lunes, 14 de octubre de 2019

UNA CHICA EN EL BALCÓN


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“Hoy le hablaré por primera vez”, pensó el estudiante, mientras subía al autobús; la ruta de siempre para llegar a la Universidad. El largo trayecto le obligaba a entretenerse en cosas diferentes. A veces, le daba por leer; otras, por analizar los rostros de los pasajeros y de la gente en las aceras. Le gustaba crearles situaciones, de acuerdo a lo que ellos le transmitían. Se le despertaba la lira y tomaba notas, con la promesa de escribir, cuando los estudios se lo permitieran, los cuentos o novelas que tanto deseaba: “Todo ser humano lleva sobre los hombros una historia; si no la conozco, me la invento.  ¿Para qué sirve la imaginación?”
En ocasiones, le atrapaba la poesía. Bastaban un rayo de sol, la llovizna, la montaña o un ave para que el alma se le desbocara en versos. Sin embargo, en cada parada que hacía el autobús, se dejaba atrapar por lo de siempre: la mirada indiscreta a través de los ventanales, fuentes inagotables de inspiración. A las pocas semanas de haber comenzado las clases, se felicitó por el repertorio de  notas y comentarios que le permitirían cumplir el objetivo de ser un escritor. ¿Cómo imaginar lo que le esperaba?
La primera vez, a la velocidad del vehículo, fue un destello, una imagen capturada al vuelo. Lo suficiente para divisar la silueta femenina; muy poco para sentirse inspirado. A los días, el autobús hizo una parada frente al edificio. La dueña de la silueta, de nuevo, estaba allí. El estudiante dispuso de tiempo para detallar la fragilidad y el buen porte. “¡Qué hermosa es!”, pensó. Impactado,  presintió que ya no podría  sacarla de la cabeza. “Será mi musa, el personaje principal de mi magna obra” Desde entonces, no pudo evitar que la vida se convirtiera en un ovillo de entusiasmos y decepciones, dependientes de la presencia de la chica pensativa, asomada en el balcón.
Cuando la veía, le daba por silbar; cuando no, entraba en un ensimismamiento que, a quien conociera su carácter extrovertido, no podía pasar desapercibido. Frente a los altibajos emocionales, los padres comenzaron a preguntarle qué cosa le estaba ocurriendo. Los amigos, que se conducían entre chistes y bromas, le decían que, si no enamorado, andaba bajo los efectos de alguna droga. Él quiso confiar en ellos, pero, algo le llevó a conservar aquel sentimiento del que ya no podía escapar. Conservarlo en secreto, como una manera de acariciar, sólo para sí, el suave terciopelo que le abrigaba el mundo interior.  No quería que le tomaran por un loco, o por un soñador:
—¡Mejor evito el chalequeo!
Al paso de los días, se dio cuenta que, más que escribir la “obra magna de la literatura”, crecía la necesidad de conocerla. Le intrigaba la tragedia que, tal vez, atravesaba la chica. Siempre triste, con la mirada perdida. ¿Orfandad, viudez, un amor inconcluso? Hasta el momento, no era como para que él se bajara del autobús y entrar al edificio. ¿Qué le diría? ¿Señorita, me he enamorado de usted y quiero compartir su pena? Sólo un enajenado mental actuaría de ese modo; él no pensaba terminar con la puerta en la cara. Sin embargo, los sentimientos seguían desparramándose. Deseó que, aunque fuera una vez, volviera la vista a la ventanilla, desde donde él la contemplaba. Ella insistía en buscar lo que se le había perdido en el cielo. 
Él y su amor platónico... ¿Estaba dispuesto a que fuera así? Que ella lo mirara se le hizo una obsesión: “Voltea, voltea… ¡Sólo una vez, por favor!” Por más que lo pedía, no lo lograba. Con el ímpetu de la juventud y tomándolo como una señal, se prometió que, cuando eso ocurriera, saltaría del autobús para enfrentar el destino y conocerla. Entretanto, cada vez que la chica se asomaba al balcón, el estudiante repetía, como en una especie de mantra: ¡Mírame!..., ¡mírame!, sin que los dioses se compadecieran, hasta que sucedió.
Las gafas para el sol la hacían lucir muy elegante. De pronto, la chica inclinó la cabeza y sonrió.  El estudiante miró a todos lados; la calle estaba desierta, casi como el autobús, donde estaban el chofer y un par de pasajeros que subían. “¿A quién sonríe?”, se preguntó. En definitiva, a él. Se le aceleró el corazón. Quiso responder a la sonrisa y no pudo. Una piedra hubiera respondido mejor. El autobús siguió su camino. “La próxima vez, ¡me bajo!”. Lamentablemente, los días pasaron y ella no volvió a aparecer. Sin poder pensar en otra cosa, más que en volverla a ver, el amor se le fue transformando en el insoportable tormento que le llevó a tomar la  decisión. El conserje del edificio le preguntó:
 —¿A qué señorita se refiere usted?
—A la chica del piso 4.
—Ah, ¿A Esmeralda, la cieguita? Ella está de viaje. Los padres la llevaron a España para que la opere uno de los mejores especialistas. Ojalá salga bien porque, si no vuelve a ver, me daría mucha pena… Tan bonita y mire usted…
Desconcertado, el joven se despidió. Un hondo suspiro; el suave terciopelo seguía en el mismo lugar. Sonrió. No estaba dispuesto a renunciar a su obra magna, la novela de amor más grande de la historia. En unas semanas, ella estaría de vuelta. Cuando se asomara de nuevo al balcón, no perdería la oportunidad de saltar  del autobús, tocar a su puerta y presentarse. Podía ser que no lo viera. ¿Eso importaba? La visión no era más que un simple detalle.
Olga Cortez Barbera
 Imagen: myloview.es (Silueta de la cara de mujer con pelo largo)


domingo, 14 de julio de 2019

DON EUGENIO

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—¡Menos mal que ya se va!—, gritó un vecino desde la ventana.

El aludido levantó la mano cerrada e irguió el dedo medio; obscenidad minúscula frente a las que solía responder, porque “el genio de Don Eugenio” no le daba freno a una lengua que, en ocasiones, podía herir más que un estilete. Nada más ayer, como preámbulo a su partida, soltó una caterva de insultos, ajena a la más elemental norma de convivencia. Todo porque el señor Figuera se había enterado de que el cascarrabias se mudaba.
Por ganarse algún dinerito, que siempre le faltaba, o por colaborar con la paz que traería la ausencia del personaje en el vecindario, decidió ofrecerle su camión para la mudanza. Al recordar la fama legendaria, tocó a la puerta, con recelo y cierto temor. Pero, se preguntó: ¿a quién puede molestar una muestra de solidaridad? A Don Eugenio, quien, de inmediato, increpó al supuesto samaritano, calificándolo de metiche y estúpido. ¿Acaso le había solicitado sus servicios?
—¡Claro que no, mi amigo!—, le contestó el señor Figuera, sorprendido.
¿Amigo? Como si hubiera sido la palabra más ofensiva del mundo, los agravios, cual aguas de un río desbocado, se precipitaron por la calle y atravesaron las paredes de las casas próximas, sin importar que la curiosidad se asomara por las puertas, ni que la gente se detuviera a observar el espectáculo. El señor Figuera, acudiendo a una tolerancia inexplicable, promovida, quizás, por los principios de respeto al anciano, sólo oía, a pesar de que algunos le animaban a responder. Los miró y dijo:
—Tranquilos, nada más deseaba ayudar.
Se alejó con sus pasos desiguales. Lo que se oyó, a continuación, dejó boquiabiertas a todos:
—¡Mejor es que te vayas, cojo imbécil, que no necesito de nadie!
Recuerdo cuando apareció en nuestras vidas. Un día, después de clases, lo vi en el jardín de la casa que estuvo mucho tiempo deshabitada. La curiosidad me hizo sentarme en la acera para ver a mis nuevos vecinos, pero sólo llegó una caravana de muebles. Mamá me dijo que, posiblemente, los niños y su madre llegarían después. Nunca lo hicieron, así que nos acostumbramos a la presencia de aquel hombre silencioso y solitario que desechó toda muestra de hospitalidad:
—Disculpe usted, por los momentos, no dispongo de tiempo para relaciones públicas.
La comunidad le hizo la cruz.
A medida que pasaba el tiempo, el hombre, una vez distante, se fue convirtiendo en un ser huraño y, de cierta manera, despreciable. Los niños, acostumbrados a jugar pelota en la calle, no escapaban de la arenga por el ruido que hacían y no le dejaba dormir. Acostumbrado a espiar detrás de las persianas, no esperaba para reclamar, en forma airada, si a alguno se le ocurría descansar apoyándose en su carro. Y era mejor que a nadie se le ocurriera estacionar en el espacio vacío, cuando él tenía que salir. Se hablaba sobre rayones y cauchos desinflados en los vehículos de quienes lo ignoraron.
Una vez lo vi reír, sentado en el porche, acompañado por un hombre que, presumí, era su amigo. Charlaban y bebían, mientras escuchaban canciones, para mí, muy antiguas. La curiosidad, siempre cómplice de la niñez, me obligó a acompañarlos, oculta en el jardín de mi casa, hasta que tuve que entrar para cenar. Una vez en la cama, me dormí, sin importar que la música sonara, cada vez, más alto. El escándalo me sacó del sueño. Improperios iban e improperios venían. Al final, la frase sarcástica y lapidaria:   
—Para lo que me sirve tu amistad…
Don Eugenio acabó por hundirse en el ostracismo; sus vecinos, en las suposiciones más desequilibradas. No obstante, cuando la supervivencia lo enviaba a tierra, no desaprovechaba para derramar su amargura sobre cualquier mortal que se le atravesara. Quien lo conocía, ni le miraba. Yo casi muero del susto cuando, empujada por las circunstancias, tuve que entrar a su casa.
El gato estaba herido y moribundo. Agonizaba en un rincón del jardín. Mis padres habían salido. Lo levanté con la idea de llevarlo a casa de una de mis amigas, aunque tuviera prohibido alejarme cuando me dejaban sola. Es más, no debía estar afuera, ni siquiera en el jardín. El pobre animalito, apenas, maullaba. A punto de salir a la calle, escuché la voz de Don Eugenio:
—Está muy mal. Si no se atiende, morirá. Ven para que pueda revisarlo.
Recordé todo lo que se decía de él. Pudo más la angustia por el gato, que mi miedo por el vecino energúmeno; me venció esa curiosidad que se empeñaba en no abandonarme. Entraría a ese mundo misterioso que imaginaba, de mil maneras, desde la ventaba de mi habitación.  Fuimos directo al patio.
—Con la luz del sol puedo ver mejor— dijo —, tiene una pata fracturada. Espera aquí, voy por unas vendas.
Lo vi ir y venir, jurungando en la caja de primeros auxilios. Para mi sorpresa, él le hablaba al gato, como si éste pudiera entenderlo. Algo pudo, porque salió de su letargo para lamer la mano de quien lo curaba. El cascarrabias parecía otro hombre; no había motivos para temer. Cuando terminó, preguntó:
—¿Te parece que se quede aquí? Hasta que sane, digo yo.
Con la mejor sonrisa, respondí:
—¡Claro! En casa no me dejarían tenerlo.
Cuando creí que ya éramos amigos, con el rostro nuevamente enfurruñado, dijo:
—No le cuentes a nadie que estuviste aquí, menos, que curé al gato. Ni creas que no me daré cuenta de que has hablado. Te estaré vigilando. No quieres que le pase algo a tu mamá, ¿verdad?
Despavorida, salí corriendo de esa casa y entré a la mía. ¡Me amenazó con lastimar a mamá! Todos tenían razón: Él era un hombre malvado. Tiempo después, tropezamos con él, a la vuelta de una esquina. Con su característica gentileza, mamá lo saludó:
—¡Buenos días, Don Eugenio!
—¡No sé qué tienen de buenos!—respondió.  
No me gustó que la tratara de esa manera.
—Ese señor es un mal educado, mamá. No lo saludes. La gente dice que es un hombre muy malo…
—Hija, no lo juzgues. ¿Quién sabe cómo lo ha tratado la vida?
Quise contarle el episodio del gato. La sola idea de que me castigara por haber desobedecido, unida a la amenaza proferida por él, aquella tarde, me hizo desistir. Los años y la universidad me hicieron pasar a otras cosas. Ahora estoy aquí, contemplando la casa vacía, después de que Don Eugenio cargara la camioneta con sus pocas pertenencias y sus materos; luego de que, a la manera de un Hamelin sin flauta, le siguiera la hilera de gatos que trepó al asiento delantero.
Mi memoria se activó. Apareció, de pronto, el recuerdo de la casa de Don Eugenio: las fotografías limpias de una vida anterior, de una mujer hermosa con un niño entre los brazos, en medio de una sala triste y descuidada; las matas frondosas, resplandecientes bajo el sol de aquel verano; el canto de los canarios en las gigantescas jaulas; los gatos que ronroneaban, evidentemente, bien alimentados, mientras que Don Eugenio, con una ternura desusada, vendaba la pata del gatito callejero…
Y se fue, sin dar ni recibir una palabra amable, una sonrisa, ni tan sólo un “que le vaya bien”, aunque fuera por cubrir las apariencias. ¿Se lo merecía? ¿Era tan difícil romper la barrera? Si alguien hubiera puesto suficiente voluntad… O mejor, si yo, en vez de asustarme, le hubiera preguntado, con la curiosidad que me caracterizaba, por aquellas fotos... O contado a mamá el mundo secreto que Don Eugenio me permitió ver aquel día, es posible que, a través de ella, hoy el juicio fuera otro. Porque de una cosa estoy segura, no puede haber maldad en el alma de quien cuida a otro ser vivo.

Olga Cortez Barbera       

Imagen: FreeImages.com

lunes, 25 de marzo de 2019

VACACIONES EN ROMA






Mamá es un océano de amor y comprensión, ama a sus hijos, adora a sus nietos y bisnietos, y no le falta corazón para el resto de sus familiares y amigos. Esta alma gentil y bondadosa celebra sus ochenta y siete años en Europa. Sí, una larga existencia que la obliga a caminar lento, pero que le acelera las ansias de vivir. No se conforma con aceptar plácidamente las acometidas del tiempo, sino que, llevando sus acostumbrados jeans, va al encuentro de las redes sociales, de las noticias de actualidad, responde los mensajes de Whatsapp y revisa las publicaciones en Facebook, sin dejar a un lado la cocina y el afán por mantener su hogar limpio y armónico. Y como si fuera poco, le sobran ganas para pasear por la ciudad, viajar por el país o fuera de él, sin preocuparle el cansancio o la distancia.




Con su energía legendaria, ella, invitada por hijos y nietos, es quien más ha viajado en la familia. Así, no es extraño que un día preguntes y ande por Mérida, Puerto Ordaz, Río Chico o Achaguas; y otro, en Miami, San Francisco, Montreal, Bogotá, o empapándose con el rocío de las cataratas del Niágara o con las aguas de un río rebelde, en Costa Rica. Si sus bisnietos ya fueran grandes, posiblemente, ya hubiera meditado en La India, comido arroz al curry en Japón y atravesado la Plaza Roja de Moscú. Agradece a Dios por la familia que le ha dado y los viajes que le ha permitido, sin pensar que, sencillamente, es la respuesta a su amor desmedido. Ahora disfruta la fortuna de ver realizado su remoto sueño.   



Lejanas quedaron las horas en que su vida se concentraba en atender a papá y a criarnos, a  mis hermanos y a mí. En el transcurso, no quedaba espacio para pensar en otra cosa que no fuera su vida rutinaria. Mucho menos, en la posibilidad de conocer los lugares idílicos de los largometrajes antiguos que veía, antes de dormir, por televisión. Cuando pasaron la película, “Vacaciones en Roma”, protagonizada por Audrey Hepburn y Gregory Peck, quedó impresionada por las imágenes de los lugares emblemáticos de esa ciudad. El deseo de ir allá, algún día, se escondió detrás de la imposibilidad de alcanzarlo. Lo primordial eran la alimentación y los estudios para los niños. En consecuencia, sus sueños no pasaban los límites de vernos convertidos en hombres y mujeres de bien. Luego, con la llegada de los nietos, surgió uno nuevo: la oportunidad de verlos crecer. 




Cuando nació Cristal, la primera nieta, sintió que el alma adquiría una nueva dimensión; ahora era capaz de albergar inefables sentimientos. En tanto la madre, mi hermana, cumplía con sus compromisos laborales, mi mamá se dedicaba a cuidarla, creándose ese lazo especial que se establece entre las abuelas maternas y sus nietos. Para Cristal, según sus propias palabras, la abuela fue la roca donde pudo aferrarse en el mar de sus confusiones juveniles; el consejo oportuno entre sus indecisiones, la voz que doblegaba, con dulzura, sus noches de insomnio. En las encrucijadas existenciales, su sabia abuela era la brújula perfecta. ¿Cómo agradecerle tanto amor y esmero? El destino señalaría la ruta.




Mamá, mi hermana y yo no sabíamos qué hacer. Cristal lloraba por los rincones a causa de su primera decepción amorosa. Era la primera nieta, primera hija, primera sobrina. Sufriendo, quizás, más que ella, nosotras encontramos, cual hadas madrinas de la Bella durmiente, la varita mágica para alejarla de tan magno dolor. La llevamos a México, donde,  escalando las Pirámides de Teotihuacán, cruzando, en trajineras, el Lago de Xochimilco y contemplando el Monumento El Ángel de la Independencia, en el Paseo de La Reforma, en Ciudad de México, mi sobrina comprendió que el joven, del que se prendó, no merecía una lágrima más. Su abuela comentó: “Por lo visto, nada mejor que un viaje para aliviar las penas”.




Tal vez, recordó, entonces, el deseo que se le extravió entre las carencias y las responsabilidades de antaño. Mientras se conformaba con las referencias de otros países, en las revistas y los programas de turismo que aparecían en la televisión por cable, sus hijos seguían dándole más nietos. El espíritu gallináceo se ufanaba de verse rodeado por una familia unida. Su fortaleza se puso a prueba cuando el mayor de los varones decidió sembrar futuro en las tierras lejanas de California. Aferrada a la alquimia del amor maternal, pudo transformar el dolor que le causaba separarse del hijo amigo-confidente, de la nuera y los tres nietos, en alegría por la oportunidad de una vida mejor para ellos. Al día de hoy, otros hijos y nietos viven en otros países. Por fortuna, se la llevan a pasar tiempo con ellos.
La vida fluía y ella no de dejaba de hacer turismo por TV.
—¿Qué ves, abuelita?—, le preguntó Cristal, una tarde.
—El canal de Panamá. Siempre me ha llamado la atención.
—¿Te gustaría conocerlo?
—¡Claro! Te digo un secreto: hay dos países que me gustaría visitar. Roma, para lanzar una moneda en la Fontana di Trevi, y Panamá, por el extraordinario canal. “Soñar no cuesta nada”, ¿verdad?
—Prometo que te llevaré.
Cristal se casó y se fue a Canadá. Aquella promesa parecía que se extraviaba, como lo hizo una vez aquel sueño que emergió viendo Vacaciones en Roma. Mi sobrina, bella e inteligente, es una mujer de palabra, más cuando se trata de su amadísima, el cuenco de los más bellos recuerdos infantiles, cuando dejaba volar la imaginación en el regazo oloroso a abuelita limpia, el mismo regazo que, en la adultez, le proporcionaba serenidad. Los problemas se esfuman en su presencia. El esposo la acompañó al aeropuerto. Una vez aquí, ella y mamá tomaron un avión para ir a Panamá. Continuó pasando el tiempo; mamá seguía haciendo visitas largas en el extranjero. En la calidez de nuestra soledad, yo le hablaba de los hermosos países europeos que había conocido, lamentando no haber podido llevarla a ella conmigo.
—No te preocupes, hija, que mi nieta lo hará.




Hoy mamá está en Europa, con Cristal, la nieta mayor, y Dinora, la menor de sus hijas, las tres, vueltas niñas, admirando avenidas, edificios, catedrales y monumentos; cada una cumpliendo su sueño: mamá, lanzar una moneda en la Fontana di Trevi, como lo imaginó un día lejano, mientras preparaba a sus hijos para ir a la escuela; Dinora, subir a la Torre Eiffel y, Cristal, cumplir con el sueño de su abuela. Ya estuvieron en el Palacio Cibeles, en Madrid, en la Basílica de San Pedro, en Roma, y en el Arco de Triunfo de París, entre tantos otros sitios que permanecerán en sus memorias. Mi madre cumple años, aún vital y soñadora. Lo celebrará en París. Aún no termina el tour y ya está pensando dónde la llevará el destino próximamente. “Mientras tengas un sueño en el corazón…, tu vida tendrá sentido”…  Mamá seguirá soñando, en tanto su corazón siga latiendo.
 ¡Brindo por ella!

Olga Cortez Barbera
25/03/2019

miércoles, 20 de marzo de 2019

PERO...




Duden de todo. Encuentren su propia luz.
Siddhartha Gautama Buda

Y como si fuera poco, el mal tiempo. Una lluvia que le empapaba el desánimo, más que la vestimenta. El hombre caminaba ajeno al tráfico, a las bocinas, al desespero de la gente por subir a los autobuses. Quería sofocar el iceberg que le quemaba las entrañas, bebiendo, como ya era costumbre, en un bar. Palpó los bolsillos… ¡Nada! Las últimas monedas se las había dado, unos minutos antes, a una niña que gritaba, en silencio, su miseria. Se preguntó si no era mayor la suya. Además de la tragedia sufrida, lo habían despedido del trabajo, sin el menor rasgo de piedad. Los amigos de siempre, cansados de ver su abatimiento y sin saber que más decirle, terminaron por darle espacio para el duelo. Víctima de la incomprensión, el hombre sentía que el mundo no era más que un globo lleno de injusticias. Continuó caminando sin brújula, esquivando las veredas que lo llevaban a su casa, al antro de la soledad.
En un alero, decidió refugiarse. Lamentó el exilio de la rutina diaria, de aquel caos citadino que cruzó tantas tardes para llegar al hogar donde no siempre imperaba el sosiego. ¡Qué baladíes le parecían ahora las riñas domésticas y los escandalosos juegos de los hijos que no le permitían deshacerse del cansancio laboral! Sin embargo, era feliz. ¿Acaso no merecía serlo? La vida no era un malvavisco. Lo aprendió en la niñez, entre las rudezas del orfanato, donde tuvo que sobrevivir a los desafueros del más fuerte. Aferrado al lugar común, Si la vida te da limones haz limonada, una vez lejos de aquel sitio, logró integrarse a la sociedad, convertido en un individuo de bien.
Un señor, maletín en mano, se detuvo a su lado:
—Casi no llueve—comentó.
El hombre lo ignoró, fastidiado por la interrupción del curso de sus pensamientos. Observó que era un predicador;  lo menos que deseaba era una perorata sobre la palabra santa.
—¡Qué bueno, en poco, deja de llover!—insistió.
Algo había que reconocerle a los predicadores, la obstinación frente a la poca receptividad de los transeúntes.  
—¿Le importaría dedicarme unos minutos?
No se molestó en contestar. Con desdén patricio, tomó el folleto que el señor le entregaba. Total, ¡no tenía qué perder!
—¿Sabe usted que estamos en las vísperas del final de los tiempos? Es hora de regocijarnos en la Biblia. Jehová espera por ti, y por todos aquellos que busquen el conocimiento, para ofrendar las bondades de la vida eterna. En el paraíso conocerás la felicidad verdadera. No habrá sufrimientos ni carencias. Disfrutarás de armonía y paz infinitas…
—¡Sí, cómo no!
—¿Lo duda? Si usted lee este folleto, hallará textos e ilustraciones sobre lo que les espera a quienes sigan fielmente la palabra. De otra forma, será imposible.
—¿El fin de los tiempos, dice usted?
—Umjú, ¿no se da cuenta de cómo se hunden las sociedades en la inmoralidad y la corrupción? Próximo está el momento de ponerles coto, de vencer a Satanás. Si lo duda, lea las sagradas escrituras y comprobará que las profecías, allí descritas, se han venido cumpliendo una a una.
¡Bah! El fin podía ser muchas cosas y de distintas maneras, no sólo con la muerte. Cansado del parloteo, se despidió con la promesa de ir tras la sabiduría bíblica, aunque ambos vislumbraban que la promesa escaparía, de inmediato, al olvido. El hombre, sin otra cosa que lo motivara, se sumergió en divagaciones sobre lo que había escuchado. Qué extraño era el Dios del que le había hablado ese señor. El padre que envió al hijo a la cruz para que los mortales recibieran el perdón de sus pecados y la vida eterna; “siguen pecando”. El ser que se  preparaba, desde siglos atrás, para vencer al diablo, responsable de la anarquía terrenal; “¿cuánto más habrá que esperar?” Aquel que ofrecía el paraíso a quien encontrara el camino de la salvación espiritual. “Pues, esperando quedará porque, como marcha el mundo, su intención terminará esfumándose”, pensó, preso del sarcasmo.
Hoy todo era más fácil y accesible, gracias a los avances de la ciencia y la tecnología. En consecuencia, en vez de hombres y mujeres menos pecadores, la perversión alcanzaba expresiones insospechadas. ¿Había diferencia entre las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, los misiles inteligentes de hoy,  y las fosas de los leones, durante el imperio romano? Sí, las bombas y los misiles contaban con grados de mayor sofisticación. El espíritu se cubría con capas de barniz, cada vez más densas. Bastaba con ver la hipocresía de la gente que iba a los templos, con una vela en una mano y un garrote en la otra; o encender el televisor para darse cuenta del caos planetario que obligaba a conjeturar sobre el atraso legendario del triunfo del bien sobre el mal.  
¿Existía Dios o, en todo caso, hacia dónde dirigía la mirada frente al dolor humano? Habría que preguntarle a un padre somalí, con el hijo moribundo en brazos, casi vuelto osamenta, rodeado por las moscas de la pobreza y el abandono; a una madre del medio oriente, con el fruto de sus entrañas mutilado por una guerra que no buscó o, simplemente, a él, ahora que poseía los argumentos suficientes para opinar. ¿Blasfemias? No lo consideraba así. Se afirmaba que el todopoderoso había creado a los hombres a su imagen y semejanza. Gozaban de los dones de la razón y los sentimientos, a modo de que se le diera buen uso al libre albedrío. No obstante, los mandamientos se seguían violando, como si fueran letras muertas. En la anarquía existente, no era extraño que la vida fuera un infierno.
Hubo un tiempo en que creyó en Él, mucho después de aquel orfanato ajeno a la compasión. En aquel ambiente lóbrego, la divinidad no pasaba de ser un cuento. Sin embargo, la luz de la esperanza comenzó a iluminarlo cuando la joven hermosa y sensible aceptó a casarse con él. Luego, con la llegada de los hijos, la fe escaló nuevas dimensiones. Se sentía bendecido; por lo que, cada noche, antes de entregarse al sueño, elevaba palabras de gratitud. La fuerza de los acontecimientos, destruyó de un estacazo, sus convicciones. Qué tonto había sido en depositar su confianza en un dios que, evidentemente, nunca había existido.    
Lo entendió al recibir la noticia; lo confirmó en la audiencia, cuando el juez falló a favor de los argumentos torpes del séquito de abogados. El acaudalado empresario no era responsable del despiste de la mujer, al cruzar la calle con los dos niños. Se ignoraron las declaraciones de los testigos y las pruebas de las imágenes que mostraban el semáforo en rojo para los vehículos, en el momento en que el empresario conducía el Ferrari, a gran velocidad. No fueron aceptadas, por los miembros del tribunal, las evidencias de la parte acusadora. El prestigioso contribuyente de las instituciones educativas y de las obras de caridad, no había salido esa mañana con la intención de atropellar a los miembros de la comunidad”. El hombre, invadido por la impotencia y obligándose a controlar los deseos de venganza, que no le devolverían su familia, tuvo que enfrentar la nueva realidad: renegando de la justicia, tener que respirar sin sentido...
El predicador había disertado sobre el fin de los tiempos. El hombre pudo haberle dicho que no malgastara los suyos con alguien que estaba casi muerto, sumergido en la certeza de una existencia que no merecía ser cruzada, donde el diablo era el ser humano y el infierno la vida misma. Más allá de esta, no había  paraísos ni reencuentros celestiales. Nadie había regresado para contarlo. Desechó la idea de hablarle sobre lo que le rondaba el pensamiento. No necesitaba una arenga sobre el suicidio, sobre todo cuando era él, y no el predicador, quien cargaba un corazón vuelto una masa lacerante que no dejaba de latir. Sintió envidia de aquella persona asida a un credo que le era suficiente para remontar las horas adversas. A él le habían aplastado la fe. Sin cielos que contemplar, siguió caminando, maldiciendo su suerte.  En tanto decidía en qué puente arrojar su destino, dijo: No necesito buscar mi propia luz, ni quiero doblegar la intención de acabar con todo de una buena vez, pero… si existes y si peco por despreciar la vida, entonces, tú que todo la sabes y puedes ver lo atormentada que llevo el alma, acudo a tu clemencia infinita para que me comprendas y no me condenes.
Olga Cortez Barbera   

Imagen: Mariposadel67
Crédito de foto: Sureeyapon Sri-ampai