La despierta el sonido de la ducha… Siente
escalofríos. A pesar de los años que han pasado, no termina por acostumbrarse a
los malos tratos. Se le olvidó poner el despertador. ¡Qué mala pata! Ahora, su
esposo tiene un motivo para enojarse, como sucede en las pocas ocasiones que el
agotamiento vence el temor a quedarse dormida. Y como pasa por cualquier otra
cosa o, simplemente, porque le da la gana. Poco le importa a él que ella duerma
escasas horas, las que le quedan después de atender a los hijos, las labores
del hogar y la costura en casa que, habitualmente, la lleva a trabajar hasta
más allá de la medianoche. Una actividad que le permite colaborar con el
ingreso menguado de la familia. Ignora el malestar de espalda y salta de la
cama, no quiere que el esposo salga del baño y la humille. Es en vano, en un
instante, ya lo tiene al lado.
—Holgazana,
¡como si no tuvieras nada qué hacer! ¡Eres una inútil!
Le gustaría contestarle; tiene argumentos de sobra.
Ella sabe lo que ocurriría. Su esposo es un hombre de carácter fuerte, que raya
en lo salvaje, nada le satisface y todo lo encrespa. Sí, ya ha experimentado
cómo es. El miedo es una hoguera que le congela las entrañas y le traba las
palabras. Amo y verdugo, él la observa y sonríe con burla, en un intento de
provocarla, una oportunidad para pisotearla. Eso le revuelve el estómago; sin
embargo, prefiere quedarse callada, porque destapar la ira del esposo significa
sentir los golpes, más que en la piel, en la dignidad y en el alma. Lo que la
lleva a preguntarse, de nuevo, si no queda un vestigio del amor de otros
tiempos, por qué no se ha ido y cuánto podrá seguir aguantando.
Como todos los días, prepara el desayuno y alista la
merienda. El esposo come y se va sin despedirse, arrastrando a los hijos para
dejarlos en la escuela. Ella se asoma a la ventana y la mañana, como de
costumbre, se cubre de tristeza. Sólo sus niños la alientan a continuar; cree
que ellos merecen el sacrificio de darlo todo sin esperar nada a cambio.
Regresa a la cocina y comienza la jornada doméstica. Se concentra en sus
labores y trata de hacer a un lado la marejada de sus desilusiones. Sin
embargo, los pensamientos la traicionan: deja a un lado lo que hace y comienza a deshilvanar recuerdos. Algunos
predominan sobre los demás, los detalles que ignoró a voluntad, las
manifestaciones de intolerancia del hombre que la había pedido en matrimonio.
Su madre la previno: “Si él actúa así en
el noviazgo, qué puede esperarse para después”. El amor la había hecho
terca, ciega y sorda, por lo que no pudo evitar caer en el abismo. Creyó que,
una vez casados, ella lo haría cambiar.
La primera vez que experimentó el carácter violento
del esposo, no lo pensó para correr a casa de sus padres. La distancia le dio
tiempo suficiente para analizar la situación. Se había casado sin terminar los
estudios y en contra de la voluntad de la familia. Le parecía un descaro que,
al primer contratiempo, buscara la más fácil de las soluciones: el apoyo de
papá y mamá. Quizás, era preferible pensarlo mejor. Una franca conversación,
entre ella y su esposo, impediría que esa circunstancia volviera a repetirse.
Regresó y él estaba esperándola, avergonzado y arrepentido, prometiéndole lo
que ella quisiera, siempre y cuando no lo abandonara. Contenta por haber dado
marcha atrás a sus intenciones de dejarlo, dijo:
—Todos cometemos errores; hay que aprender a perdonar.
En la soledad del hogar, maldice aquel día. Todo
hubiera sido tan distinto… Pero, ella prefirió sumergirse en el lago negro en
que se le iba convirtiendo la vida, por la única razón de no perderlo. Los
largos años de angustia y desesperanza habían terminado por aniquilar el amor y
la pasión que una vez sintió. Si aun
estaba con él, era por los hijos. O, tal vez, porque el terror se le había
metido en las venas, como una raíz difícil de arrancar. Él sabía cómo manipular
y dominarla… “Se llevará una sorpresa”,
dijo para sí. Como todos los días, continuó sus labores y pensó: “Nada más termine esto, cojo mi maleta y me
voy”.
Olga Cortez Barbera
Olga Cortez Barbera
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