Comenzó con
un zumbido que terminó por despertarlo en la madrugada, a pesar del sueño de
plomo causado por las copas para celebrar el triunfo en las elecciones. A decir
verdad, la francachela había comenzado una semana antes. Para nadie era un
secreto, menos para los compañeros del Movimiento por la Integración del
Ambiente, que él ostentaría el cargo de concejal. Con la confirmación de los
resultados y bajo el complot de sus camaradas, la fiesta no dudó en tomar proporciones
bacanales.
Luego de la
celebración, llegó a casa, sin dedicar un segundo de atención a la esposa colérica
y en vela, que le esperaba detrás de una aparente tranquilidad. Subió al cuarto
para caer, como muerto, sobre la cama. Sin embargo, el zumbido lo despertó.
Tantos desafueros sibaritas y de gula podían haberle alterado la presión
arterial. “No—concluyó—, soy un deportista que dedica suficiente
tiempo al entrenamiento físico. Por lo tanto, poseo una salud férrea”. Acomodó
la almohada, sin sospechar que era el aviso de cambios trascendentales en su
confortable vida.
Por la mañana,
todo no era más que un vago recuerdo, hasta que el zumbido regresó. Cada noche
era un tormento; el medicamento ótico, un fiasco. La esposa, cansada de no poder dormir porque
el hombre no dejaba de caminar, de un lado a otro y con la luz encendida,
terminó por decirle:
—En vez de
quejarte tanto, deberías ir al médico.
El especialista,
después de una revisión exhaustiva, determinó:
—Mi estimado
amigo, usted lo que tiene es un exceso de limpieza. Deje de usar hisopos, si no
desea que la resequedad le lesione el conducto auditivo.
Luego de la
consulta y sin saber por qué, pudo dormir de nuevo como un bebé. No le duró la
dicha. Un par de noches después, en vez del zumbido, fue el bamboleo de la cama,
tipo película El exorcista, lo que le despertó. El temor de un terremoto lo dejó
paralizado. Por fortuna, solo duró unos segundos.
Su esposa ni
se enteró. Él no quiso preocuparla. No obstante, en la noche posterior, cuando se
regodeaba por las ventajas que le proporcionaría su nombramiento, sintió el
mismo bamboleo. El susto lo obligó a despertarla:
—Amor…, amor…, creo que está temblando.
Ella, molesta,
exclamó:
—¡Qué temblor,
ni qué nada, chico, déjame dormir!
Ellos vivían
en una zona antisísmica; eso no quería decir que a la naturaleza le importara
un pito sacudirse cuando le diera la gana. ¿Y si es el oído lo que me causa esta
sensación de inestabilidad?, se preguntó. Consultado de nuevo, el
especialista le aconsejó untar el hisopo con aceite y pasarlo con sumo cuidado
por el canal auditivo. Quizás, era falta de lubricación. Le aseguró que pronto
recobraría la normalidad. Después de un montón de hisopeaos, regresó la calma
nocturna.
Tampoco duró
mucho. Ahora fue una voz, a mitad de la noche y en la sima del sueño, la que le
hizo dar un salto:
—¡Asómate a
la ventana!
¿Era la voz
de su esposa? Ella acostumbraba ir a la cocina para buscar algo qué comer. Un día
rodó por las escaleras, con la secuela de un esguince. Desde entonces, dejó de
hacerlo. Encendió la luz. De la manera que está roncando, no puede ser ella
la que habló... Es mi imaginación —se dijo, mientras trataba de atrapar el
sueño. Imposible; la misma voz le ordenó:
—¡Asómate a
la ventana!
Prefirió ignorarlo.
Ni enloquecido se le ocurriría ir a averiguar quién andaba por el jardín a esa
hora de la madrugada.
Apenas
amaneció, abandonó la cama para cumplir su rutina de ejercicios físicos. Estacionó
el carro al pie de la montaña y, en un abrir y cerrar de ojos, ascendía por las
laderas de tierra, bordeada de árboles. Cubierto de sudor, llegó a la meta.
Desde esa altura, contempló la bella ciudad. Mientras lo hacía, se palpó el abdomen.
Los excesos gastronómicos están surtiendo efectos, pensó con
preocupación. A pesar de ello, aún conservaba su figura atlética. Amelia, su
secretaria, Virginia, la abogada, y Micaela, la vecina, poco proclive a respetar
la santidad matrimonial, daban fe de ello. Las traía de cabeza. Por suerte, su
esposa vivía en la luna. No sospechaba nada.
El recién
nombrado concejal tuvo un respiro. Las responsabilidades del nuevo cargo lo alejaron
de sus perturbaciones nocturnas. Concentrado en sus ambiciones personales y
políticas, no ponía atención a nada más. Necesitaba una casa y un vehículo que
hicieran honor a su nuevo status.
—Con las prebendas que espero, pronto
habré de verle el queso a la tostada.
Se acercaba
la fecha de su cumpleaños; ocasión perfecta para invitar a lo más rancio de los
sectores económico y gubernamental de la ciudad. Su esposa era un lince para todo
lo relacionado a los acontecimientos sociales. En la víspera de la fiesta, la
excitación no le permitía dormir. En el estudio encendió la computadora.
Necesitaba revisar algunos asuntos. La voz, repetitiva, lo detuvo:
—¡Asómate a la ventana!
Caminó hacia
ella. Sin luna, la montaña era como un lomo negro. ¡Ahora sí, yo escuchando
voces! ¿Estaré enloqueciendo? Un juego de luces emergió de la nada. ¿Un
avión por esa zona? El aeropuerto quedaba bien lejos. Las luces hacían piruetas
de un lado a otro. ¿Un platillo volador? Eso eran cosas de las películas de
ciencia ficción. Tal vez, había algo de verdad en esas historias.
—¡Yo,
creyendo en zoquetadas! —exclamó, mientras regresaba a la habitación.
Abrazó a su
esposa y, después de tanto cavilar en lo que había visto, pudo quedarse dormido.
Comenzó a soñar con la invasión de marcianos malvados. Al despertar, sintió alivio; sólo
había sido una pesadilla.
Frente al espejo, admiró su estampa. Deportivo y perfumado, se despidió de la esposa con
un beso. Ella lo felicitó por su cumpleaños y le dijo:
—Recuerda que
hoy es la celebración. Regresa a tiempo, por favor.
—Te lo prometo.
Apenas salió de casa, le embargó una
extraña sensación de angustia que le opacó la euforia. Recordó
la pesadilla y se le erizó la piel. ¿Qué te pasa? ¿Acaso eres gafo, o qué?
De pronto, sin
atravesar un espacio tridimensional, subir por una rampa, o ser aspirado por un
haz de luces, se vio dentro de un platillo volador. Lo supo porque había visto
la Guerra de las Galaxias. No pudo curiosear mucho porque el extraterrestre se
lo impidió. Al hombre casi le da un infarto cuando el ser, de mirada de témpano
y extremidades absurdas, trató de tocarlo.
Peor aún, los
chirridos que emitió para comunicarse, casi le destruyen los oídos. La criatura
galáctica, le hizo señas para tranquilizarlo. De un sopetón, le implantó un
dispositivo; un traductor sensorial y telepático que le permitía adaptarse al
medio ambiente. Los chirridos se transformaron en palabras comprensibles.
—Bienvenido, terrícola.
En casa del concejal
regía el desconcierto. Los invitados y la prensa local se preguntaban, entre
bebidas y tentempiés, qué podía estar reteniendo al cumpleañero. Sus amigos cómplices,
en vez de llamarlo por celular, se miraban y reían:
—¡Este hombre sí que se las sabe todas!
Entre tanto,
a punto de ebullición, Mariana no tenía dudas en lo que andaba su esposo. Claro
que se hacía la desentendida. Era preferible simular candidez, que develar su humillación
frente a la verdad. Experta en el arte de las apariencias, pudo mostrar
preocupación. Cuando se fueron los invitados, llamó a la policía, más por
dejarlo en evidencia que por temor a un accidente.
Corrían las
horas y el concejal sin dar señales de vida. Los rumores eran variados: víctima
de un secuestro, resbaló por un farallón de la montaña, asesinado por alguno de
sus enemigos. Pasaban las horas y los detectives no daban con la más mínima
pista. La desaparición del concejal era un misterio. Para Mariana no: ¡El infeliz
se fue con una de sus fulanas! Antes muerta que aceptarlo frente a nuestras
amistades.
El tiempo en
el espacio era diferente. La semana que pasó con el espécimen cósmico fue
extraordinaria. Aprendió sobre ecología espacial y un montón de cosas más que
podía usar en su propio peculio. El objetivo de su traslado a la nave era llevar,
a los terrestres, el mensaje de convivencia armónica sideral. Él tenía otras
cosas más importantes en su cabeza. Mejor que se buscara uno de esos que
andaban detrás de utopías.
El
extraterrestre, al contrario, necesitaba un humano racional y pragmático para
que el mensaje pudiera ser creíble y aceptado. El hombre era perfecto para esa
misión. Luego de analizar la propuesta, el concejal aceptó, mientras pensaba cómo
sacar partido a su favor. Este marciano (para él todos lo eran, sin
importar el planeta) si es bobo. Que se dedique él a sus planes de armonía
sideral, que yo sacaré provecho de todo esto.
El
Extraterrestre sólo lo observaba.
Además del
traductor sensorial, el hombre llevaba tatuado, detrás de la oreja, una imagen
pequeña del planeta Saturno. Y como una muestra de amistad, un sombrero hecho con
fibras de una planta galáctica. Así como apareció en la nave, se encontró, en
un pestañeo, manejando hacia su casa.
No se cansaba
de hacer planes. Ahora que era el elegido espacial, estaba seguro de que podía
enriquecerse aún más. El sombrero, no muy de su gusto, olía bien. La fragancia
a sándalo-lavanda inundaba el interior del vehículo.
—¡Ahí viene!
—gritaron todos cuando lo vieron.
Las cámaras
de los noticieros en posición para atrapar el mejor ángulo. Entre lágrimas y risas,
familiares y amigos corrieron a abrazarlo. A corta distancia, se detuvieron y
guardaron silencio. ¿Qué era ese guindalejo que colgaba de su cabeza? El olor
nauseabundo llegó a todas partes. ¿Por qué vestía únicamente calzoncillos? Nadie dijo nada hasta que una vecina dijo:
—Creo que el concejal
se volvió loco.
—¿Loco? —se miraron
unos a otros.
—Sí, bien
loco.
El pobre
hombre no entendía lo que pasaba. Asustado, trató de explicar.
—Amigos,
tengo que contarles algo. Acabo de tener una experiencia cósmica.
A medida que
hablaba, no hacía más que confirmar su estado de demencia. Entre la burla de
unos y el llanto de otros, la esposa se mostraba pensativa.
—Marianita, por favor, ayúdame —suplicó el concejal.
Ella lo miró, en completo estado de
compasión:
—¡Ay, Dios! ¿Cómo
es posible que mi maridito haya enloquecido?
Atado, como
un bollo, el concejal subió a la ambulancia. Los enfermeros escucharon los
delirios del elegido intergaláctico. Entretanto, él sufría por la pérdida de
sus proyectos, si no lograba convencer a los doctores de que no estaba ni una
pizca de loco. Su mujer… ¿Qué va a entender esa idiota sobre la experiencia
extraordinaria que acabo de vivir? ¡Cómo pude casarme con ella! Es tan pueril…
Los
enfermeros le ordenaron bajar de la ambulancia. Se resistió; no quería entrar
al sanatorio. Al ver a Mariana esperándolo afuera, aceptó. Ella se acercó y,
como la esposa abnegada que todos conocían, le dio un beso. Lo acompañó a la
habitación. Al despedirse, apartó su larga melena del cuello. El concejal pudo
distinguir el tatuaje del planeta Saturno en la base de la delicada oreja.
Olga Cortez barbera
Imagen Gratis: Fondos 12.com