El sol brillaba como nunca antes. Eso sentía el niño cuando tomó el balón para salir de casa a
jugar. Era un obsequio de su hermano mayor; el que lo llevaba y traía de la
escuela, lo ayudaba en las tareas y con quien jugaba balompié con una pelota
próxima a sucumbir. Más que un hermano, era su amigo, el mejor de todos. Por
eso, le dolió tanto su partida a tierras tan distantes, que igual le hubiera
parecido que se fuera a otro planeta. En el mapamundi de la escuela, la ciudad
donde ahora vivía el hermano era apenas un punto en el país que se encontraba
en otro continente. De nada le valieron las súplicas y el llanto para retenerlo,
ni los argumentos de la familia sobre la esperanza de una vida mejor, con base
al sacrifico que significaba irse lejos de ellos. Su hermano trató de consolarlo,
pero viendo que no era posible, pensó que lo lograría con una promesa:
—Escucha, nada más consiga empleo y gane mi primer sueldo, te compro un
buen balón y te lo envío. Cuando venga de vacaciones, jugaremos hasta
cansarnos.
En pocas semanas, llegó. Era lo más hermoso que había recibido en su
corta existencia; las figuras geométricas centelleaban bajo de la luz del sol. Sus amigos le veían con envidia y se peleaban
por jugar con él. El niño pasaba mucho tiempo con ellos; sin embargo, nada era comparable
con las tardes en que él y su hermano, agotados y sudorosos, después de tanto
patear la pelota, iban por un helado o se sentaban, a la sombra, para soñar en
los campos de fútbol donde se harían famosos.
—Yo seré el
primero—decía el mayor—Así saldremos de esta pobreza, compraré una casa grande y un automóvil. Viajaremos por
el mundo. ¿Qué te parece? Además, te entrenaré para que seas el mejor de los
futbolistas.
El niño lo observaba con
plena admiración. A él le gustaría ser cualquier cosa que su hermano quisiera.
Ahora las cosas no se veían claras porque el miedo, cual una velo perverso, cubría
el ánimo de la gente. Él necesitaba, como nunca, el apoyo fraternal. Sus padres
insistían que, por fortuna, se había ido a tiempo.
La calle estaba
desierta. El balón la hacía sentir que la soledad no era tan grande. Pensó en las
tantas veces que lo llevó a la escuela y que, por estar pendiente de él, dejaba
de prestar atención a la maestra. Ella se lo quitaba y lo ponía sobre su
escritorio:
—¡Cuántas veces te tengo que decir que no lo traigas! Te lo entrego al
terminar la clase.
Ahora la escuela estaba en ruinas. Era una mañana clara y los aromas de los
limoneros recorrían pasillos y salones. Las maestras impartían sus saberes o
escribían sobre el pizarrón. Un estruendo materializó la peor de las pesadillas.
Luego, se escuchó otro…, y otro, mientras se resquebrajaba el eslabón del
futuro. Entre gritos y llantos, todos corrieron despavoridos. El niño no sabía
qué hacer entre tanta confusión; sin embargo, en segundos, tuvo la suficiente
claridad para tomar el balón del escritorio y correr, como los demás, hasta que
tropezó con su madre que lo había venido a buscar.
La mañana era brillante y calurosa. Era un riesgo alejarse de casa; sus padres se
lo habían prohibido. Pero la necesidad del contacto fraternal, a través de darle
al balón, impulsó su osadía. Caminó entre escombros y abandono, hasta que se
vio frente a la fábrica donde trabajaba su papá, antes de que las bombas
acabaran con las fuentes de empleos, los hospitales, los parques y los
edificios de la pequeña ciudad. Recordó las palabras del hermano: cuando sea rico, le diré a papá que deje ese
trabajo que lo está enfermando. Si
se enteraba de lo que le estaba pasando, seguro que no lo pensaría para venir y llevarlo
a que le curaran la herida de metrallas sin control que lo estaba matando.
Subió por las escaleras. Desde una ventana, pudo observar la marea de
personas que escapaba de la ciudad, huyendo de los bombardeos. En casa se preparaban para hacer
lo mismo; partirían al anochecer. Entre tanto, prefirió seguir soñando con los
planes que habían trazado. Escuchó unas voces. Unos jóvenes hablaban de venganza,
de armamentos y de lo que le harían a aquellos que destruyeron a sus familias y
acabaron con sus ilusiones. El niño abandonó el edificio, asustado por el odio que
destilaban esas palabras.
Con la pureza todavía intacta, pensó que no sería capaz de actuar como ellos.
Su madre no se lo permitiría. Además, él contaba con un hermano que lo esperaba
más allá de la frontera. Juntos, serían los futbolistas que anhelaban ser. La
familia volvería a estar unida en la mesa y en la oración. A lo lejos, encontró un claro dónde colocar el balón.
Caminó un montón de pasos hacia atrás, tomó impulso y corrió. Un puntapié, con
el vigor de los sueños infantiles, lanzó el balón hacia el cielo ajeno a la
ignominia, antes de que el alerta de la sirena de la fábrica anunciara la
proximidad de los misiles que ofrecían, inmisericordes, las esquirlas de un
mañana incierto.
Olga Cortez Barbera
Imagen: 123rf