CAUSA
PROBABLE
Aquí
estoy, observando lo que sucede. En la calle la ambulancia, los
paramédicos, el cuerpo sobre la camilla y la curiosidad de los vecinos. Los
oficiales entran y salen de la casa. Estefanía da su opinión sobre los hechos
al detective, y los científicos criminalistas espolvorean las superficies y
toman huellas. Hay un cadáver y deben dar con la causa probable de la muerte. ¡Pobre
Bernardo!
Nos conocimos en el Drugstore de Chacaíto, un sitio de encuentro en los
años 70, donde se vendían perros calientes kilométricos y cervezas a litro. Sara
y yo tratábamos de devorar, entre carcajadas, el “hot dog” extra-largo y
ahogado en salsas, con la belleza propia de la juventud y sin preocuparnos por
la silueta. Bernardo abandonó su mesa y se acercó.
-¡No las creo capaces de acabar con eso!-dijo.
-Ayúdanos-le propuse.
Entonces, se
presentó.
Comenzamos
a salir y el amor nos abordó de inmediato. Bernardo estudiaba en la Escuela de Medicina, yo en
la de Arquitectura, en universidades diferentes y retiradas. La despedida se
nos hacía cada vez más difícil. Por el matrimonio, abandoné la carrera y
conseguí un empleo. De esta manera, Bernardo se graduaba. Luego me encargaría de
terminar los estudios. El futuro era extenso y lleno de posibilidades.
Se recibió con honores. Pronto lo contrataba una de las mejores clínicas de la
ciudad y era reconocido como un excelente especialista. En esa amalgama de
triunfos, los años pasaban. Yo, entretanto, sin regresar a la facultad. A pesar
de ello, me sentía bien: una posición económica de privilegio y un esposo
amándome cada día más. Nuestros aniversarios eran la excusa adecuada para
recorrer el mundo. ¿Nos hacía falta algo? Sí, los hijos. Cuando nos enteramos
de que me era imposible tenerlos, dijo: “Lo que no se tiene, no se añora.” Una
vorágine de agradecimiento me unió a él como nunca. Seríamos uno para el otro.
Nadie más. Comprendí que sin Bernardo a mi lado, nada tendría sentido. No pude percibir
el abismo que me esperaba al convertirlo en el centro de mi existencia.
La duda llegó como una picadura de zancudo, en las vísperas del vigésimo
aniversario de casados. Después de tantos años, yo no podía pretender que nos
consumieran las mismas llamaradas. Los cambios en su actitud obedecían, por
tanto, a las nuevas responsabilidades como director y socio de la clínica. Por
eso, cuando me dijo que en esta oportunidad, el aniversario lo celebraríamos en
un buen restaurante y no con un viaje, me extrañó. Y aunque continué
conversando con normalidad, algo ya no me dejó en paz.
Imposible dormir. El aguijón de la incertidumbre hería la fe en él. ¿Por qué cambió
de planes? ¿Acaso no me había dado cuenta de que Bernardo no era el mismo? ¿El
motivo era otra mujer? Pasé horas buscando respuestas. Por la mañana, como
quien se aplica una pomada y calma el ardor, me dije: “No, debe ser que está
muy ocupado. Estoy viendo fantasmas.”
Pero la picadura fastidiaba cada vez más. Comencé a sospechar de los horarios
imprevistos, las salidas repentinas y las llamadas misteriosas. La duda me
sumergía en el miedo a perderlo. Cuando me atreví a preguntarle, sonrió
mientras respondía: “No creo que a estas alturas puedas desconfiar de mí”.
Me abrazó, como de costumbre. No lo sentí igual. Me dejé arrastrar por los
celos. Supe lo que era el infierno.
Una tarde, llegó Sara de visita. Sus
ojos recorrían la sala, como si fuera la primera vez que estaba allí. Esa
actitud fue otra alarma. “¿Qué pasa, amiga?” “Nada, ¿por qué preguntas?” Yo la
conocía demasiado. Supuse que se debatía entre la adhesión a mi persona y la
pena que pudiera causarme con sus palabras. Imaginé y quise morir. Sin embargo,
disimulé:
-Anda, chica, cuéntame lo que sea, para
eso somos amigas, ¿no?
-Ok…, con tal de que no le comentes a
Bernardo lo que te voy a contar. Al menos, no le digas que fui yo.
-Prometido.
-Lo he visto varias veces con una chica
en un restaurante. No me pareció que fuera una de sus colegas. Tal vez no sea
nada, pero averigua, por si acaso.
¿Nada? El insecto de la incertidumbre
ahora era un alacrán que emponzoñaba. Con todo, me armé de fuerza para
desempañar el papel de la esposa ingenua que había sido hasta ese
momento. “¿Cómo te fue hoy, querido?” Mientras se duchaba, revisé su celular. En
la agenda, el nombre de Estefanía Casas me humilló. No pude evitar que el
reptil de la venganza envolviera entendimiento y corazón. El desquite debía ser
impecable e implacable.
¡Cianuro!, el método más vulgar y usado a lo largo de la historia criminal. Era
verdad, nada insólito, pero válido. De algo debían servir las horas gastadas
frente al televisor; tiempo en el que mi amado esposo recogía los laureles de
su desempeño profesional. CSI, Criminal Mind y Detectives Médicos me ayudarían
a ejecutar el crimen perfecto. El precio justo por su deslealtad. Nada de
huellas dactilares, ni ADN o células epiteliales. En todo caso, mi imagen de
esposa abnegada no conjugaba con actos de esa especie. Por eso decidí llevar a
cabo el plan. Con los guantes quirúrgicos de mi cónyuge puestos, tomé la llave
de la gaveta del escritorio y abrí la alacena de medicamentos. El cianuro
terapéutico, el mejor de los aliados. Esa noche, una que pudo haber sido
maravillosa, lo esperaría vestida para salir a celebrar nuestra veintena de
felicidad.
No llegaba. Me corroía la impaciencia. El anhelo de desquite era mayor que
cualquier asomo de remordimiento. Al fin, el auto que se apagaba, los pasos y
la puerta que se abría. Me besó. Estaba contento. Como me sucedió con la visita
de mi amiga, intuí que detrás de su pose, ocultaba algo. Sirvió licor en un par
de copas. Sonó el timbre. Las colocó sobre la mesa.
-¡Vamos a celebrar!-exclamó, mientras se dirigía a la puerta.
¿Celebrar qué? ¿Mi dolor? ¿La afrenta? ¿La traición? Aproveché el momento para
mezclar la dosis letal en una de las copas. Escuché un murmullo de voces y la
puerta al cerrar.
-¿Quién es?-pregunté.
-Te tengo una sorpresa, y sobre eso quiero hablarte. Creo que ya es hora de que
conversemos. Te habrás preguntado por qué no salimos de vacaciones este año. Hay
momentos en que se deben tomar otras decisiones, como ésta, que ya estoy por
comunicarte. Espera un poco. Quiero que conozcas a alguien.
Era
ella, con la lozanía y la sonrisa de valla publicitaria a cuestas. Cargaba un
portafolio. ¡Qué osados! Mi esposo servía otra copa y se la entregaba. Luego,
él y yo tomamos las nuestras. “¡Brindemos!”, dijo. “¡Sí, brindemos!”, confirmé.
Las copas regresaron a la mesa, a medio beber. Me hundí en un lago de paz. “Te
mereces esto y más”, pensé. Sólo había que esperar un poco. Mientras tanto, me
dediqué a escuchar.
-Como te decía, mi amor, tomé una decisión. Cambiar de regalo en esta fecha tan
especial. Por eso la invité a ella. Estefanía es una promotora de casas
en venta. En los últimos tiempos, me ha ayudado a decorar la que acabo de
comprar y donde nos mudaremos próximamente. Por eso no hubo viaje esta vez.
Creí que una villa cerca del mar te gustaría mucho más.
Las palabras me confundían, hasta que pude cuantificar la magnitud de mi
error. En tanto extendían planos y fotografías, yo braceaba en medio del
horror. “¡¿Qué hice?!” Una pesadilla entretejida con los hilos del miedo al
abandono. “Estefanía Casas…, un nombre al lado de una referencia”. Tarde lo
entendía. De pronto, Bernardo se levantó del sillón. Me miraba con unos ojos
descomunales. Quiso alcanzarme y no pudo.
Ahora todo está como yo lo planifiqué. Las huellas de mi esposo en los objetos
usados en el “supuesto crimen”, como se dice en las noticias, mientras no se
compruebe la veracidad de los hechos. Observo las consecuencias de mi venganza,
y no me produce placer. Al contrario, me invaden el arrepentimiento y la
vergüenza. Bernardo, mi Bernardo… ¡Cómo llora! No por el remordimiento, como imaginé que sería, sino por el dolor. Sufre, sí, pero libre de todo pecado. Y
yo, alejada del cuerpo, en este limbo inaccesible, donde nadie puede
escucharme, me desgarro, porque me atormenta la idea de que los detectives no
puedan encontrar una causa que me incrimine y, a él, lo
libere.