció mi alma Las noches eran largas y tristes. Asomada en la ventana, veía que una estrella brillaba más que las demás. Me reconfortaba pensar que era Linda que me hacía compañía. En aquella oscuridad, me parecía que los jardines lloraban. Pero, eran mis ojos los que vertían las lágrimas.

En aquellos momentos me prometí que evitaría volver a pasar por un dolor tan sorpresivamente grande, no experimentado antes por mí. La pérdida de esa criatura, inocente y leal, me generó, para mi sorpresa, una gama de sentimientos. Tristeza, dudas, culpas y añoranza. ¿Pude haberla cuidado mejor? Sólo sé que le di mi amor y todo lo que creí era mejor para ella. Decidí que era el momento de dedicar mi atención a otras cosas. Las deidades del destino, mi noble Bellota, tenían otros planes para mí. 

 

Bella




Bella anunció su llegada a través de un sueño. Yo atravesaba una calle sumergida en un día nublado y solitario. Me pregunté dónde estaba, parecía que nunca había pasado por allí, hasta que deduje que era una que mi familia y yo acostumbrábamos cruzar cuando andábamos de paseo. De pronto, como sucede en los sueños, de la nada apareció un niño con un cachorro en las manos, se asomó a la ventanilla del carro para entregármelo. Con las orejas de Cocker Spaniel, pero con un cuerpo distinto, el perrito era, realmente, hermoso… Fue lo único que recordé cuando desperté. Luego, eché el sueño al olvido.

Linda se fue una semana antes de mi fecha de cumpleaños. Mi abuela, que pasaba unas vacaciones con nosotros, sugirió salir de casa, con el fin de distraerme. “Para que no pase esta fecha por debajo de la mesa”, dijo. Acepté sólo por complacerla. Sin pensarlo mucho, manejé al otro extremo de la ciudad, a un restaurant donde íbamos de vez en cuando, famoso por su buena gastronomía. Para llegar a él, debíamos pasar por una larga avenida llena de comerciantes ambulantes, incluyendo la venta de cachorros de raza. Yo, imbuida en mi tristeza, no reparaba en eso. Había un gran volumen de vehículos, por lo que el tráfico era bastante lento. Un jovencito se acercó para ofrecernos uno. No le presté atención. Mi sobrina, que iba a mi lado, me pidió: Cómpralo, tía, cómpralo. ¡Mira qué lindo es! No quise hacerle caso.

Casi llegando al restaurant, obedeciendo a un repentino impulso, regresé. Nada me costaba regalárselo. Era una tierna Basset Hound, con las orejas más larga que el cuerpo. Esa fue mi primera impresión. En la tienda para mascotas, donde compramos todo lo necesario para su cuidado, un experto, al verla, no dudó en aconsejarme: Si usted tiene un veterinario de confianza, llévela de inmediato. Esa perrita está muy mal. Tenía razón; tuvo que permanecer internada un par de días, que bastaron para que yo entendiera que la intención de mi sobrina era que me quedara con ella. Ya recuperada, la llevé a casa. Cada vez que la miraba, yo no podía evitar llorar con el recuerdo de Linda. Una noche, observando cómo me veía, recordé el sueño. ¿Había sido una premonición? Decidí darle la oportunidad: Está bien, pequeña. Ven acá, tú no tienes la culpa por lo que estoy pasando.

Bella resultó ser un remolino que arrasaba con todo. Corría como una orate por el apartamento y, cuando se detenía, mordisqueaba todo lo que se le atravesaba. Así vi cómo destruía las patas de las sillas, de la mesa del centro de la sala, el copete de la cama, como si todas las cosas hechas de madera fueran sus más férreas enemigas. Almohadas, zapatos, control remoto y demás, no escaparon de su espíritu destructor. Era tan rebelde y traviesa, que me obligó a contratar los servicios de un instructor canino. Resultó ser una excelente alumna. Sólo que obedecía los comandos en clases. Regresábamos a casa y olvidaba todo lo que le habían enseñado.

Desesperada, decidí buscar información en Internet. Me puse en contacto, vía email, con un grupo argentino amante de esa raza. Me sirvió para entender que esos cachorros, por naturaleza, eran muy inquietos. Debía tener paciencia y esperar un par de años para que se tranquilizara. El contacto con ese grupo fue una experiencia maravillosa. Porque me dio la oportunidad de tratar con personas de diferentes partes del mundo, y de viajar a Buenos Aires y a Montevideo para recorrer las calles de esas maravillosas ciudades, y de conocer personalmente a una cantidad de buenos amigos, que me motivaron a escribir cuentos y poemas sobre esos orejones que nos hacían tan felices.

Con el tiempo, comprobé que ellos tenían razón. Con el pasar de los años, Bella se fue transformando en una señora dulce y apacible, siempre unida a mí. Tanto que, cuando yo tenía que salir de viaje, entraba en franca indisciplina, buscándome por todas partes u orinándose en los sitios menos indicados. En una conferencia a la que asistí, un psicólogo canino dijo que eran las reacciones típicas de protesta. Sólo una vez la dejé un par de días en un hospedaje canino. Cuando fui por ella, el doctor me sugirió que no lo volviera a hacer porque ella se había deprimido demasiado.     

Le hacía honor a su nombre porque era muy bella. Un almohadón de ternura, de patas cortas y mirada entre triste y dulce.  Los niños me paraban en la calle para preguntar su nombre y acariciarla. Creían que era una perra salchicha, lo que me causaba mucha gracia porque, en todo caso, sería una salchicha muy grande y robusta. A los adultos también los enternecía; sobre todo, cuando paseábamos y la veían con sus gorros para protegerles las largas orejas, o arrastrándose, como un militar camuflajeado en la selva, cuando se negaba a caminar en otra dirección a la que ella quería. Muchas veces me pidieron permiso para tomarle fotos.

Como ya te dije, ella nació enferma. Por más que le prestaron atención médica, nunca se recuperó, totalmente. Con el paso del tiempo, los riñones comenzaron a fallarle. No sé cuántos médicos consulté, hasta que creí dar con el que me obsequiaría el prodigio de sanarla. Lo veríamos un lunes. No nos dio tiempo. El domingo anterior entró en crisis. La llevé de emergencia a una clínica cercana donde, poco a poco y en mis brazos, decidió que había llegado el momento de partir. Me dolió tanto como Linda. Un dolor tan grande que me hizo concluir que era suficiente. Ya no adoptaría más.

 

Guayabita





Fueron pasando los meses y, a pesar de mi familia y mi relación sentimental, el vacío que me había dejado Bella no terminaba por irse. Observando la cantidad de perros que deambulaban por la calle, tan necesitados de amor y cuidados, decidí darle la oportunidad a uno de ellos. Aunque, en realidad, son ellos los que la dan a nosotros. Me comuniqué con la Red de Apoyo Canino e hice la solicitud. Revisé las fotografías de los perros en adopción, hasta que di con una que parecía un zorro. No me importaron los años que tenía. Como ella, yo comenzaba a transitar los caminos de la tercera edad.

Traía en su pelaje el maltrato largo de las calles. Los dientes destrozados, tal vez, por roer las piedras que pudieran apaciguarle el hambre. Por fortuna, había sido rescatada por la Red, antes de entregarla a mí. A pesar de sus evidentes años, era ágil y algo juguetona. Su mirada cautivó, de inmediato, mi corazón. Prometía que íbamos a ser excelentes compañeras. Así fue. Ella me enseñó que los perritos callejeros que son adoptados, están hechos de otro calibre. A su manera, tratan de demostrar los felices que son en su nuevo hogar. Y que sus años, aunque sean pocos o muchos, no importan cuando recibimos a cambio tanta ternura y fidelidad. 

Guayabita, al igual que Linda y Bella, tenía sus propias particularidades. Ella misma se encargó de definir su propio lugar. Nunca aceptó subirse a mi cama. Prefirió dormir en la suya; eso sí, siempre al lado de la mía. Era humilde, considerablemente, obediente y agradecida, como una manera de responder a la oportunidad que creyó nunca le darían, después de tanto tiempo en el refugio canino. Cuando salíamos a pasear, ella se transformaba. Asumía una actitud diferente. Erguida y orgullosa, protestaba si un perro desconocido se nos acercaba. Ladraba como diciéndole: No te acerques más, que esta señora es mía.   

También supo ganarse el cariño de los que la conocieron. Hasta de los amigos y familiares que recibían sus mínimas mordidas, especie de pellizcos, que les daba en las piernas cuando llegaban de visita. Con los dientecitos tan deteriorados y pequeños, era imposible que pudieran hacer daño, salvo darles el susto. Nunca se resistía. Aceptaba todo lo que le ordenaran, hasta ir a la ducha para recibir sus largos baños. Yo sabía que no estaría a mi lado por mucho tiempo. Sin embargo, cuando tres años después enfermó, quise engañarme creyendo que lo superaría y me acompañaría unos cuantos más.

El veterinario me informó que sus riñones estaban muy mal. El daño era de larga data. Consideró que con unas inyecciones podía alargarle la vida un poco más. Le puso la primera y salí del consultorio, llena de esperanza. Cuando subió al carro, comenzó a mostrarse muy inquieta. Supuse que era motivado a la alegría de haberla alejado del doctor que la había inyectado. En la mañana me pareció que había olvidado el trauma del día anterior. A las pocas horas, comenzó a convulsionar. Apenas dio tiempo a ingresarla en la clínica más cercana. Pasé todo el día esperando verla salir recuperada. No la dieron de alta. Al otro día, cuando fui a buscarla, la encontré en un estado tan lamentable, que me puse a llorar. El veterinario dijo que lo mejor para ella era hacerla dormir. Llamé a una amiga para que viniera y la viera. Esperaba que me dijera que eso era necesario. No había nada qué hacer. Guayabita sangraba por la boca. 

No podemos escapar del dolor por la pérdida de un ser inocente que te ha confiado su vida. No importa el poco tiempo que se haya compartido con él. Una vez más, me dije que no debía seguir pasando por ese desconsuelo. El tiempo me llevo por los caminos del entendimiento. ¿Por no sufrir, debía olvidarme de darle calidad de vida a otro de esos perros que esperan que alguien los rescate?  Antes de volver a revisar las fotografías de la página de la Red de Apoyo Canino, dejé que los días me reconfortaran el alma. Cuando estuve lista, nuevamente, abrí mi corazón para esperarte a ti.

 

                                                               Bellota




El Niño Jesús me dio su regalo, antes de Navidad. Te trajeron a casa un 23 de diciembre, hace diez años. ¡Qué rápidos pasaron! Llegaste tímida y nerviosa, luego de que te seleccionara entre un montón de fotografías. Cuando vi tu imagen, hecha un trozo de ébano, destilando esbeltez, me dije: ¡Esa es! Y, ya ves, ahora estamos aquí, en esta noche triste; yo como una madre compartiendo confidencias contigo. Tú, mirándome fijamente, como tratando de entender. Ambas despidiendo un año que intenta llevarte consigo. Tú decidirás si prefieres esperar.

Nuestra conexión fue inmediata. La sentiste y la sentí. Desde un principio, ya te dabas a entender. Esa primera noche, cuando te saqué a pasear, apenas abrí la reja hacia el exterior, te resististe a salir; muestra del miedo que te daba volver a la calle, al frío de la noche. Te acaricié y te dije que sólo quería que orinaras. Te relajaste y te dejaste llevar. Supiste que nunca te iba a abandonar. A la hora de dormir, recordando la actitud de Guayabita, respecto a subir a la cama, compré una para ti. Te acostaste en ella por unos cuantos minutos. Luego, de un salto, te acomodaste a mi lado. No señora, esta no es su cama. Vuelva a la suya, te dije. Esta situación se repitió un par de noches más, hasta que una mañana, al despertar, sentí tu cuerpo pegado a mi espalda. Fue tanta la ternura, que nunca más te mandé a bajar.  

A pesar de que eras una adulta joven, corrías como un bólido cuando te soltaba en el parque. Parecía que nunca te cansabas. Yo, que era mucho mayor que tú, me las veía para controlar la correa cuando pasaba una bicicleta, los muchachos en patines, o una mascota que no era de tu agrado. Te ponías a ladrar como loca. Por fortuna, era por unos pocos segundos, salvo con Bongo y otros como él, que no parabas hasta que se perdían de vista. ¿Por qué te caían tan mal los Golden Retriever?  Por uno de ellos, me arrastraste por la acera y me lastimé las rodillas. Fue menos grave de lo que me pasó con Bella que, al correr tras unos niños, me hizo caer y fracturar el tobillo. Pasé tres semanas enyesada, entonces. Con lo tuyo fueron unos raspones nada más. ¿Por qué me iba a enojar contigo por eso? Eran gajes del oficio.

Los años no pasaban en vano, mucho menos para ti. Llegaste siendo joven. Cuando dejé de trabajar, ambas teníamos casi la misma edad humana. Ahora, tienes los años de mi madre. Sin embargo, creía que disfrutaríamos de nuestra compañía otros años más. Sin ir a la oficina, cuidarte, atenderte y amarte adquirieron otra connotación. Podía dedicarte mi tiempo con mayor libertad. Me acostumbré a tenerte a mi lado, en todo momento. Y si bien era cierto que existía la posibilidad de que podías irte de este mundo antes que yo, me ilusioné con la idea de que, por ser tú descendiente de la rudeza de las calles, tendrías mayor fortaleza. No era así.

Comenzaste a sentir cansancio. Nuestros paseos eran, cada vez, más cortos. Lo atribuí a la embestida del tiempo. A medida que pasaban los días, la fatiga se hacía mayor. Te llevé a consulta médica para ponerte en control. El veterinario dijo que era la artrosis, producto de la vejez, y te tomó unas muestras de sangre. En la noche tuvimos que llevarte a emergencia. Después de exploraciones, eco y radiografía, los resultados no podían ser peores. Sin embargo, el veterinario, un hombre de gran profesionalismo y humanidad, me dio esperanzas. Aferrada a ellas, comencé a darte los medicamentos.

Bellota estás tan enferma, que tu cuerpo se niega a reaccionar. Cada vez que te doy las dosis, te aletargas y yo sufro. No quieres comer, no tomas agua y haces demasiado esfuerzo para pararte. Me indicas que necesitas bajar con urgencia, porque nunca has hecho tus cosas en casa, y yo corro a obedecerte. Apenas llegas a la grama, haces lo que tienes qué hacer y te derrumbas. Luego, debo regresarte cargada, a pesar de tu peso de canina grande, mis cervicales debilitadas y mi edad. No obstante, si al final de tantas medicinas, existiera la posibilidad de que pudieras sanar, aunque fuera un poco, no me importaría llevarte en brazos, cada vez que lo necesitaras. Todo por verte caminar de nuevo. Pero, tus órganos están tan dañados…

Podrías preguntarte por qué estoy sufriendo tanto, si ya he pasado por situaciones similares. Bueno, creo que es porque las zarpas de los años no tienen piedad. Aunque soy una mujer activa, me ejercito y me siento viva, la realidad se impone. No tengo la vida comprada y no sé cuánto me durarán las energías que aun conservo. Ustedes necesitan cuidados, atenciones, salir a pasear, correr y jugar con otros perros. ¿Qué calidad de vida puedo ofrecer cuando ya no pueda cumplir con eso? ¿A quién endosar la responsabilidad, si debo partir antes? Cuando tú te vayas, tendré que cerrar el ciclo de las adopciones; la oportunidad de disfrutar de la alegría que ustedes proporcionan. Adaptarme a una nueva situación que, atisbo, me será extraña y me hundirá, de nuevo, en esa soledad que no puede ser minada con la compañía humana. Mi compañero de vida lo entiende y doy gracias por ello.

Ha sido una aventura extraordinaria que comenzó en la infancia y parece que está próxima a terminar. Con ustedes aprendí a ver los otros colores de la vida y me convertí en un ser humano mejor. La esperanza se asoma y pide que un nuevo tratamiento te haga reaccionar. En todo caso, no podré deshacerme de las culpas. Si, en realidad, tu proceso es irreversible y no hay nada que te permita permanecer un tiempo más a mi lado, y yo acepto que te vayas poco a poco hasta tu último suspiro, me culparé por los sufrimientos que impliquen para ti. Si oigo las voces que me dicen que te deje ir, y acepto que te duerman para siempre, sentiré culpa por no poder descifrar si hice lo correcto. ¿Cómo descubrir lo que prefieres tú?

Mi dulce y preciosa Bellota, cualquiera sea la vía que yo tome, ten la seguridad que estará condicionada por el infinito amor que siento por ti. Si durante esta noche tienes la necesidad de irte, no hagas caso de mis lágrimas. Puedes irte tranquila, que yo estaré bien. Gracias, mi pequeña, por darme más de lo que esperé. Por tu nobleza, por lo buena y leal. Por aceptarme como soy, tan extremadamente cariñosa que, a veces, parece fastidiarte. Vamos a fantasear. Que el nuevo año nos haga el milagro de otros doce meses juntas. Si no es posible, que sí exista un lugar donde podamos volvernos a encontrar para ser felices otra vez.

Amanece. Al fin te has quedado dormida.

 

Nota:

Bellota partió hoy, jueves 9 de enero de 2025, en una mañana tan hermosa como lo era ella.

 


viernes, 11 de agosto de 2023

Naturaleza muerta




 

Cada mañana era lo mismo: el tazón de avena para controlar el colesterol (según los consejos de mi vecina), el jugo de naranja, rico en vitamina C, la caravana de píldoras para batallar contra la hipoglicemia y la posibilidad de un accidente cerebro-cardiovascular, la Naturaleza Muerta en la pared, con las frutas sobre el mantel y dentro de un marco desgastado por el tiempo… Un poco menos de movimiento y yo me convertía en otro objeto inanimado dentro del comedor. Los quehaceres domésticos se desvanecían entre los pasillos de los pensamientos. Me daba por recordar y los recuerdos se deslizaban sobre los cristales empañados de la memoria. Solía preguntarme si sucedieron así o me los reinventaba. “Las frutas sobre la mesa” de la pintura me permitían rescatar algunas historias de lo que fuimos mi esposo yo.

El bodegón lo compramos en la Plaza de Tertre, en la colina de Montmartre de París. Yo moría por las bailarinas de Degas y el Fauvismo de Matisse. Sin embargo, no me importó ceder frente a la pasión de Antonio por los bodegones de Édouard Manet. Entre tantos lienzos colmados de frutas, flores y vasijas optamos por el óleo que, desde aquellas épocas, ocupa el centro de la pared sobre el seibó. De más está decir que no era un original; sin embargo, debimos sacar cuentas y hacer a un lado las decenas de macarons y crépes Suzzette que deseábamos disfrutar en el Café de Flore o en la intimidad de la habitación.

La luna de miel la hicimos con la ayuda de la familia; un regalo de bodas invaluable. Antonio pensaba que, bien planificado, podíamos viajar por toda Europa. Influenciada por el cine galo, las novelas francesas y las canciones interpretadas por Charles Aznavour y Mireille Mathieu, los cantantes de moda, le pregunté si podíamos quedarnos en Paris. En un mínimo apartamento de la Rue Paul Fort, comenzó la idílica aventura. Enamorados y con un entusiasmo casi infantil salíamos, desde muy temprano, a contemplar el esplendor parisino. Gastamos las suelas de los zapatos en las caminatas por las avenidas, las callejuelas empedradas y los extensos parques de la ciudad. Sacrificamos las compras por los sitios de importancia. Los paseos por el Sena, las visitas a los museos, la Torre Eiffel, el Palacio de Versalles, entre otros, terminaban con una cena sencilla en la intimidad del pequeño apartamento.    

París era más de lo que yo hubiera podido imaginar; todo ella derrochaba romanticismo. La arquitectura de los antiguos edificios, las maravillosas fuentes y el clima ajeno al del mi país tropical se mezclaban con la lujuria de sensaciones que se me agolpaban en la mente y en el alma. Una tarde, en las vísperas del regreso a casa, paseamos por el Puente de las Artes. Una pareja se miraba apasionadamente. Imaginé que eran Oliveira y la Maga, aquellos personajes de Rayuela que andaban sin buscarse, pero sabiendo que andaban para encontrarse. Miré a Antonio, que compraba recuerdos con el dinero que nos quedaba. Lo amé, como nunca, y me pregunté si aquellas sensaciones, en la ciudad de la luz y del amor, hubieran sido las mismas sin su compañía. Me despedí del Sena. Abracé a mi esposo y le dije, en un arranque de sentimentalismo: Siempre nos quedará París. Sonrió. Él también había visto Casablanca, la icónica película filmada en la década de los cuarenta. Era la respuesta de Rick a Ilsa cuando, al momento de la despedida, ella le preguntó: ¿Nuestro amor no importa?

Ya en casa, los primeros tiempos fueron difíciles. El alquiler, las facturas y los bajos ingresos. Con todo, fueron los tiempos más hermosos de nuestra vida en común. Citando a Hemingway: éramos “muy pobres, pero muy felices”. Con el transcurrir de los años, la situación económica nos permitió una vida confortable y, con ello, cumplir el deseo de Antonio, que también era el mío: conocer el resto de Europa. Luego, por sus compromisos laborales, debimos vivir en diferentes países. Con el transcurso de los años, la relación matrimonial fue tomando otras tonalidades. La fogosidad y el romanticismo dieron paso a la comprensión y al sosiego. Sin darnos cuentas, nos fuimos alejando.

Cuando la soledad tomó mayores dimensiones, lamenté haber abandonado mi pasión por la escultura, a cambio de las responsabilidades hogareñas. Mis obras quedaron abandonadas en el taller de nuestro primer hogar, a donde volvimos después de la jubilación que acabó con nuestra vida nómada En esta nueva fase, nos reencontramos con la pasión desgastada, pero, con la necesidad de una compañía fraterna y solidaria. La juventud hacía tiempo que se había alejado, despertando las naturales preocupaciones por el futuro:

—Si yo muero antes que tú, quiero… —comenzaba él.

—¡Ni lo digas! Primero me voy yo…

—Escucha, cariño, que la parca no nos tome desprevenidos.

El fallecimiento de Antonio fue una amarga sorpresa. Cercenó nuestros proyectos y a mí me dejó devastada. Por mucho que entendamos que la muerte nos acecha desde el primer aliento, y que la probabilidad aumenta con el paso de los años, nos engañamos esperando que sea después, sobre todo, para los seres que amamos. Una mañana, mientras se tomaba su café en el jardín, vino por él. Me sentí infinitamente sola y sin saber qué hacer o a dónde ir. Como un autómata, por fuerza de la costumbre, me sentaba a desayunar y a ingerir las píldoras, mientras mi mirada se centraba en el viejo bodegón. ¿Naturaleza muerta? ¡Naturaleza muerta, yo! Quise terminar con mi existencia sin sentido, con una sobredosis de medicamentos. Escuché la voz de Antonio, una noche cualquiera, antes de su partida:

—Cuando muera te quiero viva, no llorando por los rincones. La vida continuará y el mundo no se acabará, decía una antigua canción. Debes seguir tu camino sin mí. No lo olvides: aunque ya no esté, ¡siempre te quedará Paris!

En este momento estoy frente al Muro de los te amo, repleto de manifestaciones de amor en todos los idiomas. Una agradable brisa de lluvia me está lavando el alma. Las emociones no son las mismas; en contraposición, siento que Antonio sigue conmigo. Él tenía razón. De eso se trata todo, continuar el camino, a pesar de las vicisitudes que nos presente la vida. Pronto regresaré a casa. Me esperan los cinceles, la arcilla y aquello que me permita moldear los nuevos días que me esperan. 

Olga Cortez Barbera

Pixabay: Imagen gratis


martes, 9 de mayo de 2023

Equidad



Tengo miedo. Uno que me mantiene sin dormir. Ni las oraciones, ni las píldoras me permiten librarme de la pesadilla en que se ha convertido mi vida. ¿Cómo podía yo imaginar que el corazón, a pesar de sus mortales tormentos, puede seguir palpitando? ¿Que el alma se estremece, incontrolable, frente a las confusiones existenciales? Eso sucede cuando resbalas por la pendiente hacia el infierno. He sido una mujer cristiana, no le he hecho mal a nadie. Sin embargo, estoy aquí, entre estas cuatro paredes, preguntándome: ¿qué hice mal?  

Me casé con un buen hombre, de la misma religión y con los mismos principios míos. Tuvimos cinco hijos, educados para atravesar el camino llenos de humanidad, respeto y obediencia. Ellos no dudaron en acompañarnos a llevar la Palabra a quien quisiera escucharla. Entendieron la importancia de cultivar el espíritu y no sobrevalorar lo material. Éramos una familia modelo de servicio y obediencia.  A pesar de no comulgar con la vanidad, yo no podía evitarla cuando me felicitaban a la salida del templo.

Siempre nos rodeó la pobreza. Carecíamos de tantas cosas que, a veces, me rebelaba ante esa situación. Si éramos unas personas de bien, fieles a los preceptos cristianos, ¿por qué nuestros hijos debían pasar por tantas necesidades? ¿No era suficiente ser representantes dignos de nuestra religión? ¿Cuál era el motivo de este castigo? “Nuestra entrega debería ser recompensada por Dios”, pensaba. Al instante, sentía vergüenza y le solicitaba su perdón. Entonces, recordaba su magno poder de justicia. Si bien era cierto que nosotros nunca obtendríamos las canonjías de los ricos y los poderosos, también lo era que ellos jamás accederían a las bondades del Paraíso. Con la esperanza puesta en la promesa de una vida eterna, acepté de buena fe la voluntad del Creador.  

De pronto, la armonía hogareña comenzó a resquebrajarse. Una pequeña fisura que, con el pasar de los años, se fue transformando en una grieta colosal. El menor de nuestros hijos, de chico travieso en la escuela, se convertía en un adolescente problemático. Comenzó a burlarse de nuestro credo. La Biblia, según sus palabras, era un cúmulo de disparates que no tenía pie ni cabeza. Mi esposo trató de regresarlo al redil, pero sólo recibió sus insolencias. Sin embargo, por mucho tiempo no perdió la ilusión de que recuperara el sentido común. Cuando vio que eso no sería posible, no le quedó más que comentar:

—Esta es una prueba que nos está mandando el Señor.

A medida que se hacía hombre, las complicaciones eran, cada vez, mayores. Las malas compañías y las drogas lo volvieron violento. ¿Qué intentaba el Señor que aprendiéramos con esa calamidad?  Sus hermanos, hartos de su conducta, pedían que lo echáramos de casa. No hubo necesidad porque se marchó sin despedirse. Aunque se fue a vivir muy lejos, los rumores no paraban de llegar. Así nos enteramos de su expediente delictivo. Entraba y salía de la cárcel, como si fuera una diversión. Un día, encontraron a su mejor amigo muerto. A pesar de las investigaciones, no pudieron inculparlo. En cambio, mi corazón de madre no necesitó de pruebas para saber.

Aferrados a las plegarias, mi esposo y yo esperábamos el milagro de su conversión. Fue en vano. Se hizo capo del barrio. Lo llamé para decirle que iría a visitarlo. Deseaba pedirle que recapacitara. No quiso; intuí que mi hijo era un caso perdido. Cuando me enteré de que había asesinado a uno de sus secuaces y a su familia, por un lío de drogas, oré para que lo hicieran preso. Me escandalizó el hecho de verlo escapar de la ley, una vez más. Por las influencias, las faltas de pruebas, el vacío legal, ¡qué sé yo!  Lo cierto es que lo habían regresado a las calles para seguir delinquiendo. ¿Por qué no llegaron mis oraciones a los oídos de Dios?

Ahora estoy aquí, observando cómo se derrumban mis sueños. Toda una existencia de buenas acciones para que, al final, yo deba ir al infierno. Apenas salió, volvió a las andadas. Para asombro de la familia, se apareció en casa con el cuento de que necesitaba quedarse un par de noches; le habían pedido la desocupación de la casa donde vivía. Mi esposo, poseedor de una comprensión sin límites, no puso reparos. El resto de la familia no estuvo de acuerdo. En la mañana, cuando todos se fueron, mi hijo se sentó frente a mí y me contó la verdad. Andaba huyendo. En un ajuste de cuentas, había asesinado de nuevo. Me horrorizó, hasta el alma y las entrañas, que en sus ojos no hubiera una pizca de remordimiento.

Fui al cuarto por unas pastillas y, luego, le preparé el desayuno. La Justicia Divina y las leyes terrenales decidieron dejarlo en mis manos. Si Dios dejó que crucificaran a su hijo, un ser hecho de amor y fe, ¿por qué habría de juzgarme por sacar de este mundo a un criminal? Si me cruzaba de brazos, ¿no me convertía en otro igual, al permitirle seguir truncando vidas? Después de esto, ¿podía esperar algo de equidad para mí? De no haber actuado, al menos me hubiera convertido en su cómplice. Eso significaba ir en contra de todo lo que siempre profesé. ¡Qué gran contradicción! Llamé a las autoridades para que vinieran por mí. Dios y los hombres me habían defraudado.   

Apenas entra la luz del sol a través de los barrotes. He tenido tiempo para analizar las circunstancias de una vida entregada a la fe. ¿De qué ha servido? Los hijos, casi en la miseria; la familia, desintegrada; un hijo descarriado y bajo tierra; una madre asesina. ¿En qué me equivoqué?  Debo pagar, frente a los hombres, por mi acto. No tiene importancia. Lo que sí: Dios perdona todos los pecados…, puede que no perdone el mío. Eso me sobrecoge. Perdí la oportunidad de entrar al paraíso, cuando muera. Pero, hay algo que me aterra mucho más. Sentir como se diluye la fe, como consecuencia de unos ruegos que hoy siento lanzados al vacío. La posibilidad de que he vivido aferrada a una farsa y que el Paraíso nunca haya existido…

 

Olga Cortez Barbera

 

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jueves, 23 de marzo de 2023

Esquirla de luna


 

Era un sueño recurrente el que la lanzaba al abismo de las madrugadas yertas. Con la almohada fría, a su lado, recordaba que hacía tiempo que se encontraba vacía. Del mismo modo que las horas, las ilusiones y el sentido de la vida. Huía de la cama y los fantasmas deambulaban por las habitaciones. Se asomaba a la ventana para buscar el consuelo en la luna y, como en el sueño, ésta se caía a pedazos.

Hubo un tiempo en que le encantaba contemplarla y creer, si se lo pedía lo suficiente, que cumpliría sus deseos. O fantasear con que podía subir a ella para alejarse de los miedos infantiles. Los monstruos la rondaban y ella quería que amaneciera. La luz del nuevo día la llevaba, una vez más, a los jardines opacos de la existencia. No era fácil para una niña entender las causas de las discordias continuas entre sus padres.

—¡Qué muchacha tan retraída! —decían, sin sospechar que de su corazón manaba una cascada de tristezas.

Tal vez, la luna cumplía los sueños a su manera. Descubrió que los libros eran la balandra mágica para protegerla de las zarpas del suicidio. En su regazo, entre historias y fantasías, encontró los caminos para alejarse de lo que tanto daño hacía y entender que el horizonte guardaba un arca de sueños posibles. Sin embargo, las normas rígidas, en el hogar, eran los barrotes que se interponían para alcanzar lo que imaginaba como felicidad.

Parecía que los hados se confabulaban para torcer su destino. Ningunas de sus ilusiones tenían un buen fin. Desubicada en el espacio, acataba todo lo que la realidad le imponía. No le quedó más opción que continuar por los derroteros de su suerte. Un autómata existencial que fingía estar de acuerdo con las Moiras, tejedoras de destinos, hasta que llegó el amor para hacerle suponer que la vida podía ofrecer frutos buenos.

No era así. Con el desengaño y el desfile posterior de amores desventurados, las cosas se complicaron para agigantar una soledad que, desde muy temprano, se había aferrado a su alma. Con cada hombre se iba un pedazo de su esencia, convirtiéndola en un desecho que se hundía cada vez más. Sin fe, poco podían hacer las fiestas y el alcohol.

Comenzó a tener la pesadilla, una y otra vez. La calle lucía solitaria y silenciosa, amparada por una luna redonda y luminosa, como la que contemplaba en su infancia. Esa luna la henchía de paz hasta que, de pronto, estallaba, mientras ella huía de las esquirlas de plata que caían. Sin donde esconderse, terminaba mortalmente herida. Le invadía un estado de felicidad porque, próximo, estaba su fin. Para su infortunio, al abrir los ojos, debía entrar al caos de su realidad.    

Decidida a desechar el mundo oscuro en el que había caído, retomó los estudios. Las nuevas amistades le permitieron mirar hacia un nuevo horizonte. Se impuso rescatar a la joven que un día fue. Y, aunque la soledad no la abandonaba, poco a poco, asida al hilo de la esperanza, dejó de tomar decisiones equivocadas y de tener malos sueños. Quizás, contribuyó alejar la posibilidad de toda relación sentimental. En su propia fortaleza, no tendría motivos para volver a sufrir. Comenzó a dormir tranquila.

Contra todo pronóstico, se enamoró de nuevo. Se esforzó en no traspasar los límites de la amistad. Él era tan insistente que logró, con un beso, atravesar el puente y minar su fortaleza. ¿Volver a pasar por lo mismo? Sintió pánico, como nunca antes, y regresaron las pesadillas. En las horas de desvelo, regresaron los miedos nocturnos, la severidad paterna que no le permitió ser, los conflictos hogareños, las prohibiciones irracionales, la consecuencia nefasta de aquel novio perverso, los posteriores romances con los que pretendía encontrar una dicha que sólo podía ofrendar una serenidad interna. El desconsuelo por toda una vida de frustraciones. Una madrugada, con el satélite observándola, exclamó:

—¡Basta!

Se levantó de la cama y se asomó a la ventana. La agradable brisa refrescó sus pensamientos. Era hora de crecer, perdonar y perdonarse, desechar culpables por lo que hizo o dejó de hacer y asumir sus propios retos. La luna refulgía con un sorprendente resplandor. Decidió arrancarse la esquirla del alma y darse una nueva oportunidad.

Olga Cortez Barbera

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CANVA

 


jueves, 2 de febrero de 2023

La culpa

 




No terminaba por tranquilizarse… Ella aún disponía de tiempo para liberar lo que le quemaba el alma y, así, morir en paz. Sin embargo, no dejaba de preguntarse si, en realidad, hacía falta que lo confesara. Allí estaba él, tan considerado como de costumbre. Las décadas de matrimonio no habían sido suficiente para aminorar su sentido de responsabilidad que, en vez de hacerla feliz, no hacía más que acrecentar sus remordimientos.

Amigos y familiares miraban al esposo con lástima y simpatía. En el círculo de las críticas, después de tantos rumores, se decía que se necesitaba tener un corazón muy generoso para que él continuara a su lado. Hoy, viéndola minimizada, próxima a lo inevitable, todos la juzgaban y creían que la penosa enfermedad era consecuencia de sus actos.   

Al principio, nadie quiso creerlo de aquella esposa perfecta. La recordaban alegre y espontánea. Mudada a una extraña ciudad e instalada en su nuevo hogar, tocó de puerta en puerta para presentarse a sus vecinos e invitarlos al festejo que daría para celebrar, con los integrantes de la comunidad, el inicio de la nueva etapa matrimonial.

Todos se sintieron atraídos por la joven de espíritu noble y solidario que, como una niña más, jugaba en el parque con los niños de la cuadra. Sin embargo, algunas envidiaban su belleza, mientras que los hombres comentaban, entre ellos, la suerte de tener en casa una mujer como esa. Nadie podía sospechar la grieta que se abría paulatinamente en la relación marital, porque él era un maestro del disimulo y ella, a pesar de la situación, no dejaba de sonreír.

En la madrugada, todos fueron tomados por sorpresa. Algunos, a pesar del frío, salieron a la calle. Asomados a las ventanas o al otro lado del cerco policial, se preguntaban qué podía haber pasado. La ambulancia y las patrullas parecían las protagonistas de cualquier serie policial. Los oficiales entraban y salían sin comentar. Una vez que la pareja partió, ella a la clínica, él a la comisaría, todos volvieron a la cama.

Un par de días después, el matrimonio, ya en casa, explicó que lo sucedió aquella noche había sido un accidente. Razón por la cual él era libre de toda sospecha. Los vecinos lo aceptaron de buena fe. Ninguno de los dos podía ser capaz de cometer tal atrocidad. No obstante, al paso de los días, la gente comenzó a dar rienda suelta a la especulación.

Bien sabido es que el rumor sin fronteras suele ser la daga que hiere el entendimiento. Comenzaron a surgir supuestos racionales y descabellados que destrozaron la imagen impoluta de sus vecinos. Sin embargo, la balanza se inclinó, al final, a favor del esposo. Si alguien tenía la responsabilidad de la tragedia, era ella. ¿Qué se ocultaba detrás de aquella cara bonita?

Desde entonces, las cosas cambiaron en casa. El sufrimiento era tan palpable, que cada uno trataba de aliviar el del otro. Él se transformó en el esposo atento y afectivo que había dejado de ser. Ella agradeció que aquel acontecimiento los hubiera reconciliado. De forma tácita, acordaron no hablar de lo que había pasado como si, con eso, se pudiera poner coto a la infelicidad que nunca los abandonaría.

Así como no hablaron del tema, tampoco lo hicieron con otros, salvo lo que les parecía necesario. La brecha entre los dos se agigantaba, mientras ella lo veía descender por las pendientes del hastío, aunque él se empeñara en ocultarlo. No obstante, cuando salían a la calle, se colocaban la careta para simular ser la misma pareja que llegó una mañana remota. Pero, los vecinos no se dejaban engañar. Entonces, ¿por qué no se separaban?

Unidos por los grilletes de la culpa y frente a lo irremediable, ambos querían sincerarse. Estaban arrepentidos por no haberlo hecho antes. No obstante, los detenía el temor a agregar más dolor. Para ella fue más cómodo valerse de la generosidad de un esposo que prefirió permanecer a su lado, a expensas de rehacer su vida. ¿Cuántas veces quiso revelarle su secreto? Si lo hubiera hecho, con seguridad, lo hubiera perdido.

¡Cómo vivir sin él!  Por eso, rogaba a los cielos para que nada se interpusiera entre ellos. Lo había deseado tantas veces… ¿Fueron los dioses quienes la lanzaron por las escaleras? Un pensamiento frecuente se había hecho realidad. Ahora eran ellos dos y nadie más. No imaginó que el remordimiento se instalaría, para siempre, en su alma.  Podía deshacerse de eso confesando y partir en libertad. ¿A costa de la tranquilidad de un hombre en su recta final? ¿Era el pago al sacrifico de quien no se apartó de su lado? Prefirió callar. Antes del último suspiro pensó: Si él pudiera escucharme.

En el cementerio, el viudo era abatido por las dudas. ¿Las mujeres sólo se casaban para procrear? ¡Si le hubiera dicho que a él no le gustaban los niños, nada hubiera pasado! Cuando supo que su esposa estaba embarazada, empezaron los problemas. No pudo evitar que se le agriara el carácter, frente al hijo por venir. Comenzó a desear que ella abortara. “Cuidado con lo que pides, no sea que se te conceda”, decía Confucio.

La tragedia fue el medio que utilizó para demostrarle cuán grande era su amor, hasta que se le fue deshaciendo con el tiempo. Decidió continuar a su lado como penitencia al egoísmo, que había llevado a su mujer a la desesperación. Cada vez que la veía afligida, con intenciones de expulsar lo que le socavaba el alma, lo impedía con un abrazo, aunque el abismo entre los dos no dejara de profundizarse.

Le dolía verla atrapada en la almeja del desconsuelo. Intentó compartir con ella el secreto de sus ruegos por impedir que una criatura, por muy hijo que fuera, acabara con la felicidad de un matrimonio de dos. Si hubiera sido sincero, tal vez, ella hubiera podido abandonarlo y ser feliz con otro. No hubiera enfermado y disfrutaría con los hijos y nietos de sus sueños. En las postrimerías de la enfermedad, quiso pedirle perdón por torcer el curso de su destino. Prefirió no hacerlo. Ahora, solo y arrepentido, pensó: Si ella pudiera oírme…

Olga Cortez Barbera


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