martes, 9 de mayo de 2023

Equidad



Tengo miedo. Uno que me mantiene sin dormir. Ni las oraciones, ni las píldoras me permiten librarme de la pesadilla en que se ha convertido mi vida. ¿Cómo podía yo imaginar que el corazón, a pesar de sus mortales tormentos, puede seguir palpitando? ¿Que el alma se estremece, incontrolable, frente a las confusiones existenciales? Eso sucede cuando resbalas por la pendiente hacia el infierno. He sido una mujer cristiana, no le he hecho mal a nadie. Sin embargo, estoy aquí, entre estas cuatro paredes, preguntándome: ¿qué hice mal?  

Me casé con un buen hombre, de la misma religión y con los mismos principios míos. Tuvimos cinco hijos, educados para atravesar el camino llenos de humanidad, respeto y obediencia. Ellos no dudaron en acompañarnos a llevar la Palabra a quien quisiera escucharla. Entendieron la importancia de cultivar el espíritu y no sobrevalorar lo material. Éramos una familia modelo de servicio y obediencia.  A pesar de no comulgar con la vanidad, yo no podía evitarla cuando me felicitaban a la salida del templo.

Siempre nos rodeó la pobreza. Carecíamos de tantas cosas que, a veces, me rebelaba ante esa situación. Si éramos unas personas de bien, fieles a los preceptos cristianos, ¿por qué nuestros hijos debían pasar por tantas necesidades? ¿No era suficiente ser representantes dignos de nuestra religión? ¿Cuál era el motivo de este castigo? “Nuestra entrega debería ser recompensada por Dios”, pensaba. Al instante, sentía vergüenza y le solicitaba su perdón. Entonces, recordaba su magno poder de justicia. Si bien era cierto que nosotros nunca obtendríamos las canonjías de los ricos y los poderosos, también lo era que ellos jamás accederían a las bondades del Paraíso. Con la esperanza puesta en la promesa de una vida eterna, acepté de buena fe la voluntad del Creador.  

De pronto, la armonía hogareña comenzó a resquebrajarse. Una pequeña fisura que, con el pasar de los años, se fue transformando en una grieta colosal. El menor de nuestros hijos, de chico travieso en la escuela, se convertía en un adolescente problemático. Comenzó a burlarse de nuestro credo. La Biblia, según sus palabras, era un cúmulo de disparates que no tenía pie ni cabeza. Mi esposo trató de regresarlo al redil, pero sólo recibió sus insolencias. Sin embargo, por mucho tiempo no perdió la ilusión de que recuperara el sentido común. Cuando vio que eso no sería posible, no le quedó más que comentar:

—Esta es una prueba que nos está mandando el Señor.

A medida que se hacía hombre, las complicaciones eran, cada vez, mayores. Las malas compañías y las drogas lo volvieron violento. ¿Qué intentaba el Señor que aprendiéramos con esa calamidad?  Sus hermanos, hartos de su conducta, pedían que lo echáramos de casa. No hubo necesidad porque se marchó sin despedirse. Aunque se fue a vivir muy lejos, los rumores no paraban de llegar. Así nos enteramos de su expediente delictivo. Entraba y salía de la cárcel, como si fuera una diversión. Un día, encontraron a su mejor amigo muerto. A pesar de las investigaciones, no pudieron inculparlo. En cambio, mi corazón de madre no necesitó de pruebas para saber.

Aferrados a las plegarias, mi esposo y yo esperábamos el milagro de su conversión. Fue en vano. Se hizo capo del barrio. Lo llamé para decirle que iría a visitarlo. Deseaba pedirle que recapacitara. No quiso; intuí que mi hijo era un caso perdido. Cuando me enteré de que había asesinado a uno de sus secuaces y a su familia, por un lío de drogas, oré para que lo hicieran preso. Me escandalizó el hecho de verlo escapar de la ley, una vez más. Por las influencias, las faltas de pruebas, el vacío legal, ¡qué sé yo!  Lo cierto es que lo habían regresado a las calles para seguir delinquiendo. ¿Por qué no llegaron mis oraciones a los oídos de Dios?

Ahora estoy aquí, observando cómo se derrumban mis sueños. Toda una existencia de buenas acciones para que, al final, yo deba ir al infierno. Apenas salió, volvió a las andadas. Para asombro de la familia, se apareció en casa con el cuento de que necesitaba quedarse un par de noches; le habían pedido la desocupación de la casa donde vivía. Mi esposo, poseedor de una comprensión sin límites, no puso reparos. El resto de la familia no estuvo de acuerdo. En la mañana, cuando todos se fueron, mi hijo se sentó frente a mí y me contó la verdad. Andaba huyendo. En un ajuste de cuentas, había asesinado de nuevo. Me horrorizó, hasta el alma y las entrañas, que en sus ojos no hubiera una pizca de remordimiento.

Fui al cuarto por unas pastillas y, luego, le preparé el desayuno. La Justicia Divina y las leyes terrenales decidieron dejarlo en mis manos. Si Dios dejó que crucificaran a su hijo, un ser hecho de amor y fe, ¿por qué habría de juzgarme por sacar de este mundo a un criminal? Si me cruzaba de brazos, ¿no me convertía en otro igual, al permitirle seguir truncando vidas? Después de esto, ¿podía esperar algo de equidad para mí? De no haber actuado, al menos me hubiera convertido en su cómplice. Eso significaba ir en contra de todo lo que siempre profesé. ¡Qué gran contradicción! Llamé a las autoridades para que vinieran por mí. Dios y los hombres me habían defraudado.   

Apenas entra la luz del sol a través de los barrotes. He tenido tiempo para analizar las circunstancias de una vida entregada a la fe. ¿De qué ha servido? Los hijos, casi en la miseria; la familia, desintegrada; un hijo descarriado y bajo tierra; una madre asesina. ¿En qué me equivoqué?  Debo pagar, frente a los hombres, por mi acto. No tiene importancia. Lo que sí: Dios perdona todos los pecados…, puede que no perdone el mío. Eso me sobrecoge. Perdí la oportunidad de entrar al paraíso, cuando muera. Pero, hay algo que me aterra mucho más. Sentir como se diluye la fe, como consecuencia de unos ruegos que hoy siento lanzados al vacío. La posibilidad de que he vivido aferrada a una farsa y que el Paraíso nunca haya existido…

 

Olga Cortez Barbera

 

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