jueves, 30 de septiembre de 2021

ELLA




Le digo que sí, me dice que no; le digo que no, me dice que sí. Por lo general, gana ella. Ha sido nuestro juego desde que decidimos compartir la vida. Me había enamorado unos años antes. Mientras la Maestra nos instruía en los artificios de la multiplicación y el mundo cambiaba para mí, comencé a amarla sin saberlo.

Papá murió al finalizar la Primaria y tuvimos que mudarnos a casa de una tía, lejos de la ciudad. Por las circunstancias y apenas tener la edad, debí mezclar el estudio con el trabajo. No quedaba espacio para soñar con ella. Pero, las Moiras, tejedoras de destinos, tenían otros planes. Mamá y tía unieron sus esfuerzos para que yo pudiera graduarme en Arquitectura. Ingresé a la Universidad.

Al poco tiempo entendía que los tratados sobre diseños arquitectónicos no eran para mí. Una tarde, dejé el libro a un lado y me tiré sobre la grama. Los alumnos corrían a clases o estudiaban en los pasillos. Entre las voces y las risas en los recintos del saber, parecía que la existencia llevaba alas de mariposas. Me pregunté si, como yo, habían elegido una profesión que les permitiera el estilo de vida que sus padres anhelaban. Casi me dormía, cuando escuché la voz:

—¡Hola!      

El corazón me dio un vuelco y supe que nada me separaría de ella. La tristeza que me había invadido cuando tuve que dejarla, emergió para transformarse en una dulce emoción. En ese instante supe cuánto la había extrañado. Intuí que el futuro ya no podía ser otro, a pesar de los gritos de mamá y los lamentos de mi tía. Antes de abandonar la residencia estudiantil, me aseguré de encontrar un empleo y otro lugar donde vivir.

Ahora, en la soledad de la habitación, me rindo sin condiciones. La inexperiencia me lleva a suponer que, por el hecho de tenerla conmigo, es mía. Luego, entiendo que sólo puedo poseerla si ella lo acepta. Su alma, libre y voluble, la lleva a desaparecer cuando menos lo espero.

Cuando no lo hace, todo es magia. En su presencia, la habitación desconoce de fronteras. No obstante, basta que algo le parezca contradictorio para que me hunda en la desesperanza. Siempre insisto en revertir la situación. Poco le importan las noches que pasamos creando mundos a nuestro antojo. Huye y yo me quedo aprisionado por la angustia.

En su ausencia, pierdo el apetito. Me lanzo en la cama, extrañándola profundamente. Cuando creo que casi perezco por su ausencia, aparece:

—¡Levántate!

Entonces, olvido el cansancio y me pierdo en ella…

No siempre es así, hay momentos en que el cuerpo no da para más y, frente a sus exigencias, le digo con honestidad:

—Ahora, no puedo.

Se revela y usa sus artilugios. Me llena la cabeza de impulsos locos, hasta que es imposible que me dé más. Por temor a que se vaya de nuevo, la aprieto, como naranja. Es inútil, me abandona, hundiéndome en la impotencia.

Si me llama, estoy a su disposición. Corro a su encuentro, aunque descuide mis responsabilidades. Me despojo de todo lo que no sea su compañía. Me inclino a su voluntad y pienso: Empleos hay montones; como ella, nadie más.

Sucede lo contrario si es ella la que se niega. Sin una pizca de piedad, exclama:

—¡Cuando digo no, es no!

Oscurece. Estoy frente a la computadora, en tanto ella comenta sobre lo que voy escribiendo: Así está bien…No me gusta esa frase… Deja que hable el alma… Ay, no, ¡qué aburrido eres!... Mejor me marcho…

Suplico:

—No te vayas, por favor.

Coquetea:

—Sabes como soy —suelta su carcajada etérea—. Cuando lo desee, volveré.

Debo aceptarla como es. Las musas son así, volátiles, independientes. La mía… ¡Qué les puedo decir! A veces irreverente, otras, caprichosa. ¡Siempre, imprescindible! Lo intuí aquella mañana de infancia, en el salón de clases, cuando en vez de multiplicar, quise escribir un cuento y ella lo hizo conmigo.

Olga Cortez Barbera

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viernes, 10 de septiembre de 2021

Te voy a matar

 


Te lo dije y no me creíste. Claro, quien lo expresaba era yo, tu amigo de la infancia, el que nunca dudó en cubrir tus barrabasadas. Era mi costumbre usar ese cliché cada vez que me hacías partícipe de una de las tuyas. Por eso, pasaste por alto mis cambios de humor de los últimos tiempos. Preferiste atribuirlo a la edad: Te estás poniendo viejo. Entre la confianza y el abuso existe una línea tan delgada, que podemos atravesarla sin que nos demos cuenta.

La decisión de matarte no brotó así, de repente, como una explosión. ¡No! Lo que fue una frase coloquial, desde la niñez, fue tomando forma hasta adquirir rasgos de certeza. Mi amistad incondicional comenzó a resquebrajarse el día que frustraste lo que más me importaba, hasta entonces. Con argucias, te quedaste con el contrato.

Eso dio pie para recordar la época de nuestras experiencias juveniles. Mi timidez aceptó pagar el precio por contar con un amigo como tú. Celebraba tus cinismos y sufría, en secreto, las bromas pesadas que me hacías. Sin embargo, nunca dudé en ayudarte con los estudios. Optamos por la misma profesión. ¡Cómo agradecí que, al graduarnos, me llevaras a trabajar contigo! A pesar de mis esfuerzos, siempre te la ingeniabas para llevarme la delantera frente a los superiores.

El día de tu boda dijiste que eras el hombre más feliz del mundo. Por el contrario, yo era el más desdichado. Te casabas con el amor de mi vida. Suena cursi, pero era la verdad. Tenía un par de meses saliendo con ella cuando te la presenté:

—Oye, pana, ¡qué linda es tu chica! — comentaste.

—¡Ni la mires! —exclamé.

Comenzaron los cambios. Cuando le pregunté a ella qué pasaba, dijo que lo nuestro no funcionaría. Sin que lo expresara, supe que era por ti. Dolió. No obstante, acudí a la celebración y los felicité. Yo no podía obligarla a amarme; tú no eras responsable de que te eligiera. Una noche, a solas en el jardín de tu casa y bajo los efectos del alcohol, me arrojaste a la cara una verdad que no debiste dejar salir:

—Te robé la chica (hip) y ni rechistaste… 

Levanté el puño, pero sentí sus pasos.

Salí sin despedirme. Puse la carta de renuncia, lo que me dio la oportunidad de alcanzar el éxito profesional en otra empresa. Me casé y el pasado dejó de molestarme. Con el tiempo terminé por aceptar que no todo había sido tu culpa. En la amistad debe imperar el equilibrio, una circunstancia que ignoré. Cuando nos vimos de nuevo, ya no había rencor.

Me dio pena saber de tu divorcio y te invité a casa. Mi esposa reía con los cuentos sobre las ocurrencias de juventud, mientras yo pensaba que nuestra amistad merecía ser rescatada. Nos quedamos a solas y comenzaste a hablar de tu fracaso matrimonial.

—¿Dejaste de quererla? —pregunté

—No era la mujer que tú decías —respondiste.

No supiste valorarla —pensé.

Entre copa y copa, no pudiste evitar otra de las tuyas:

—Panita, ¡es muy bella tu esposa!

Enfurecí.

—¿No puedo jugarme contigo? —te burlaste.

Tus visitas comenzaron a molestarme. Mi esposa no paraba de comentar sobre lo agradable que eras y lo mucho que te apreciaban mis hijos.  Comencé a sentirme celoso de la forma como ella te veía. Me inquietaba la idea loca de que pudiera enamorarse de ti. El antiguo pensamiento, Cómo me gustaría matarlo, se transformó en una tenaza que no me dejaba respirar. Por eso, cuando comentaste:

—Si mi mujer hubiera sido como la tuya, te juro que no me hubiera divorciado.

Exclamé:

—¡Te voy a matar!

—¡Siempre tú con esa frasecita!

No tuve dudas, eras de nuevo el lobo tras la presa y, esta vez, no iba a permitir que cayera en tus fauces. Enloquecí. Tenía que deshacerme de ti. Por eso, acepté la invitación a tu casa de la playa, tan alejada de todo.

—Será como en los viejos tiempos—dijiste.

—Como una pijamada para hombres—comenté y solté la carcajada.

Ahora estás ahí, tirado sobre la arena. Blanco fácil. No me creíste, y yo con la necesidad firme de demostrar que no era el pusilánime a tu disposición. Despertaste el monstruo que habita en mí. No más afrentas, no más burlas. Y, lo mejor de todo, ¡ella nunca será tuya! Te observo y ni te das cuenta, a un segundo de sacar el puñal del bolsillo...

Olga Cortez Barbera


Imagen Gratis Pixabay

 


jueves, 2 de septiembre de 2021

Las Cartas de Tío Luis


 

Con tanto tiempo disponible durante el día, tomó el taxi hasta el Liberty State Park. En casa consideraban que ella era una mujer fuerte y lúcida, capaz de valerse por sí misma. La familia prefería verla distraerse que observarla, frente a la ventana y con la vista perdida, caminando paulatinamente hacia la senilidad. Bajó del taxi, en el lugar de siempre. A pasos lentos, caminó hacia un banco y se sentó. Una vez más, contempló el caudal del Río Hudson y, en la distancia, la Estatua de la Libertad. En el afán de recordar, sin interrupciones, buscaba aislarse en aquel sitio, a pesar de la muchedumbre que tomaba fotos o subía al ferry para ir a la Isla Ellis. Lo mismo hicieron ella y su esposo, en sus momentos de turismo, pero… ¡Qué distinto podían verse las mismas cosas en diferentes épocas!   

Años después de que ella comenzara a soñar con vivir en Norteamérica, llegó con su esposo, no a New York, si no a Washington DC, acompañados de las Visas de Estudiantes y un par de maletas abarrotadas de ilusiones y pocas pertenencias. El Tío Luis, desde el país de ensueño, no desistió, durante un tiempo, de enviar cartas y postales a familiares y amigos, despertando la imaginación de una adolescente que quería vivir, como él contaba en sus escritos. En las noches castas, como si tuviera bajo la almohada la lámpara de Aladino, ella pedía con frecuencia tres deseos: asistir a la Universidad, aprender a tocar piano y, sobre todo, vivir en las tierras del sueño americano.

El sortilegio de las cartas del Tío Luis la acompañaba a todas partes, aún después de que él dejara de enviarlas. En la soledad de la habitación de la residencia universitaria, sacudía el antiguo sueño de emigrar, mientras abría la libreta de ahorros que engordaba, de a poco, con el esfuerzo del trabajo en las horas libres. Para ella, este deseo se convirtió en uno con el ser. Afianzado en el alma, expelía un efluvio que se mezclaba con el magma de las cosas posibles. Se expandió por los campos energéticos del Cosmos, hasta que se fundió con las energías afines. No era extraño que el destino la llevara a enamorarse del compañero de clases que hacía planes para irse a estudiar al extranjero. Se casaron y unieron sus esfuerzos:

—¿Tienes listo los papeles, cariño?

—Desde hace mucho tiempo, amor.

Entre trámites y despedidas, no hubo espacio para la luna de miel. Por eso, antes de iniciar los estudios en Pensilvania, decidieron tomar dos días para visitar el Capitolio y el Monumento a Abraham Lincoln. Llegaron a Washington, sin sospechar que serían testigos de momentos que marcarían los peldaños de la historia. La gente recorría las calles, con pancartas y consignas. A ella, más que los motivos que llevaban a protestar contra la Guerra de Vietnam, la atraparon la multitud y la novedosa vestimenta de los hippies. La guerra, aunque lamentable, no dejaba de ser ajena. 

Con las nevadas de Pensilvania, una vez pasado el romanticismo por los parques cubiertos de nieve, llegó la nostalgia por sus seres queridos, ahora tan lejanos. Más que el clima, les entumecía comprobar cómo el dinero, que tanto les había costado ahorrar, al igual que la corriente de un río, desembocaba en el océano de los compromisos para sobrevivir. Un compañero de estudio los salvó de cruzar los umbrales hacia el hambre. Les ofreció un empleo en el negocio de su padre. Sin poderlo evitar, ambos debieron abandonar los estudios, con la utópica promesa de retomarlos, luego. Ella no olvidaba las cartas de Tío Luis y las infinitas oportunidades que ofrecía New York. Pronto, hacía nuevos planes.

—¡Allá vamos, Tío! —exclamó, mientras alzaba la mano para decir adiós.

En una habitación iniciaron la nueva etapa. La comunidad era cálida y cordial. El país atravesaba un momento crítico en la economía. Sin embargo, pudieron encontrar empleo. En el tiempo libre, salían a recorrer la exuberante ciudad. El asombro era compartido entre los rascacielos y las calaveras en los folletos que decían: Bienvenidos a la ciudad del miedo. 

Los propósitos de volver a la Universidad se sumergían en el olvido. El esposo trabajaba, cada vez más, para mantener a su mujer y a sus hijos. El cansancio engullía el romanticismo que los uniera. A ella, la crianza de los muchachos no era suficiente para evitarle sentirse sola. En ocasiones, la añoranza por lo que había dejado atrás, la llevaba a bracear en el desconsuelo. La estrechez del presupuesto acababa con ilusión de viajar a su país, de reencontrarse con los suyos. Como Tío Luis, dejó de enviar cartas para contar lo bien que les estaba yendo.

Muchos años habían transcurrido desde la mañana en que, jóvenes y soñadores, imaginaron que el futuro venía a la medida de sus esperanzas. En tanto ella y su esposo hacían el juramento para obtener la ciudadanía estadounidense, se preguntaba si esa era el mecanismo para continuar enhebrando la vida con cierto halo de pertenencia. Estaba cansada de sentirse como una extraterrestre, a pesar de los descendientes concebidos en esas tierras y el esfuerzo que ponían los amigos por integrarla a una comunidad que, a su sentir, no era de aquí ni de allá.

La Guerra del Golfo conmovió la rutina de las calles de Brooklyn. Los padres, llorosos y angustiados, no exentos de orgullo, despedían a los hijos, con sonrisas que intentaban ocultar sus miedos. No todos habían regresado sanos y salvos de otras guerras. Ella, imbuida en la crianza de los hijos, no había prestado mucha atención. Ahora, que ya no eran niños, perdía el sueño tan sólo con imaginar que el servicio militar tocara a la puerta. 

Sentada frente a la chimenea, trataba de sembrar, en sus hijos, las tradiciones de sus antepasados para que no fueran olvidadas; despertar cariño por los familiares que un día, tal vez, pudieran conocer. Esto no era posible. Fotos y recuerdos, poco o nada transmitían. Frente a los hijos fastidiados, terminaba la conversación. Con profunda tristeza, comprendía lo endeble que se tornaban sus raíces. Ellos respondían a la dinámica del mundo donde se habían criado.    

Las guerras no cesaban; los enemigos de América del Norte surgían por todas partes. El país, como un San Marcos de León, alistaba las tropas para amansar los dragones de otras tierras. No calculó el contra ataque. La inesperada tragedia, que hizo tambalear la inexpugnabilidad, le hizo comprender a ella que el núcleo de su pequeño universo podía cambiar en un instante. El ataque a las Torres Gemelas, invadió de horror todo hogar y cada rincón. Los dragones habían burlado las defensas aéreas.

Cubierta de escalofríos, escuchó la declaración de la guerra contra el terrorismo. Se preguntó si había llegado el momento que tanto temía. Así era. El hijo mayor tendría que pagar el precio por dos jóvenes inmigrantes que llegaron, una mañana, para alcanzar la confortable vida que ofrecía el famoso slogan del sueño americano. Las noches de desvelos se hicieron interminables, mucho más, sin la compañía del esposo caído tras una penosa enfermedad. Con el hijo ausente, la vida no tuvo otro sentido que esperar por su regreso.          

Para escapar de los barrotes de los presagios que la invadían, comenzó a salir de casa. Vagaba por la ciudad, hasta que pedía al taxista llevarla al Parque. Frente a la estatua, no lograba asimilar el costo por preservar la libertad. Intentando doblegar los demonios que le devoraban la calma, trataba de justificar el sacrificio como una retribución a lo que había recibido en tierra ajena. Aunque no fuera comparable a lo soñado, cuando su madre le contaba lo que decían las cartas del Tío.

Por fortuna, su hijo salió bien librado de los campos de batalla. ¿Cómo imaginar que quien iba a la guerra volvía con ella dentro? Las heridas en la psiquis lo sumergían en terribles pesadillas. Mientras trataba de tranquilizarlo, ella pensaba en las secuelas que pudieran destrozar el futuro de tantos jóvenes. Los que sobrevivían, ¿nunca rescataban la esencia de lo que fueron? Cuando el hijo se rindió a los efectos postraumáticos comprendió que haberlo tenido de vuelta no significó que hubiera regresado. 

Ahora, los enemigos amenazaban de nuevo y había que detenerlos, como ya era costumbre. Ella no deseaba pasar por lo mismo: las noches de insomnio y la angustiante espera. Las raíces, debilitadas con el tiempo, recobraron sus fuerzas para hacer desistir al nieto que se preparaba para llevar las bombas y los fusiles a las tierras de sus abuelos. Si la guerra era un contrasentido, lo era más derramar la sangre de sus hermanos, la descendencia de sus ancestros. Pero él, con las consignas patrias transitando por sus venas, contestó: 

—Abuela, mi deber es defender el país donde nací.

¿Podía recriminarle? Ella misma había jurado lealtad en aquella distante ceremonia. Sin embargo, la nacionalidad no era un traje que se quitaba para ponerse otro. Quizás, por eso había pasado la vida deseando regresar. Sintió, como nunca, el peso de las guerras. ¿Dónde estaban los verdaderos enemigos? La estatua que, tantas veces admiró, hoy se le antojaba descansando sobre un pedestal de barro. “Si Tío Luis no hubiera escrito esas cartas…” Se levantó. “¡Cómo quisiera volver a mi hogar!”

Los crepúsculos del tiempo le susurraron que era tarde.

 

Olga Cortez Barbera