—¡Menos
mal que ya se va!—, gritó un vecino desde la ventana.
El
aludido levantó la mano cerrada e irguió el dedo medio; obscenidad minúscula
frente a las que solía responder, porque “el genio de Don Eugenio” no le daba
freno a una lengua que, en ocasiones, podía herir más que un estilete. Nada más
ayer, como preámbulo a su partida, soltó una caterva de insultos, ajena a la
más elemental norma de convivencia. Todo porque el señor Figuera se había enterado
de que el cascarrabias se mudaba.
Por
ganarse algún dinerito, que siempre le faltaba, o por colaborar con la paz que
traería la ausencia del personaje en el vecindario, decidió ofrecerle su
camión para la mudanza. Al recordar la fama legendaria, tocó a la puerta, con
recelo y cierto temor. Pero, se preguntó: ¿a
quién puede molestar una muestra de solidaridad? A Don Eugenio, quien, de
inmediato, increpó al supuesto samaritano, calificándolo de metiche y estúpido.
¿Acaso le había solicitado sus servicios?
—¡Claro
que no, mi amigo!—, le contestó el señor Figuera, sorprendido.
¿Amigo?
Como si hubiera sido la palabra más ofensiva del mundo, los agravios, cual
aguas de un río desbocado, se precipitaron por la calle y atravesaron las
paredes de las casas próximas, sin importar que la curiosidad se asomara por
las puertas, ni que la gente se detuviera a observar el espectáculo. El señor
Figuera, acudiendo a una tolerancia inexplicable, promovida, quizás, por los
principios de respeto al anciano, sólo oía, a pesar de que algunos le animaban
a responder. Los miró y dijo:
—Tranquilos,
nada más deseaba ayudar.
Se
alejó con sus pasos desiguales. Lo que se oyó, a continuación, dejó
boquiabiertas a todos:
—¡Mejor
es que te vayas, cojo imbécil, que no necesito de nadie!
Recuerdo
cuando apareció en nuestras vidas. Un día, después de clases, lo vi en el
jardín de la casa que estuvo mucho tiempo deshabitada. La curiosidad me hizo
sentarme en la acera para ver a mis nuevos vecinos, pero sólo llegó una
caravana de muebles. Mamá me dijo que, posiblemente, los niños y su madre
llegarían después. Nunca lo hicieron, así que nos acostumbramos a la presencia
de aquel hombre silencioso y solitario que desechó toda muestra de
hospitalidad:
—Disculpe
usted, por los momentos, no dispongo de tiempo para relaciones públicas.
La
comunidad le hizo la cruz.
A
medida que pasaba el tiempo, el hombre, una vez distante, se fue convirtiendo
en un ser huraño y, de cierta manera, despreciable. Los niños, acostumbrados a
jugar pelota en la calle, no escapaban de la arenga por el ruido que hacían y
no le dejaba dormir. Acostumbrado a espiar detrás de las persianas, no esperaba
para reclamar, en forma airada, si a alguno se le ocurría descansar apoyándose
en su carro. Y era mejor que a nadie se le ocurriera estacionar en el espacio
vacío, cuando él tenía que salir. Se hablaba sobre rayones y cauchos desinflados en
los vehículos de quienes lo ignoraron.
Una
vez lo vi reír, sentado en el porche, acompañado por un hombre que, presumí,
era su amigo. Charlaban y bebían, mientras escuchaban canciones, para mí, muy antiguas.
La curiosidad, siempre cómplice de la niñez, me obligó a acompañarlos, oculta
en el jardín de mi casa, hasta que tuve que entrar para cenar. Una vez en la cama,
me dormí, sin importar que la música sonara, cada vez, más alto. El escándalo me sacó del
sueño. Improperios iban e improperios venían. Al final, la frase sarcástica y lapidaria:
—Para
lo que me sirve tu amistad…
Don
Eugenio acabó por hundirse en el ostracismo; sus vecinos, en las suposiciones
más desequilibradas. No obstante, cuando la supervivencia lo enviaba a tierra,
no desaprovechaba para derramar su amargura sobre cualquier mortal que se le atravesara.
Quien lo conocía, ni le miraba. Yo casi muero del susto cuando, empujada por
las circunstancias, tuve que entrar a su casa.
El
gato estaba herido y moribundo. Agonizaba en un rincón del jardín. Mis padres
habían salido. Lo levanté con la idea de llevarlo a casa de una de mis amigas,
aunque tuviera prohibido alejarme cuando me dejaban sola. Es más, no debía
estar afuera, ni siquiera en el jardín. El pobre animalito, apenas, maullaba. A
punto de salir a la calle, escuché la voz de Don Eugenio:
—Está
muy mal. Si no se atiende, morirá. Ven para que pueda revisarlo.
Recordé
todo lo que se decía de él. Pudo más la angustia por el gato, que mi miedo por
el vecino energúmeno; me venció esa curiosidad que se empeñaba en no
abandonarme. Entraría a ese mundo misterioso que imaginaba, de mil maneras,
desde la ventaba de mi habitación. Fuimos directo al patio.
—Con
la luz del sol puedo ver mejor— dijo —, tiene una pata fracturada. Espera aquí,
voy por unas vendas.
Lo
vi ir y venir, jurungando en la caja de primeros auxilios. Para mi sorpresa, él
le hablaba al gato, como si éste pudiera entenderlo. Algo pudo, porque salió
de su letargo para lamer la mano de quien lo curaba. El cascarrabias parecía
otro hombre; no había motivos para temer. Cuando terminó, preguntó:
—¿Te
parece que se quede aquí? Hasta que sane, digo yo.
Con
la mejor sonrisa, respondí:
—¡Claro!
En casa no me dejarían tenerlo.
Cuando
creí que ya éramos amigos, con el rostro nuevamente enfurruñado, dijo:
—No
le cuentes a nadie que estuviste aquí, menos, que curé al gato. Ni creas que no
me daré cuenta de que has hablado. Te estaré vigilando. No quieres que le pase
algo a tu mamá, ¿verdad?
Despavorida,
salí corriendo de esa casa y entré a la mía. ¡Me amenazó con lastimar a mamá! Todos tenían razón: Él era un hombre malvado. Tiempo después, tropezamos con
él, a la vuelta de una esquina. Con su característica gentileza, mamá lo
saludó:
—¡Buenos
días, Don Eugenio!
—¡No
sé qué tienen de buenos!—respondió.
No
me gustó que la tratara de esa manera.
—Ese
señor es un mal educado, mamá. No lo saludes. La gente dice que es un
hombre muy malo…
—Hija,
no lo juzgues. ¿Quién sabe cómo lo ha tratado la vida?
Quise
contarle el episodio del gato. La sola idea de que me castigara por haber desobedecido,
unida a la amenaza proferida por él, aquella tarde, me hizo desistir. Los años y la
universidad me hicieron pasar a otras cosas. Ahora estoy aquí, contemplando la
casa vacía, después de que Don Eugenio cargara la camioneta con sus pocas
pertenencias y sus materos; luego de que, a la manera de un Hamelin sin flauta,
le siguiera la hilera de gatos que trepó al asiento delantero.
Mi
memoria se activó. Apareció, de pronto, el recuerdo de la casa de Don Eugenio: las
fotografías limpias de una vida anterior, de una mujer hermosa con un niño entre
los brazos, en medio de una sala triste y descuidada; las matas frondosas,
resplandecientes bajo el sol de aquel verano; el canto de los canarios en las
gigantescas jaulas; los gatos que ronroneaban, evidentemente, bien alimentados,
mientras que Don Eugenio, con una ternura desusada, vendaba la pata del gatito
callejero…
Y
se fue, sin dar ni recibir una palabra amable, una sonrisa, ni tan sólo un “que
le vaya bien”, aunque fuera por cubrir las apariencias. ¿Se lo merecía? ¿Era
tan difícil romper la barrera? Si alguien hubiera puesto suficiente voluntad… O
mejor, si yo, en vez de asustarme, le
hubiera preguntado, con la curiosidad que me caracterizaba, por aquellas fotos... O contado a mamá el mundo secreto que Don
Eugenio me permitió ver aquel día, es posible que, a través de ella, hoy el juicio fuera
otro. Porque de una cosa estoy segura, no puede haber maldad en el alma de
quien cuida a otro ser vivo.
Olga
Cortez Barbera
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