jueves, 23 de diciembre de 2021

Sólo esta vez


 

¡Algo tengo qué conseguir hoy!, exclama Augusto y abandona la cama. Es media mañana y debe aprovechar el resto del día. Rescata algo del optimismo de otros tiempos y entra al baño; entre tanto, tararea una canción. El bebé llora, el niño ve la televisión a alto volumen y, en la cocina, la esposa recién embarazada protesta porque necesita ayuda. Él la ignora. Sus pensamientos se centran en las cosas que tiene programado hacer. Es víspera de Navidad. Como todos los años, debe traer a casa los regalos del Niño Jesús.

 —¡Te vas y yo me quedo aquí, vuelta loca! —exclama ella.

—Debo buscar empleo, otra vez; algo encontraré. Si no, tengo pensado acudir a otros medios; lo que se dé, ayudará a que estas navidades mejoren.

—Dios te oiga —murmura por lo bajo, bastante escéptica.

El esposo se pone el tapabocas y sale a la calle.

¡Dos hijos y otro en camino! El mayor, está por cumplir los nueve. Augusto pudo haber tomado otra decisión, años atrás, cuando recibió la noticia. En medio de las opiniones de sus amigos, eres demasiado joven para asumir ese compromiso, no podía dejar de pensar en su madre. Una mujer abandonada que trabajó muy duro para educarlo a él, su único hijo. No iba a permitir que la novia atravesara por las mismas circunstancias. Con sólo diecisiete años, después de una boda apresurada, se preparó para que ella diera a luz.

En los primeros tiempos, con la ayuda de mamá, las cosas no fueron difíciles. Además, él y su esposa eran organizados. Luego, cuando comenzó a trabajar en un restaurante con buenas propinas, le pudo dar a su familia un nivel de vida que le permitía cubrir los gastos domésticos y hacer crecer, poco a poco, sus ahorros bancarios. En estas condiciones, después de varios años, decidieron agrandar la familia. El segundo bebé llegó en buen momento. No obstante, a pocas semanas de que ese hijo cumpliera el primer año y sin previo aviso, recibió la carta de despido.

Comenzó a buscar empleo. Como consecuencia de la crisis económica del país, ocasionada por la pandemia, no era extraño que su esfuerzo resultara infructuoso. Al principio, no se dejó amilanar. Aunque su madre ya no estaba, había heredado, de ella, la casa donde vivían. Los ahorros eran suficientes para superar la eventualidad. Pero, esta se fue alargando en el tiempo. Sin trabajo, con el dinero en merma y un tercer hijo en camino, el horizonte se oscurecía. Las navidades lo tomaban con, apenas, para las compras en el abasto.

La esperanza con la que salió de casa, se desvanece. Le descorazona cada negativa que recibe. A pesar de que los negocios han comenzado a abrir sus puertas, la posibilidad de encontrar una vacante es difícil. Decide recurrir a sus amigos. Es víspera de Navidad y necesita comprar lo que el hijo mayor sueña: ¡Lo haría tan feliz, si le llevo ese regalo! Obviando sus escrúpulos, decide pedir dinero prestado; su familia merece celebrar la Nochebuena. Nada más encuentre empleo y cobre el primer sueldo, lo devuelvo. Olvida que los amigos están en las mismas que él. Se despide de ellos con un rictus de vergüenza.

Entra a un Centro Comercial. El árbol, colmado de bolas, lazos y luces, acrecienta su tristeza. Se asombra de la cantidad de personas que entra y sale de las tiendas. Confían en que el tapabocas los vuelva invulnerables al virus. Si no estuviera en esas condiciones, de seguro, él sería uno más. Se sienta en un banco. Una señora de edad contempla las vitrinas. ¡Sería tan fácil arrebatarle la cartera! Al instante, se horroriza de sí mismo. ¿Qué te pasa, te has vuelto loco? Se levanta, sin saber qué hacer. Regresar a casa con las manos vacías, le produce amargura. Se para frente a una tienda de deportes. Entre una gran variedad, están los tenis que el hijo quiere. Está a punto de marcharse, cuando una señora sale con un niño a su lado. Este va con una bolsa en la mano. Es evidente que contiene una caja con zapatos.

Madre e hijo hablan y ríen. Augusto los sigue, tratando de no llamar la atención. Observa que entran a un McDonald´s. Con las hamburguesas en las manos, se sientan en una mesa. Se quitan el tapabocas y ponen los paquetes en el suelo. Él no hace más que detallarlos. A las claras, poseen una cómoda posición. Visten de marca, como los clientes del restaurante donde él trabajaba. 

Mientras ellos comen, Augusto se recrea imaginando los zapatos que están en la bolsa: el color, la textura, la marca. Mira al niño, de arriba abajo. Debe calzar el mismo número… Está convencido de que, esa noche, a pesar de las carencias, el hogar se iluminaría con la sonrisa del hijo. Camina entre las mesas, como buscando un lugar donde sentarse. ¿Alguien repara en él? Todos se concentran en comer.  La bolsa está al alcance…

Será sólo esta vez, porque volveré a trabajar y no tendré necesidad de hacerlo de nuevo. ¡Zas! Agarra la bolsa y escapa. Ignora los gritos: ¡Allá va, allá va! Los vigilantes del centro comercial no logran alcanzarlo. En un parque y a salvo de las miradas, apretuja la bolsa contra el pecho. Los latidos vuelven a la normalidad. Entonces, saca la caja y quita la tapa… Queda a la vista un par de zapatos gastados.

Olga Cortez Barbera

 Pixabay: Imagen Gratis

lunes, 6 de diciembre de 2021

Un ramo de flores


 

Entré a la charcutería y un ramo de flores llamó mi atención. Aunque modesto, relumbraba frente a la vitrina de jamones, quesos y salchichas. En un instante, llegó la París primaveral de mi juventud. Tenía yo un novio poeta que soñaba con ir a la ciudad del amor. Impulsada por el vigor de la década de los setenta y con un morral lleno de ilusiones, me fui con él a recoger versos en aquellas tierras. En un cuartito de tercera, entre vino, flores y poemas, ¡fuimos tan felices! ¿Dónde había quedado aquella primavera? ¿En un mundo paralelo? Ahora estaba en la placidez de mis recuerdos.   

No podía apartar mi mirada de aquellos nardos. El hombre que sostenía el ramo, como una pieza de cristal, sonrió y dijo:

—Es para mi esposa; estamos cumpliendo cuarenta años de matrimonio. Espero que sean muchos más.

—Seguro que le va a encantar —contesté, también, con una sonrisa.

Era un señor pulcro, delgado y de cabellos blancos. Su ropa había sido víctima de infinitas lavadas, y sus zapatos, compañeros de largos caminos. Esa circunstancia me hizo valorar el gesto hacia su esposa. Según mis elucubraciones, había estirado el bolsillo para demostrarle, una vez más, que el tiempo no era excusa para acabar con el romanticismo. ¿Vestigios de una generación que se despedía?

Le tocó el turno para ser atendido. Sumergida entre precios y marcas, dejé de reparar en él, hasta que escuché su voz:

—¡Tanto! Deje ver si me alcanza.

Contó el dinero y, con la vergüenza en el rostro, no le quedó más que argumentar:

—¡Estos precios no se cansan de subir! Creo que no llevaré todo.

Comenzó a evaluar lo que más necesitaba. No pude con la escena y, buscando las palabras para no ofenderlo con mi ofrecimiento, dije:

—No devuelva nada; yo me encargo de la diferencia.

—¡¿Cómo se le ocurre?! Después, puedo volver por el resto.

No me importó si era verdad o no. Sólo quería ser solidaria en una situación imprevista.

—Tómelo como una muestra del buen momento que me ha hecho disfrutar con sus flores.

Supo ver mis buenas intenciones. Salió de la charcutería, con una mirada de agradecimiento pocas veces vista en mi prolongada existencia. El mundo era eso: un compendio de circunstancias, iluminado por pequeños detalles que podían ayudar a atravesar la vida. Estaba por comenzar a hacer mis compras, cuando escuché los gritos de alarma. ¿Muerte súbita? Sentí pena por su esposa. Las flores sobre el pavimento se convirtieron en testigos del sueño roto de un buen hombre. 

Olga Cortez Barbera

  

Pixabay: Foto gratis

lunes, 1 de noviembre de 2021

A escondidas


 

Apenas abrí Facebook, el primer texto que leí, acompañado de la fotografía de un desconocido, fue: “Vuela alto amigo…” Iba a pasar de largo cuando un dejo, en aquellos ojos, me detuvo: ¿Es posible que sea él?, me pregunté. Como en esos juegos donde debes encontrar un objeto entre un montón, agrandé la imagen para rescatar la picardía que siempre le acompañaba, una huella del sarcasmo que, en ocasiones, me sacó de mis casillas. Por más que lo intenté, no pude. Sin embargo, algo en esa mirada lo confirmaba. Tomé el celular:

—Hermana, ¿sabes que le sucedió a Naím?

—Estaba por llamarte, me acabo de enterar. Después de una larga enfermedad, terminó por fallarle el corazón.

Nuestro amigo, espigado y siempre contento, el menor entre los jóvenes del barrio, era alguien que merecía ser recordado. Con sus sugestivos quince años y la precocidad brotándole por los poros, parecía un cazador tras la presa. Mis amigas se burlaban de sus actitudes de galán. Yo, con mis casi dieciocho, sintiéndome muy mujer, no tenía empacho en rechazarlo:

—¡Déjate de esas cosas, que tú puedes ser mi hermanito!

Un día, me tomó desprevenida y me robó un beso.

Entré a la Universidad y me dediqué a mis estudios. El círculo de amistades y los intereses cambiaron. Imbuida en lo mío, carecía de motivos para brindarle un pensamiento. Salvo cuando, en raras ocasiones, lo encontraba en una fiesta y volvía al ataque. Ya en casa, recordaba su socarronería:

—Me dices que no y yo sé que, por dentro, estás diciendo que sí.

Muchacho loco, ¡cuándo madurará! No me percataba de la prontitud con que perdía su mocedad.

La vida universitaria terminó por separarme de la muchachada del barrio. El grupo que salía en cambote a las playas, a discotecas y a cuánto festejo se presentaba, se fue desintegrando bajo el yugo de las responsabilidades. Naím y su familia se mudaron a otra parte de la ciudad. Unos años después, a punto de terminar la carrera, me sorprendió la voz inconfundible, en los pasillos de la Escuela. Frente al murallón de músculos y virilidad, exclamé:

—Naím, ¡qué sorpresa! Estás hecho todo un hombre.

—¿Es que antes no lo era? —respondió, con la sonrisa sardónica de siempre.

Los encuentros “casuales” se hicieron costumbre. Al principio, me halagaban. Cuando el tono de sus galanteos se transformó en manifestaciones inequívocas, comencé a inquietarme. Preferí evadir los cosquilleos inoportunos. Sólo me aferraba a las constantes negativas, de las cuales se mofaba. ¿Acaso intuía lo que sucedía en mi interior? Decidida a terminar con su asedio, lo enfrenté:

—¡No me interesa tener nada contigo!

Como en una película, tiró de mí y me abrazó. Al sentir la fortaleza punzante, me provocó abrir el dique y dejarle hacer. Mi fidelidad a mi novio, el matrimonio próximo y la moralidad inyectada en mis venas, por los consejos maternos, enfrentaron, al instante, la vorágine que me erizaba los instintos. Naím me miró a los ojos y sonrió, sin dejar de ironizar:

—No importa cuánto te niegues. Yo sé esperar.

Disgustada por su desparpajo, me fui, esperando no verlo jamás.

Me casé y se casó. Cada quien siguió su propio camino. A través de los amigos en común, me enteraba de cómo le estaba yendo. Él no me perdía la pista, según supe luego. No era raro que, una tarde, apareciera en mi oficina, con la excusa de contratar los servicios de la empresa para un proyecto que tenía en mente. Me invitó a almorzar. En el restaurante nos pusimos al día con los vaivenes de nuestras existencias. Conversamos mucho tiempo, hasta que mencioné que me esperaban en casa. Antes de irse, guiñó un ojo, con la picardía acostumbrada:

—El matrimonio te ha sentado bien. ¡Ahora me gustas más!

Solté la carcajada.

Quise decirle que él estaba más guapo. Era una imprudencia remover llamas no extintas. Con el transcurrir del tiempo y “bajo el vulgar agobio de la rutina diaria, de las desilusiones y los aburrimientos”, como en los versos de un poema de José Ángel Buesa, no había lugar para pensar en él. El destino suele sorprendernos. El fallecimiento de un amigo mutuo fue el motivo para el reencuentro. Esta vez, en una funeraria, el lugar menos idílico del universo.

Lo saludé de lejos, con la mano, tratando de ocultar mis redondeces detrás del féretro. ¡Como si no lo conociera! Al finalizar el velatorio, fuimos a un Café. Frente a frente, sus ojos no dejaban de mirarme, ni yo de contemplar las canas que comenzaban a asomarse en sus sienes, y que le otorgaban cierta distinción. Con todo, el rostro conservaba el aspecto juvenil y alegre. Él habló de sus hijos, yo de los míos; ninguno, de los compañeros de vida. Supuse que, igual que a mí, las cosas se tambaleaban en el hogar. Me tomó una mano:

—¿Te esperan en casa? —preguntó.

—Aún es temprano.

Yo andaba con la guardia baja. Mi matrimonio destrozado, los hijos estudiando en el extranjero y una soledad infinita conjugaron para estar en la intimidad con él. Volví a la luz. Desde entonces, a escondidas del mundo, descubrimos cómo ser felices, de maneras insospechadas. Amor o lujuria, poco importaba. Éramos dos adultos, vueltos adolescentes, que cruzaban una etapa compleja de sus vidas. Con la certeza de que esta relación sería transitoria, cuando llegó el momento, conseguimos decirnos adiós sin dramas, ni tristezas. No eran dignas de una pasión que perduraría en mis memorias, como el más hermoso de los recuerdos clandestinos.

Volví a la computadora; la foto permanecía ocupando la pantalla. ¿Se puede cambiar tanto en veinte años? ¿Te consumió la enfermedad? ¿Qué pasó contigo, Naím? Me miré al espejo. Yo tampoco era la misma. ¿Dónde estaban las personas que, una vez, fuimos? A escondidas, jugando en los surcos profundos del ayer. No era para sentir pena por nosotros. Al contrario, había tanto qué agradecer, comenzando por la fortuna de los buenos tiempos compartidos.

Olga Cortez Barbera

Imagen Gratis Pixabay: Espejo Mujer Silueta


viernes, 22 de octubre de 2021

CAMBIOS TRASCENDENTALES


 

Comenzó con un zumbido que terminó por despertarlo en la madrugada, a pesar del sueño de plomo causado por las copas para celebrar el triunfo en las elecciones. A decir verdad, la francachela había comenzado una semana antes. Para nadie era un secreto, menos para los compañeros del Movimiento por la Integración del Ambiente, que él ostentaría el cargo de concejal. Con la confirmación de los resultados y bajo el complot de sus camaradas, la fiesta no dudó en tomar proporciones bacanales.

Luego de la celebración, llegó a casa, sin dedicar un segundo de atención a la esposa colérica y en vela, que le esperaba detrás de una aparente tranquilidad. Subió al cuarto para caer, como muerto, sobre la cama. Sin embargo, el zumbido lo despertó. Tantos desafueros sibaritas y de gula podían haberle alterado la presión arterial. “No—concluyó—, soy un deportista que dedica suficiente tiempo al entrenamiento físico. Por lo tanto, poseo una salud férrea”. Acomodó la almohada, sin sospechar que era el aviso de cambios trascendentales en su confortable vida.

Por la mañana, todo no era más que un vago recuerdo, hasta que el zumbido regresó. Cada noche era un tormento; el medicamento ótico, un fiasco.  La esposa, cansada de no poder dormir porque el hombre no dejaba de caminar, de un lado a otro y con la luz encendida, terminó por decirle:

—En vez de quejarte tanto, deberías ir al médico.

El especialista, después de una revisión exhaustiva, determinó:

—Mi estimado amigo, usted lo que tiene es un exceso de limpieza. Deje de usar hisopos, si no desea que la resequedad le lesione el conducto auditivo.

Luego de la consulta y sin saber por qué, pudo dormir de nuevo como un bebé. No le duró la dicha. Un par de noches después, en vez del zumbido, fue el bamboleo de la cama, tipo película El exorcista, lo que le despertó. El temor de un terremoto lo dejó paralizado. Por fortuna, solo duró unos segundos.

Su esposa ni se enteró. Él no quiso preocuparla. No obstante, en la noche posterior, cuando se regodeaba por las ventajas que le proporcionaría su nombramiento, sintió el mismo bamboleo. El susto lo obligó a despertarla:

Amor…, amor…, creo que está temblando.

Ella, molesta, exclamó:

—¡Qué temblor, ni qué nada, chico, déjame dormir!

Ellos vivían en una zona antisísmica; eso no quería decir que a la naturaleza le importara un pito sacudirse cuando le diera la gana. ¿Y si es el oído lo que me causa esta sensación de inestabilidad?, se preguntó. Consultado de nuevo, el especialista le aconsejó untar el hisopo con aceite y pasarlo con sumo cuidado por el canal auditivo. Quizás, era falta de lubricación. Le aseguró que pronto recobraría la normalidad. Después de un montón de hisopeaos, regresó la calma nocturna.

Tampoco duró mucho. Ahora fue una voz, a mitad de la noche y en la sima del sueño, la que le hizo dar un salto:

—¡Asómate a la ventana!

¿Era la voz de su esposa? Ella acostumbraba ir a la cocina para buscar algo qué comer. Un día rodó por las escaleras, con la secuela de un esguince. Desde entonces, dejó de hacerlo. Encendió la luz. De la manera que está roncando, no puede ser ella la que habló... Es mi imaginación —se dijo, mientras trataba de atrapar el sueño. Imposible; la misma voz le ordenó:

—¡Asómate a la ventana!

Prefirió ignorarlo. Ni enloquecido se le ocurriría ir a averiguar quién andaba por el jardín a esa hora de la madrugada.

Apenas amaneció, abandonó la cama para cumplir su rutina de ejercicios físicos. Estacionó el carro al pie de la montaña y, en un abrir y cerrar de ojos, ascendía por las laderas de tierra, bordeada de árboles. Cubierto de sudor, llegó a la meta. Desde esa altura, contempló la bella ciudad. Mientras lo hacía, se palpó el abdomen. Los excesos gastronómicos están surtiendo efectos, pensó con preocupación. A pesar de ello, aún conservaba su figura atlética. Amelia, su secretaria, Virginia, la abogada, y Micaela, la vecina, poco proclive a respetar la santidad matrimonial, daban fe de ello. Las traía de cabeza. Por suerte, su esposa vivía en la luna. No sospechaba nada.     

El recién nombrado concejal tuvo un respiro. Las responsabilidades del nuevo cargo lo alejaron de sus perturbaciones nocturnas. Concentrado en sus ambiciones personales y políticas, no ponía atención a nada más. Necesitaba una casa y un vehículo que hicieran honor a su nuevo status.

—Con las prebendas que espero, pronto habré de verle el queso a la tostada.

Se acercaba la fecha de su cumpleaños; ocasión perfecta para invitar a lo más rancio de los sectores económico y gubernamental de la ciudad. Su esposa era un lince para todo lo relacionado a los acontecimientos sociales. En la víspera de la fiesta, la excitación no le permitía dormir. En el estudio encendió la computadora. Necesitaba revisar algunos asuntos. La voz, repetitiva, lo detuvo:

¡Asómate a la ventana!

Caminó hacia ella. Sin luna, la montaña era como un lomo negro. ¡Ahora sí, yo escuchando voces! ¿Estaré enloqueciendo? Un juego de luces emergió de la nada. ¿Un avión por esa zona? El aeropuerto quedaba bien lejos. Las luces hacían piruetas de un lado a otro. ¿Un platillo volador? Eso eran cosas de las películas de ciencia ficción. Tal vez, había algo de verdad en esas historias.

—¡Yo, creyendo en zoquetadas! —exclamó, mientras regresaba a la habitación.  

Abrazó a su esposa y, después de tanto cavilar en lo que había visto, pudo quedarse dormido. Comenzó a soñar con la invasión de marcianos malvados. Al despertar, sintió alivio; sólo había sido una pesadilla.

Frente al espejo, admiró su estampa. Deportivo y perfumado, se despidió de la esposa con un beso. Ella lo felicitó por su cumpleaños y le dijo:

—Recuerda que hoy es la celebración. Regresa a tiempo, por favor.

—Te lo prometo.

Apenas salió de casa, le embargó una extraña sensación de angustia que le opacó la euforia. Recordó la pesadilla y se le erizó la piel. ¿Qué te pasa? ¿Acaso eres gafo, o qué?

De pronto, sin atravesar un espacio tridimensional, subir por una rampa, o ser aspirado por un haz de luces, se vio dentro de un platillo volador. Lo supo porque había visto la Guerra de las Galaxias. No pudo curiosear mucho porque el extraterrestre se lo impidió. Al hombre casi le da un infarto cuando el ser, de mirada de témpano y extremidades absurdas, trató de tocarlo.

Peor aún, los chirridos que emitió para comunicarse, casi le destruyen los oídos. La criatura galáctica, le hizo señas para tranquilizarlo. De un sopetón, le implantó un dispositivo; un traductor sensorial y telepático que le permitía adaptarse al medio ambiente. Los chirridos se transformaron en palabras comprensibles.

Bienvenido, terrícola.

En casa del concejal regía el desconcierto. Los invitados y la prensa local se preguntaban, entre bebidas y tentempiés, qué podía estar reteniendo al cumpleañero. Sus amigos cómplices, en vez de llamarlo por celular, se miraban y reían:

—¡Este hombre sí que se las sabe todas!

Entre tanto, a punto de ebullición, Mariana no tenía dudas en lo que andaba su esposo. Claro que se hacía la desentendida. Era preferible simular candidez, que develar su humillación frente a la verdad. Experta en el arte de las apariencias, pudo mostrar preocupación. Cuando se fueron los invitados, llamó a la policía, más por dejarlo en evidencia que por temor a un accidente.

Corrían las horas y el concejal sin dar señales de vida. Los rumores eran variados: víctima de un secuestro, resbaló por un farallón de la montaña, asesinado por alguno de sus enemigos. Pasaban las horas y los detectives no daban con la más mínima pista. La desaparición del concejal era un misterio. Para Mariana no: ¡El infeliz se fue con una de sus fulanas! Antes muerta que aceptarlo frente a nuestras amistades.

El tiempo en el espacio era diferente. La semana que pasó con el espécimen cósmico fue extraordinaria. Aprendió sobre ecología espacial y un montón de cosas más que podía usar en su propio peculio. El objetivo de su traslado a la nave era llevar, a los terrestres, el mensaje de convivencia armónica sideral. Él tenía otras cosas más importantes en su cabeza. Mejor que se buscara uno de esos que andaban detrás de utopías.

El extraterrestre, al contrario, necesitaba un humano racional y pragmático para que el mensaje pudiera ser creíble y aceptado. El hombre era perfecto para esa misión. Luego de analizar la propuesta, el concejal aceptó, mientras pensaba cómo sacar partido a su favor. Este marciano (para él todos lo eran, sin importar el planeta) si es bobo. Que se dedique él a sus planes de armonía sideral, que yo sacaré provecho de todo esto.

El Extraterrestre sólo lo observaba.

Además del traductor sensorial, el hombre llevaba tatuado, detrás de la oreja, una imagen pequeña del planeta Saturno. Y como una muestra de amistad, un sombrero hecho con fibras de una planta galáctica. Así como apareció en la nave, se encontró, en un pestañeo, manejando hacia su casa.

No se cansaba de hacer planes. Ahora que era el elegido espacial, estaba seguro de que podía enriquecerse aún más. El sombrero, no muy de su gusto, olía bien. La fragancia a sándalo-lavanda inundaba el interior del vehículo.

—¡Ahí viene! —gritaron todos cuando lo vieron.

Las cámaras de los noticieros en posición para atrapar el mejor ángulo. Entre lágrimas y risas, familiares y amigos corrieron a abrazarlo. A corta distancia, se detuvieron y guardaron silencio. ¿Qué era ese guindalejo que colgaba de su cabeza? El olor nauseabundo llegó a todas partes. ¿Por qué vestía únicamente calzoncillos?  Nadie dijo nada hasta que una vecina dijo:

—Creo que el concejal se volvió loco.

—¿Loco? —se miraron unos a otros.

—Sí, bien loco.

El pobre hombre no entendía lo que pasaba. Asustado, trató de explicar.

—Amigos, tengo que contarles algo. Acabo de tener una experiencia cósmica.

A medida que hablaba, no hacía más que confirmar su estado de demencia. Entre la burla de unos y el llanto de otros, la esposa se mostraba pensativa.

Marianita, por favor, ayúdame —suplicó el concejal.

Ella lo miró, en completo estado de compasión:

—¡Ay, Dios! ¿Cómo es posible que mi maridito haya enloquecido?

Atado, como un bollo, el concejal subió a la ambulancia. Los enfermeros escucharon los delirios del elegido intergaláctico. Entretanto, él sufría por la pérdida de sus proyectos, si no lograba convencer a los doctores de que no estaba ni una pizca de loco. Su mujer… ¿Qué va a entender esa idiota sobre la experiencia extraordinaria que acabo de vivir? ¡Cómo pude casarme con ella! Es tan pueril…

 Los enfermeros le ordenaron bajar de la ambulancia. Se resistió; no quería entrar al sanatorio. Al ver a Mariana esperándolo afuera, aceptó. Ella se acercó y, como la esposa abnegada que todos conocían, le dio un beso. Lo acompañó a la habitación. Al despedirse, apartó su larga melena del cuello. El concejal pudo distinguir el tatuaje del planeta Saturno en la base de la delicada oreja.

 

 Olga Cortez barbera


Imagen Gratis: Fondos 12.com

lunes, 11 de octubre de 2021

DELIRIOS




La escena es recurrente. El cielo con nubes, el viento fuerte, el mar al pie del acantilado, la naturaleza brutal… Una mujer, sobre la hierba, contra el pronóstico de tempestad, se quita la chaqueta y abre los brazos. Gira alegre, como una zaranda, y aspira la vida. El vestido al viento le hace parecer una extraña mariposa. A su lado, un hombre la observa y sonríe. Parece que el amor es lo único que necesitan para ser felices.

Si Arturo lo entendiera, me digo. Al otro extremo, una gaviota en picada va por el alimento cotidiano que se desplaza en el vientre marino. De pronto, emerge la desesperación. Al borde del acantilado, el hombre grita: ¡El viento arrastró a mi esposa! Un turista corre y da la voz de alarma. Entre las olas, la mujer flota, como una muñeca, entre las ondas de su vestido floreado. ¿A quién se le ocurre usar algo así con esta baja temperatura?, me pregunto. De pronto, despierto y suspiro, sin que se desprenda el horror que me produjo la escena.

Arturo y yo pensamos que unas vacaciones ayudarían a atravesar la brecha que nos separaba, desde que a él se le ocurrió ser tan evidente. Hasta ese momento, todo era sospechas; detalles que podían ser producto de mi imaginación, provocados por el ambiente en que se desarrollaban sus actividades profesionales. La contratación de actrices era la excusa perfecta para quedarse hasta altas horas en la oficina y para las numerosas llamadas por el celular. Él las atendía, frente a mí, con entera libertad. Eso minimizaba la incertidumbre y me permitía retomar el sueño.

Sin previo aviso, cambió su apariencia a una más juvenil. Cantaba en la ducha con la alegría de nuestros primeros tiempos de casados. La sospecha se transformó en tormento y, desde entonces, se apagó la paz hogareña. Yo, como un felino en acecho, trataba de cazar otras señales olfateando, como sabueso, sus camisas. Cuando vio lo que hacía, dijo, sin mirarme: No veas fantasmas donde no los hay. 

En esas condiciones, no era extraño que me tomara por sorpresa:

—Nos vamos de vacaciones. Creo que debemos apartarnos un tiempo de la rutina y dedicarnos a nosotros.

—¿Así, de repente?

—¿Tienes algún compromiso que lo impida?

—¿A dónde iremos?

—A dónde siempre has querido ir: A Irlanda

Mientras hacía las maletas y les avisaba a nuestros hijos, yo sonreía por el detalle de Arturo. Creí que había echado al traste mi sueño de visitar el país de los castillos y las criaturas celtas que, desde niña, me apasionaban. Aunque viajábamos bastante, siempre relegó ese sueño. Yo presumía que más importante era complacerlo a él, sin importar que aquel sueño se extraviara en el olvido. Con el tour inesperado, supuse que no todo estaba perdido entre nosotros. Si no lo intentábamos, la rutina de los largos años terminaría por ahogar nuestro matrimonio. Era hora de abrir las ventanas a mejores vientos. Las parejas solían atravesar crisis y salir airosas.

Llegamos a Dublín, moderna e histórica; divertida y acogedora. Apenas dejamos las maletas en el hotel, tomamos la decisión de invertir el tiempo en recorrer las calles, deteniéndonos en los lugares de interés. Cada atardecer, comíamos en las mesas, al aire libre, de cualquier Pub. Cuando la luna se posesionaba del centro del cielo, volvíamos a la habitación. Un regreso de silencios y eventuales frases hechas. Aunque tomados de la mano, nuestras almas no lograban conectarse. Me opuse a que la desazón me arrastrara. Tal vez, al haz de la magia de los pueblos y castillos, que estábamos por visitar, se encendería la antorcha y volveríamos a lo que tuvimos. ¿Era un delirio?

Lo comprobé, una vez más. Cuando se toca el fondo del abismo, cuesta escalar la pendiente. La lencería sensual y la desnudez pasaron desapercibidas. ¡Qué tonta! Hice acopio de indiferencia y apagué la luz. Desde ese momento, me concentré en disfrutar lo que la vida ofrecía: la riqueza arquitectónica y cultural de aquellas regiones. Entre fotos y palabras de admiración, transcurrían las horas; en tanto, me preguntaba si ese desapego era lo que correspondía a un matrimonio de tantos años. Aparté los pensamientos tristes y expandí el espíritu con la apreciación de las bellezas circundantes. En mí, estaba la solución: regresar a casa para seguir en lo mismo o solicitar el divorcio. Era el momento de dejar de andar lamentándome por los rincones.

El folleto, con las fotografías de los Acantilados de Moher, me atrapó. Sentí que era un sacrilegio despedirme de ese país, sin visitar las majestuosas rocas.

—Bien —dijo, Arturo—, quiero complacerte.

Atravesamos las puertas del Centro de Visitantes, excavado, de forma artística, en las rocas. Por los senderos, leí un aviso curioso: Habla con nosotros, si las cosas te están afectando. Samaritanos. Estaba dirigido, según supe, a las personas con problemas. La exuberancia del paisaje atraía a turistas y a místicos, pero, también, a las almas atribuladas. Los suicidios, mantenían en constante alerta al personal. ¿Qué locura pudo lograr que una mujer se lanzara al vacío, con su hija de cuatro años? No hay razón suficiente para quitarse la vida, pensé. Desde los senderos, se apreciaban los imponentes acantilados. No podía sentirme mejor, hasta que ocurrió la tragedia.

El caleidoscopio de imágenes no me abandona. La mujer en el mar, como una muñeca vencida, la embarcación que se acercó para rescatarla, las preguntas de los policías y las extrañas respuestas: “Cuéntenos cómo pasó”; “No sé, me distraje, creo que fue un golpetazo de viento”; “¿No está seguro?”; “¡Qué otra cosa pudo haber sido!”; “¿Su esposa sufre de tendencias suicidas?”; “No sé, no sé… Quizás estaba deprimida y no me di cuenta”.  ¡Cómo —me digo—, si era el símbolo de la alegría! ¿Acaso, ese hombre está loco? ¿No la vio girar, como si ella tuviera, entre sus manos, las llaves de la libertad?

Otra vez, las imágenes. La mujer con los brazos abiertos y la sonrisa del hombre. El rescate, el morbo de la gente. El doctor se acerca y el hombre pregunta: “¿Se pondrá bien?” “Lo lamento, señor, es un milagro que aún respire”. La mujer gira y gira, enredada en su largo vestido primaveral. El mismo que le compró él, en una isla caribeña, cuando el amor aún lo era.

La mujer gira y el hombre sonríe de manera extraña. Nunca le vi esa sonrisa a Arturo, me digo. Ella, poniéndose el vestido floreado, esperando que el hombre recuerde los viejos tiempos. Ahora revisa el celular, el mensaje indiscreto. El alivio cuando decide comenzar una nueva vida. La mujer gira, la gaviota en picada, el vacío… Pesadilla o sueño, ya no sé qué es. Entre los delirios me pregunto si fueron los feroces vientos los que se están llevando mi existencia.  

Olga Cortez Barbera

 

Imagen: 123rf

jueves, 30 de septiembre de 2021

ELLA




Le digo que sí, me dice que no; le digo que no, me dice que sí. Por lo general, gana ella. Ha sido nuestro juego desde que decidimos compartir la vida. Me había enamorado unos años antes. Mientras la Maestra nos instruía en los artificios de la multiplicación y el mundo cambiaba para mí, comencé a amarla sin saberlo.

Papá murió al finalizar la Primaria y tuvimos que mudarnos a casa de una tía, lejos de la ciudad. Por las circunstancias y apenas tener la edad, debí mezclar el estudio con el trabajo. No quedaba espacio para soñar con ella. Pero, las Moiras, tejedoras de destinos, tenían otros planes. Mamá y tía unieron sus esfuerzos para que yo pudiera graduarme en Arquitectura. Ingresé a la Universidad.

Al poco tiempo entendía que los tratados sobre diseños arquitectónicos no eran para mí. Una tarde, dejé el libro a un lado y me tiré sobre la grama. Los alumnos corrían a clases o estudiaban en los pasillos. Entre las voces y las risas en los recintos del saber, parecía que la existencia llevaba alas de mariposas. Me pregunté si, como yo, habían elegido una profesión que les permitiera el estilo de vida que sus padres anhelaban. Casi me dormía, cuando escuché la voz:

—¡Hola!      

El corazón me dio un vuelco y supe que nada me separaría de ella. La tristeza que me había invadido cuando tuve que dejarla, emergió para transformarse en una dulce emoción. En ese instante supe cuánto la había extrañado. Intuí que el futuro ya no podía ser otro, a pesar de los gritos de mamá y los lamentos de mi tía. Antes de abandonar la residencia estudiantil, me aseguré de encontrar un empleo y otro lugar donde vivir.

Ahora, en la soledad de la habitación, me rindo sin condiciones. La inexperiencia me lleva a suponer que, por el hecho de tenerla conmigo, es mía. Luego, entiendo que sólo puedo poseerla si ella lo acepta. Su alma, libre y voluble, la lleva a desaparecer cuando menos lo espero.

Cuando no lo hace, todo es magia. En su presencia, la habitación desconoce de fronteras. No obstante, basta que algo le parezca contradictorio para que me hunda en la desesperanza. Siempre insisto en revertir la situación. Poco le importan las noches que pasamos creando mundos a nuestro antojo. Huye y yo me quedo aprisionado por la angustia.

En su ausencia, pierdo el apetito. Me lanzo en la cama, extrañándola profundamente. Cuando creo que casi perezco por su ausencia, aparece:

—¡Levántate!

Entonces, olvido el cansancio y me pierdo en ella…

No siempre es así, hay momentos en que el cuerpo no da para más y, frente a sus exigencias, le digo con honestidad:

—Ahora, no puedo.

Se revela y usa sus artilugios. Me llena la cabeza de impulsos locos, hasta que es imposible que me dé más. Por temor a que se vaya de nuevo, la aprieto, como naranja. Es inútil, me abandona, hundiéndome en la impotencia.

Si me llama, estoy a su disposición. Corro a su encuentro, aunque descuide mis responsabilidades. Me despojo de todo lo que no sea su compañía. Me inclino a su voluntad y pienso: Empleos hay montones; como ella, nadie más.

Sucede lo contrario si es ella la que se niega. Sin una pizca de piedad, exclama:

—¡Cuando digo no, es no!

Oscurece. Estoy frente a la computadora, en tanto ella comenta sobre lo que voy escribiendo: Así está bien…No me gusta esa frase… Deja que hable el alma… Ay, no, ¡qué aburrido eres!... Mejor me marcho…

Suplico:

—No te vayas, por favor.

Coquetea:

—Sabes como soy —suelta su carcajada etérea—. Cuando lo desee, volveré.

Debo aceptarla como es. Las musas son así, volátiles, independientes. La mía… ¡Qué les puedo decir! A veces irreverente, otras, caprichosa. ¡Siempre, imprescindible! Lo intuí aquella mañana de infancia, en el salón de clases, cuando en vez de multiplicar, quise escribir un cuento y ella lo hizo conmigo.

Olga Cortez Barbera

Piqsels: Foto descarga gratuita