jueves, 26 de diciembre de 2013

LA LEALTAD DE LOS CELTAS




            A mi hermano le gustaban los papagayos, las perinolas, las golosinas y jugar conmigo. Éramos muy unidos. A pesar de las bromas que me hacía, no era tanto mi disgusto. Su manera de ser desbarataba las “insalvables diferencias” y pronto volvíamos a nuestros juegos. Era menor que yo. Sin embargo, su propósito fundamental era asumir el papel de hermano mayor. Me acompañaba a todas partes, y me protegía de todo aquello que le pareciera una amenaza. Más de una vez, cerró el puño amenazante cuando sintió que un compañero de clases me había visto con malos ojos, según su propio criterio.
            En casa, éramos presa de las dificultades económicas, situación agobiante para papá. Su negocio de aves de corral, a la que se dedicó sin tener profundos conocimientos, corría pendiente abajo. Las gallinas enfermaban y morían. Como eran tantas, aún podíamos abastecer la demanda de huevos de las bodegas de la zona. Sin embargo, la situación lo había obligado a tomar una decisión: despedir al ayudante repartidor. No le quedó más que contar con mi hermano y conmigo. Pronto nos encargamos de los despachos.
            Luego de la escuela y del almuerzo, con una cesta de huevos cada uno y acompañados por nuestros perros, salíamos muy juiciosos a cumplir con la encomienda. Pero apenas hacíamos la entrega, en vez de regresar a casa de inmediato, dejábamos la cesta a un lado para jugar entre los matorrales.  Nos seguían las mascotas, Coqui y Camelo, que cazaban lagartijas e insectos. Ellos eran inseparables. Comían, jugaban y dormían juntos. Eran un dúo de ladridos frente a la presencia de extraños. Pero, apenas les acariciaban la cabeza, mordían su furia, al ritmo de sus alegres colas. Se convirtieron, también, en las mascotas del vecindario. Era gracioso verlos correr detrás las bicicletas, con sus ladridos de locos inofensivos. Los ciclistas no se asustaban y reían. A veces se nos perdían, quién sabe por cuáles caminos  polvorientos. Papá nos aseguraba que ellos siempre volverían. Los perros eran agradecidos y leales, más aún si eran bien tratados. Por voluntad propia, nunca nos abandonaron.
            Llegaron las fiestas navideñas y, con ellas, más pedidos. Papá comentó que era necesario contratar a alguien que nos ayudara. Nosotros no aceptamos. Dudó un momento, pero prevaleció la realidad. A cambio, nos hizo una promesa: llevarnos a las patinatas como premio.  Las patinatas eran el evento particular de los diciembres. En vísperas de la navidad, después de la “misa de gallos”, la gente salía de la iglesia y se quedaba en las calles a compartir con familiares y amigos. Los niños y adultos podían, entonces, lucir y usar sus patines. El que no, se reunía con otros a comer pastelitos y a tomar café o chocolate caliente.
            La promesa entusiasmó a mi hermano. Dijo que me enseñaría a patinar, algo con lo que había soñado desde siempre, por mucho que mi abuela insistiera en que los patines habían sido inventados para el entretenimiento exclusivo de los varones: “Una niña decente no debe hacer esas cosas”. Yo estaba convencida de que mi abuela estaba pasada de moda. La ilusión nos preparó para realizar nuestro trabajo como nunca. En vez de una cesta, llevaríamos dos cada uno, aunque el peso nos convirtiera en tortugas repartidoras. Los buenos propósitos quedaron a medias. ¿Cómo no distraerse?
A través de las puertas y ventanas abiertas, los maravillosos pesebres, con sus montañas y valles de cartón coloreado, con sus pequeñas casas, animales y lagos de espejo, nos detenían a cada rato. Bajo la estrella de Belén escarchada, José, María y los Reyes Magos esperaban, en silencio, la llegada del Niño Jesús. Sumergidos en las mágicas escenas, se nos escurrían los minutos por las rendijas del tiempo, hasta que recordábamos nuestra tarea. De regreso nos esperaban otras cestas. Al final, sufrimos un accidente.
Era el último pedido por entregar. Entre la brisa fresca y los villancicos, nos sentamos en la acera para descansar. Comenzamos a hablar  sobre la precaria situación  en casa. Mi hermano dijo que no le importaba abandonar los estudios para seguir ayudando a papá. Pensé que él no tenía la edad suficiente para asumir esa responsabilidad. Además, estaba segura de que mis padres no lo aceptarían. No obstante, aquella muestra de buena voluntad, me hizo verlo menos niño. Nos levantamos. Ya cerca dela bodega pisé mal y caí. Fue un buen porrazo. Mi hermano reía a carcajadas. Me ayudó a pararme. Cuando se dio cuenta de mis lágrimas, dejó de reír y se puso a limpiar los raspones de mis rodillas.
-No llores más-dijo-. Mamá te pondrá algo en las heridas y te sentirás mejor.
Me le quedé mirando.
-¿Y si ahora no nos llevan a las patinetas?-dije.
-No importa, vamos el otro año.
Agregué que, más que el dolor del momento, temía a la rabieta de papá:
-¿Te imaginas cómo se pondrá? ¡Me va a castigar! 
Se quedó pensando unos segundos.
-Vamos a hacer algo-sugirió-, le diré que se me cayeron a mí.
-¿A ti?
-Sí, ¿acaso no ves que tu hermano es muy valiente?
Nos reímos.
No más lágrimas. Mi amor hacia él creció tanto, que parecía brotar por los poros de mis sentimientos. Supe que nunca podría quererlo más, y que se ganaba mi lealtad eterna. ¡Lealtad! Esa palabra me hizo recordar una de las historias de Ma´Celina, mi bisabuela de los cuentos, la del coco, la sayona, el silbón, los monstruos y los fantasmas. También la de las princesas y los finales felices. Sentí que estaba a mi lado y que podía escucharla hablar sobre el juramento de los celtas:
"Las tribus celtas habitaron Europa unos ochocientos años antes de la era cristiana. Estas tribus celebraron un tratado de paz con Alejandro Magno, un célebre macedonio que realizaba una campaña militar en la zona. Los celtas juraron que esa alianza duraría hasta que el cielo se desplomara. Mil años después, ellos usaron la misma fórmula para dar su palabra de honor: Nosotros guardaremos fidelidad a menos que el cielo se caiga y nos aplaste o que la tierra se abra y nos trague o que el mar se eleve y nos sumerja".   
En aquel momento sagrado sentí que eran las mismas palabras que mi corazón quería decir. Mi hermano, en definitiva, era un ser especial. Por eso, aquella tarde, juré en secreto que mi alianza con él quedaría estampada por mil sellos de sangre, y que duraría hasta que el cielo se desplomara. Mi agradecimiento era tal,  que agregué algo más: Mi fidelidad durará hasta que la muerte nos separe. No recordaba donde había escuchado esa expresión, pero me pareció perfecta, y que era lo menos que podía ofrecer a un hermano como él. Caminamos en silencio. Tal vez, él pensaba en el castigo que recibiría. Yo, en lo que acababa de pasar. Ese suceso significó más de lo que pude suponer entonces: entre villancicos y huevos rotos, dejamos de ser niños.



 Olga Cortez Barbera

Paseando a tu perro... Una grata experiencia que llama a reflexión.


Paseando a tu perro, por Fedosy Santaella
Por Fedosy Santaella | 22 de Julio, 2013




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Paseos de inmersión
Y bueno, estamos en la aventura de tener un perro. En casa se antojaron —la señora, el niño—, pero yo no quería uno chiquito, con rulitos, ni que atormentara con ladridos estridentes. Yo sabía que quien lo iba a terminar paseando, dándole de comer y llevándolo al veterinario iba a ser yo. Por lo tanto —y me van a disculpar el machismo— yo quería un perro que me representara, un perro que un hombre pudiera pasear. Así que compré un labrador, negro, de tres meses. Bueno, sí, estaba pequeño, pero el elemento creció, y mucho. Hoy día va a cumplir nueve meses y es enorme y hermoso. Y loco. Pero esa es otra historia.
El asunto es que, tal como lo había sospechado, quien terminó encargándose del perro fui yo. Lo paseo dos veces al día, en la mañana temprano me fajo más. Aprovecho de hacer ejercicios. Gracias al perro he rebajado. Y también, gracias al perro, he conocido el circuito incógnito de las mascotas y sus dueños. Porque acá en Caracas no es como en Buenos Aires, acá en Caracas el dueño pasea a su perro.
Norman Sims habla de la «inmersión» como una de las características del arte de escribir crónicas. «La inmersión significa el tiempo dedicado al trabajo», dice. Y también: «Los periodistas literarios apuestan con su tiempo. Su impulso de escribir los lleva a la inmersión, a tratar de aprender todo lo que hay que saber sobre un tema.» Yo no sé si soy un periodista literario ni tampoco sé si este texto es una crónica, pero sí les puedo decir que me he tomado mi tiempo con el perro y sus paseos. Ni modo, yo soy uno de los dueños, de los protagonistas. Soy uno de ellos.
Los nombres y las ordenanzas
Usted saca a pasear a su perro y poco a poco va conociendo a la gente. Otra gente con perros, claro está. Perros grandes, perros pequeños, con gente que no necesariamente se parece a sus perros, o viceversa. Algunos sí, otros no. Pero el hecho es que empiezas a hablar con esta gente y descubres algo muy particular, una constante, diría incluso que casi una ley: ningún dueño de perro conoce el nombre del otro dueño de perro. Es decir, hoy y después de varios meses paseando a mi perro, hablo con la dueña de una bella y alborotada husky siberiana llamada Mincha, amenamente y con confianza, pero de la señora, ignoro su nombre. Otro día conozco a otra señora bastante bien puesta que se nota que va todos los días al gimnasio. Por supuesto, también hablo con ella, pero ella es apenas la dueña de Bobby, un yorkshire terrier que está enamorado perdidamente de Mincha. Conoces también al señor que con orgullo carga sin amarras a una weimaraner ya viejita de nombre Manila. Suelo huir de él cuando lo veo en la distancia, pues este señor se las sabes todas y se esfuerza por transmitirme —sin que yo se lo haya pedido— todos sus conocimientos con respecto al cuidado de los perros. Cabe decir que cree fielmente en el entrenador ése que sale por Discovery, y en que a los perros no hay que tenerlos amarrados, porque se vuelven perros bravos. Quizás olvida o desconoce este señor la Ordenanza del Municipio Baruta sobre Protección y Control Animal. Allí, en esa Ordenanza, el artículo 8 dice lo siguiente: «Sólo se permitirá la circulación y permanencia de animales domésticos en parques, plazas, avenidas, calles y otros lugares de uso público, cuando éstos estén acompañados por sus dueños o por una persona que se haga responsable por ellos. Los caninos deberán llevar collar y cadena o lo que haga sus veces, además de portar la placa metálica de identificación y, si el carácter agresivo del animal lo requiere, bozal.» Es decir, el perrito —o perrote— siempre debe ir llevado por las cuerdas del amo. Más de una historia trágica ha ocurrido porque algún dueño de perro no lo llevaba sujetado. Suele ocurrir que los perros pequeños van sueltos y corren hacia los grandes dando ladridos desesperantes. No quieren ustedes saber qué ha sucedido en el encuentro.
La señora insólita
Merece un aparte la señora insólita. La conocí durante los primeros meses, entrando al parque cercano de mi urbanización. Ella estaba sentada en un banquito con un perro pequeño, de raza indistinta y que tenía un corte donde lucía llamativamente una gran cresta que podríamos llamar punketa. El perro apenas me vio llegar con mi perrote negro, empezó a ladrar enfurecido. Estaba amarrado, eso sí, y se agradece.
La dueña era esta señora que no puedo llamar de otra manera sino «señora insólita». Regordeta, de cabello negros rulos, anteojos gruesos, mirada de búho y blujines pescadores, la señora tenía —y  tiene— aires de baquiana del patio que escruta sin disimulo a todo nuevo que llega por sus predios. Así, de entrada, sin ni siquiera presentarse y con voz sedada de siquiátrico esta señora insólita me preguntó si mi perro era adoptado. Me ofendí, debo confesar que me ofendí. ¿Mi perro? ¿Mi hermoso labrador adoptado? Le dije que no y seguí de largo sin prestarle mayor atención pero rumiando la pregunta venenosa.
Otro día volví a encontrármela en la zona para mascotas del parque. La señora me preguntó cómo se llamaba mi perro. Yo le dije el nombre. Desde entonces, cada vez que la señora nos ve, saluda al perro, y a mí ni me mira. Lo saluda además con infinito cariño, con infinito amor y alegría. Yo —creo que por fortuna— soy simplemente ignorado. Incluso, he llegado a pensarlo, le soy antipático a la señora. Debo decir que a mí no me cae mal. Pero hay algo en su cara de búho, no sé, algo en sus jeans pescadores. No sé.
Los otros
Están los otros, por supuesto. Un aficionado a los militares diría los civiles. Los otros, los que no son los dueños de perros. Muchos te ignoran, muchos se apartan (lógico en el caso de mi perrote), otros te ven con mala cara. Como si estuvieras cometiendo un pecado, como si tener un perro fuese la peor cosa del mundo. ¿Son acaso los amantes de los gatos que nos miran tan feo? ¿O son acaso gente sin ninguna mascota? Quizás son personas que generalizan, que creen que tú eres el dueño del perro que se ha hecho pupú en la puerta de su edificio, que tú eres el dueño del perro que más ladra en toda la urbanización y que no deja a la gente dormir en paz. Que tú eres el dueño del perro más agresivo del planeta. Pues en verdad nada de eso. Mi perro lo llevo con toda la decencia del mundo, y también llevo con toda decencia la caca del perro a su basurero. Y mi perro nunca ha mordido a nadie; es un gran inocentón que cree que la humanidad entera quiere jugar con él. Pero toda esa gente nos mira encendida, desconfiada, y no les quito razón. No les quito razón porque sobran los irresponsables allá afuera. Si usted es un irresponsable, su perro también lo será. Los perros dan lo que reciben.
La caca
Guillermo Sheridan escribió sobre las excretas en un artículo que leí en Letras Libres. Dice que en el DF se producen diariamente 750 toneladas de excretas caninas. También habla de la palabra en sí misma, es decir de la palabra «excreta». Dice que es un eufemismo para evitar la palabra «caca», que a su vez es otro eufemismo. Caca, nos informa Sheridan, «viene del latín “cac”, que es un uso hipocorístico —es decir, cariñosamente pueril— de “cacare” que significa cagar.»
Yo no sé cuántos perros habrá en mi ciudad ni en mi zona. Lo que sí puedo decir, y disculpen la digresión, es que mi urbanización es la urbanización de los schnauzer, perros bigotones, pequeños, bonitos y absolutamente insoportables, pues ladran a todo dar y son buscadores de pleitos. Adonde volteo, veo un schanauzer, y tengo que andar cambiándome de acera, para que el simpático schanauzer no le busque problemas a mi callado labrador (que tampoco es un santo, pero vamos, no ladra o más bien chilla como los otros). Creo que el predominio de una determinada raza de perro es zonal e incluso que obedece a la moda. En la urbanización donde vivía antes, predominaban los también insufribles caniches, y que me disculpe mi señora que tenía el suyo y lo adoraba.
Aquí o allá, moda o no, schanauzer o poodle, el hecho es que ustedes salen a las calles de mi urbanización —y de muchas otras— y encuentran que hay caca de perro en todos lados. Caca en el monte, en la puerta de tu edificio, en la acera, junto al banquito. Caca y más caca de perro. Pisoteada por algún infortunado o completa y bien formada, reluciente y orgullosa. La gente como que no termina de entender. Llevar una bolsita, inclinar, recoger, llevar al pote de basura público. ¿Saben?, sí hay potes de basura públicos, y tienen además un cartelito que te invita a que dejes allí la caca de tu perro. ¿Será que la gente no sabe leer? La idea es ver esos potes atestados de bolsitas. La idea es que uno no tenga llegar a su casa lavando la suela de los zapatos. La idea es que esa caca no abunde y no produzca en abundancia las peligrosas células de escherichia colide las que habla Sheridan en su artículo.
Pretendemos ser buenos ciudadanos, hablamos de lo destartalado que anda el país, de lo pésimo que es el gobierno, creemos que conversando con la vecina podemos resolver todos los males de este mundo, pero no recogemos la caca de nuestros perros. Por ahí no va la cosa, definitivamente no. La ciudadanía, queridos amigos, está hecha de pequeños detalles.
Vuelta a casa
Parar por un momento. Parar y salir afuera, eso es lo que uno hace. Recuerdo un aviso publicitario de World for All. Se trata de una ilustración en blanco y negro. Allí se ve un banquito y un hombre que está siendo halado de una cuerda gracias a un perrito, lejos de aquel banco que se tambalea sobre otra cuerda, una cuerda que pende del techo, una cuerda que es una soga, una soga de ahorcado. El aviso dice: «Los perros curan la depresión. Adopta uno.» Yo no lo adopté —a pesar de lo que crea la señora insólita—, pero salgo con mi perro todos los días. Sí, me voy afuera y disfruto. Siempre lo he dicho, esta ciudad tiene más árboles de lo que uno cree. Y también más parques. Los parques están allí, acogedores, llenos de brisa, silenciosos. Los parques son para nosotros.

Yo salgo, disfruto de mi perro, disfruto de los parques y luego regreso a casa. El cansancio de la vuelta me alegra. Me alegra la subida, me alegra retornar luego de haber parado por un momento, luego de haberme alejado de la computadora (esa soga de las sociedades modernas), del trabajo, de todo aquello que en ocasiones es tan grande, tan pesado, que no nos deja ver otras cosas. Sí, volver a casa, cada mañana con mi perro es un placer, una forma de seguir, otra manera de mirar. Un reposo.
Fuente: Prodavinci.com

miércoles, 27 de noviembre de 2013

LA HORA DE LA NOVELA



Mi madre bella

Se volvió ritual…, desde hace mucho tiempo. Una noche, después de su hacer doméstico, se asomó a la puerta de mi habitación para preguntarme: ¿Vemos juntas la novela? Yo acepté, sintiendo que aquella “concesión” de mi parte me apartaba de mis momentos de escribir o de mi culto a las series detectivescas, los programas de moda, salud u opinión. Era incómodo separarme de mis costumbres: llegar a casa, ir al gimnasio o pasar un par de horas con mi compañero sentimental. Luego, ponerme cómoda y encender la computadora o la televisión. Pero, por ese sentimiento que nos lleva a hacer cosas que ya no queremos, retomé el camino de las tramas novelescas. Desde entonces, mi madre termina sus labores en la cocina, ronda por las otras habitaciones, hasta que deja para mí los sesenta minutos antes de irse a dormir. Entonces, se acuesta a mi lado y acomoda la almohada para compartir, más que los contubernios escabrosos de la novela de turno, el tiempo precioso que se le escapa, con la mayor de sus hijos.
Con los personajes, ríe y sufre, se sorprende y se indigna. A su lado, voy sintiendo lo mismo. En los comerciales, hablamos de las novedades del día y de los eventos familiares. Otras veces, hacemos chistes y nos tomamos el pelo. Como cuando, al hilo del melodrama que vemos, y de lo diferente que somos físicamente, le pregunto: “Mamá, ¿cuándo me dirás la verdad? ¿Quién es mi madre?” Y ella responde: “Ah, no seas zoqueta”. Termina la novela y, cuando el peso de la edad se lo permite, me acompaña otro rato. Pero cuando la obstinación de los párpados no le deja mirar la pantalla, se levanta de la cama, me da un beso y me “echa la bendición”. Puedo dormir tranquila. No le temo a la oscuridad porque me siento bendita. Y mientras me alcanza el sueño, medito unos instantes y concluyo que, entre novela y novela, se nos está yendo la vida.
Ayer sucedió algo diferente. Las patrañas de ficción, no tan ajenas a la realidad, me fastidiaban, por lo que opté por jugar Candy Crush en el Ipad, que hace tiempo dejó de ser mío para ser de ella: “Enséñame cómo se maneja. Quiero ver las fotos de mis nietos en Facebook y mandarles mensajes”. Porque mi madre no se quedó en el pasado. Traspasó la frontera de su generación para ser lo que es hoy: una mujer actual, al tanto de lo que sucede en la sociedad, la ciencia, la tecnología, en el mundo. Si no, que lo digan sus jeans y su afán por dejar atrás los prejuicios de su época. Así pudo entender a cada uno de sus hijos. Así aceptó mis deseos de libertad y mi estilo de vida, ajenos a sus principios, para convertirse en la más grande de mis amigas. Y por esa amistad pude sobrevivir a las peores circunstancias.

En Universal Studios

Cansada de jugar, y terminando la novela, entré a Youtube y busqué una canción. La voz de María Luisa Landín se apropió del cuarto: “Adivina, mamá, ¿cuál es esta canción?”,  “Amor perdido-contestó, entre un profundo suspiro y añadiendo-, ¡cuántos recuerdos!” Cuando terminó, quiso que le pusiera No es Venganza, de Carmen Delia Dipini, Momposina, de Nelson Pinedo. Luego, las peticiones abarcaron a El Trío San Juan, Leo Marini y otros más; mientras, las melodías me transportaban al valle de la niñez, cuando mis padres eran jóvenes y ella luchaba por encontrar la lucerna de la felicidad. Sus recuerdos y los míos iban en paralelo. Yo rememoraba la vida nuestra, en familia. Ella, seguramente, lo remoto de una juventud llena de ilusiones y romanticismo. Y, quizás, se preguntaba por enésima vez si su existencia pudo haber sido distinta a la dureza e incomprensión que le tocó atravesar.
            Viéndola así, nostálgica y pensativa, percibí nuevamente su fragilidad. Pero detrás de esa fragilidad, sensible y generosa, brota perenne una orquídea  de titanio para quien lo sepa ver. Esa mujer que me hizo, y que me hace a cada momento, es el ángel que nos envió Dios, a mis hermanos y a mí, para iluminar nuestros días. Es el lecho del río de nuestros aciertos y fracasos, donde se asientan los rescoldos de nuestras alegrías y tristezas. Su vida se centró en ocultar sus frustraciones y vernos crecer, tropezar y aprender. Nosotros, egoístas sin pretenderlo, nos dedicamos a vivir, en tanto ella sustituía sus ilusiones fallidas por nuestros logros. Ahora que la madurez y los vientos, que se debilitan paulatinamente, se ciernen sobre nosotros, deseamos que disfrute lo más que se pueda  y esté en nuestras manos.  

En Las Vegas

            Estaba allí, sumida en sus nostalgias. Y yo la veía y me veía, más allá de lo corpóreo. Y ella era árbol y, yo, una de sus ramas que, por más torcida e imperfecta, no dejaba de ser el mismo árbol. Comprendí que existían diferencias entre nosotras, pero que, definitivamente, eran más las semejanzas: el alma, la sangre. Dos mujeres unidas por los designios divinos, cruzando el último tramo. Sólo Dios sabe quién llegará primero al final. A cierta edad,  parece que todo se unifica. La sensibilidad y el entendimiento de lo que nos rodea, es mayor. Una canción nos vuelve al pasado, de la misma manera. Ella podía hacerlo con “Sin ti”, interpretada por Los Panchos. Yo, con “Samba pa´ti”, de Santana. En esos instantes únicos pude comprender a papá, cuando aún rondaba por este planeta y ponía sus long plays, dejando viajar la mirada hacia sus ayeres remotos, sin intentar comprender que, a su lado, mamá entristecía por no conocer su destino.

En sus 80 años, con sus hijos, a excepción del Chelito,
que vive  en el extranjero.

            La noche se acortaba y había qué descansar. “Bueno hija, ya me voy a dormir”. Me bendijo, como es usual, y se fue a su cuarto. Yo me quedé deseando poder volver el tiempo atrás, para compartirlo de nuevo con ella, pero de otra manera. Atendiéndola y cuidándola más, para editar su historia y sembrar de realidades hermosas  sus encrucijadas y sus sendas… Eso no es posible. Como nunca, la valoré. Por su constancia y su abnegación, por haber sabido mantener unida a su familia, a pesar de las adversidades. Por haberme permitido ser el ave peregrina, en comunión con la vida que eligí. Por ser la madre infinita y amorosa que nunca se rindió. No sé cuántas novelas más veremos juntas. Ni si serán buenas o malas. Lo que sí es que, de ahora en adelante, la hora de la novela despedirá un aroma distinto.  

Olga Cortez Barbera


domingo, 24 de noviembre de 2013

MI REINO POR UNOS ZAPATOS



Tenían que ser míos. Si no, se me iba la vida…; es decir, soñar toda la quincena con ellos, hasta morir. Comprarlos era como tener que decidir entre comer o verse bella. En mi caso, la idea no era tan disparatada porque, para lucir bien, ya se me hacía un hábito pasar hambre de tanto en tanto. Eso expresaban mis caderas. Además, había que darse un gusto eventualmente, aunque ello implicara pasar los días estirando el sueldo, como banda flexible. Sólo que pasaban las semanas, y lo que recibía de pago no era suficiente para cumplir con mis compromisos y comprar los zapatos.
-Será la quincena que viene-, me consolaba Nelly, mi compañera de trabajo.  
-¿Y si los venden todos?-respondía yo.
-¡Pues, compras otro modelo!
Era ese y no otro.
Así como quienes deliran por los gimnasios, los chocolates o las joyas, yo lo hacía por los zapatos. Un impulso inconsciente que me obligaba a pararme frente a las vitrinas y pasar largos minutos observando los que más me gustaban, con el deseo de poseer el dinero para llenar el clóset con todos los tipos y colores. El objeto de mi obsesión estaba allí: altos y delicados, elegantes y modernos. Los propios para que mis piernas se vieran más esbeltas. Las piernas que a Ernesto le fascinaban. Ahora que se acercaba mi cumpleaños, yo desfallecía por sorprenderlo con mi vestido malva y los zapatos de mis sueños. Abrí la alcancía mental y supe que aún no estaban a mi alcance.
¿Qué hacer? Podía solicitar un aumento de sueldo o un préstamo a cuenta de mis pasivos laborales para comprarlos. Al fin y al cabo, gozaba de la estima y la confianza de la empresa. Después de varios años de dedicación y eficiencia, me las tenía bien ganadas. Estaba muy a gusto en aquel grupo próspero y familiar, tanto que, a veces, me preguntaba qué me retenía allí, si la comodidad con que se trabajaba, o la oportunidad de compartir mis responsabilidades diarias con el señor Sahasya Marimahadevappa, mi jefe.
Él fue quien me dio el empleo. Comencé a trabajar el día siguiente de la entrevista. La simpatía fue recíproca. A pesar de no aparentar él tanta edad y pedirme que lo tuteara, decidí imponer el “señor” como un modo de establecer seriedad y respeto. Sin embargo, su amabilidad y deferencia se acrecentaban día por día, por lo que la ilusión se me abrió como una ostra al vapor.    
No podía acercarse porque una liebre saltarina se apoderaba de mi pecho. Sus roces ocasionales me lamían el estómago. Su voz me arrancaba los suspiros. Sus miradas me quitaban el sueño... Pero él no pasaba de tímidos galanteos. Nada para que yo pensara que enloquecía por mí. Por otro lado, el raciocinio no se cansaba de alertarme ¿Acaso era posible una relación  seria entre nosotros?
Existían otras cosas. Yo no era una tigresa y el señor Sahasya pertenecía a unas costumbres que no iban con las mías, gozaba de un nivel económico casi en la estratósfera y, sobre todo, era mi jefe. Además, según se rumoreaba por los pasillos, los padres le tenían una novia en Jaipur, la ciudad rosa, ubicada en la enigmática India. No me provocaba, para nada, ser la diversión del momento. Así que no me quedó más que dejar pasar el tiempo, sumergida entre latidos desbocados y deseos reprimidos.
Pero un corazón joven se las amaña para sobrevivir a los obstáculos emocionales. El mío se dedicó a demostrar su lealtad al trabajo y a los socios de la empresa. Entonces, me convertí en la mejor empleada, haciéndome merecedora del aprecio familiar. Aunque los galanteos medrosos de mi jefe no cesaron, aparté cualquier asomo de esperanza y decidí darle la oportunidad a Ernesto, un ejecutivo de ventas que viajaba por el mundo y que parecía muy interesado en mí. Tal vez esa era la razón para desear  impresionarlo cada vez que nos veíamos. Los zapatos ayudarían.
Mi jefe y su familia  estaban contentos. Había sido un buen año. Los socios me llamaron a la oficina para comunicarme que me había ganado un ascenso. Mientras destacaban mis virtudes laborales y particulares, yo no hacía más que pensar en ir a la zapatería al nomás cobrar mi primer aumento de sueldo. Al final, todos me miraron como esperando que les dijera algo. Yo, saliendo de mi abstracción, apenas atiné a expresar:
-Muchas Gracias.
La madre de mi jefe, sonrió y me dijo:
-Te esperamos mañana.
La oficina andaba alborotada. Los dueños invitaron a su casa al personal de la empresa para celebrar un año tan productivo. Dieron la tarde libre para que todos tuvieran tiempo de acicalarse. El agasajo coincidía con la fecha de mi cumpleaños. Con lo de la fiesta en la mansión de los jefes, nadie se acordó de “picar” la acostumbrada torta en la oficina. Así que tomé mi bolso y salí dispuesta a comprar los zapatos. Ya en la puerta,  el señor  Sahasya me dijo:
-A las ocho en casa, ¿ok?
Asentí con la cabeza.
Ya en mi habitación, pasé un largo rato frente al espejo. Los zapatos de tacones altos, punta fina y cintas alrededor del tobillo, se me veían fabulosos. Combinaban perfectamente con el vestido a la rodilla. Presumiendo de vanidad, me sentí elegante y sensual. Sonó el teléfono. Era Ernesto, que había llegado a la ciudad. Quería celebrar conmigo el cumpleaños. Dudé. “¿Cómo darle el plantón a la familia Sahasya luego del aumento de sueldo?”  La verdad era que no deseaba pasar mi día entre compañeros, hablando de trabajo y escuchando los mismos chistes. Y yo, que hacía lo posible para cambiar el destino de mis sentimientos, imaginé que la pasaría mejor con mi enamorado. En un segundo, pasé de la vergüenza al deseo de salir con Ernesto. “Entre tanta gente, quizás no se den cuenta de mi ausencia”.
Me citó a un restaurante al este de la ciudad, alejado de mi domicilio, con la promesa de ir luego a bailar. Lista y a punto de salir, comenzó un aguacero del fin de los tiempos. Yo no quería que se dañaran mis zapatos nuevos, por lo que me senté a esperar a que escampara. Le avisé a Ernesto que llegaría después.
Luego de la lluvia, el tráfico se transformó en una calamidad. La furia de las bocinas casi no me permitía escuchar lo que él me decía por el celular cada vez que llamaba para preguntar por dónde iba. No podía disimular la impaciencia y el disgusto. Al verme entrar al restaurante, vino hacia mí. Yo di una vuelta de pasarela para que pudiera admirarme y contemplar las piernas, que tanto le gustaban, sobre el hermoso calzado. Lo ignoró
-Vámonos, ya no tengo tiempo. Mejor te llevo a tu casa.
Su interés lo había barrido el aguacero. Un silencio de ataúd me dijo que no nos veríamos de nuevo. Si era así de intolerante, apenas comenzando un romance, mejor ni imaginar de lo que sería capaz después. Claro que pude bajarme del auto y mandarlo a freír orangutanes por grosero, pero el   tráfico no había mejorado. Y sin taxis a la mano y con las calles anegadas, ni pensarlo. Me aguanté su malestar, llenando sudokus en el Black Berry. Por fin, llegué a mi apartamento.
-Nos vemos luego-dijo.
“Sí, te creo”-pensé
El día de mi cumpleaños terminó sin baile, sin obsequio y sin el más mínimo halago. Por un momento, quise tomar otro taxi e ir a la fiesta de mi jefe, pero los zapatos nuevos me hacían doler los pies y estaba ansiosa por liberar los dedos. Ya encontraría un buen pretexto para mi jefe. Encendí la TV y me dormí.
Llegué a la oficina el lunes a primera hora. El señor Sahasya hizo como que no me había visto. Los demás dejaron de hablar. “¡Caramba, cuánto melodrama!", exclamé por lo bajo. Sin embargo, fui presa de la preocupación: "¿Cómo me excuso, cómo me excuso…? La lluvia… ¡Sí!  La lluvia no me dejó llegar.” Disimuladamente, Nelly me hacía señas. La seguí a la toilette.  
-¡Metiste la patota, amiga!-exclamó.
-¿Por qué?
-Si hubieras escuchado lo que yo, sin querer. Lo que le decía el señor Sahasya a su mamá.
-Ay, por Dios, ni que fuera para tanto…
-Si tú lo dices… No todos los días nos esperan con una petición de compromiso y una fiesta sorpresa.

Olga Cortez Barbera

Imagen: es.123rf


FRASES DE MUJERES CÉLEBRES




“Pies, para qué los quiero si tengo alas para volar”
Frida Kahlo
Pintora mexicana

“Sangra tanto el corazón del que pide, que hay que correr y dar, sin esperar”
Eva Duarte de Perón
Actriz, cantante y política argentina

“Encanto es lo que tienen algunos hasta que empiezan a creérselo”
Simone de Beauvoir
Novelista y filósofa existencialista francesa

“Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois ocasión de lo mismo que culpáis”
Sor Juana Inés de la Cruz
Religiosa católica, poeta y dramaturga novohispana

“El que busca la verdad corre el riesgo de encontrarla”
Isabel Allende
Escritora chilena

“La pasión, para el hombre, es un torrente; para la mujer, un abismo”
Concepción Arenal
Escritora y socióloga española

“Pensar de forma realista nunca ha llevado a nadie a ninguna parte. Sé fiel a tu corazón y lucha por tus sueños”
Margaret Thatcher
Ex Primer Ministro de Inglaterra

“Para liberarse, la mujer debe sentirse libre, no para rivalizar con los hombres, sino libres en sus capacidades y personalidad”
Indira Ghandi
Política y estadista india

“La paz comienza con una sonrisa”
María Teresa de Calcuta
Misionera yugoslava, nacionalizada india

“Para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro”
EmilY Dickinson
Poetisa estadounidense

“No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente”
Virginia Woolf
Escritora y ensayista británica


sábado, 12 de octubre de 2013

FRASES PARA LA REFLEXIÓN


A veces pasamos años sin vivir en absoluto, y de pronto toda nuestra vida se concentra en un solo instante.

Oscar Wilde


Hay dos cosas infinitas: el Universo y la estupidez humana. Y del Universo no estoy seguro.

Albert Einstein

Como no me he preocupado de nacer, no preocupo de morir.

Federico García Lorca

El Universo es la canica con la que alguien juega.

Ignacio José Fornés Olmo


Verdaderamente, el hombre es el rey de los animales, pues su brutalidad supera a la de éstos.

Leonardo Da Vinci

Cada cosa tiene su belleza, pero no todos pueden verla.

Confucio


Amor y deseo son dos cosas diferentes; que no todo lo que se ama se desea, ni todo lo que se desea se ama.

Miguel de Cervantes


La libertad es, en la filosofía, la razón; en el arte, la inspiración; en la política, el derecho.

Víctor Hugo

La locura, a veces, no es otra cosa que la razón presentada bajo diferente forma.

Johann Wolfgang Goethe


Los espejos se emplean para verse la cara; el arte para verse el alma.

George Bernard Shaw

¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo si pierde su alma?

Blaise Pascal


El que quiere de esta vida todas las cosas a su gusto, tendrá muchos disgustos.

Francisco de Quevedo


He cometido el peor pecado que uno puede cometer. No he sido feliz.

Jorge Luis Borges


Los monos son demasiado buenos para que el hombre pueda descender de ellos.

Friedrich Nietzsche


Dicen que soy héroe, yo débil, tímido, casi insignificante, si siendo como soy hice lo que hice, imagínense lo que pueden hacer todos ustedes juntos.

Mahatma Gandhi

FICCIONES

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Estoy frente al mar azul y sereno,
un buque de nácar remonta las olas,
soy libre gaviota que vuela en el sueño,
soy arena, soy alga, soy caracola.

Salgo del sueño y entro a la vida,
¿cuál es la ficción, cuál es la verdad?
quizás solo vivo cuando estoy dormida,
tal vez voy soñando en la realidad.

Debo apurarme, salir de la cama,
me espera la calle a la luz de la aurora,
el barullo del tráfico rasga la calma,
corre el reloj y me perturba la hora.

Miro y mis ojos olvidan mirar,
ignoran la gracia de la noble arboleda
 y el intento del niño que quiere cruzar
la calle abrumada hacia la vereda.

El caos urbano, ¿a quién no atormenta?
hormigas que buscan su propio camino,
y yo, ¿qué seré, arlequín, marioneta?
alguien que sueña en conocer su destino.

Enciendo la radio y encuentro consuelo
en los suaves arpegios de una canción,
las nubes ligeras miman el cielo
y ya no hay zozobra en el corazón.

Quiero volar con las guacamayas
hacia las montañas que tocan el norte,
soñar que soy libre y no existen murallas,
que me espera un oasis en el horizonte.

Mi alma se aparta del tinte mundano
y en secreto pregunta si es real o ficción
anhelar pasar la vida soñando,
 soñar que es posible un mundo mejor.


Olga Cortez Barbera