jueves, 2 de febrero de 2023

La culpa

 




No terminaba por tranquilizarse… Ella aún disponía de tiempo para liberar lo que le quemaba el alma y, así, morir en paz. Sin embargo, no dejaba de preguntarse si, en realidad, hacía falta que lo confesara. Allí estaba él, tan considerado como de costumbre. Las décadas de matrimonio no habían sido suficiente para aminorar su sentido de responsabilidad que, en vez de hacerla feliz, no hacía más que acrecentar sus remordimientos.

Amigos y familiares miraban al esposo con lástima y simpatía. En el círculo de las críticas, después de tantos rumores, se decía que se necesitaba tener un corazón muy generoso para que él continuara a su lado. Hoy, viéndola minimizada, próxima a lo inevitable, todos la juzgaban y creían que la penosa enfermedad era consecuencia de sus actos.   

Al principio, nadie quiso creerlo de aquella esposa perfecta. La recordaban alegre y espontánea. Mudada a una extraña ciudad e instalada en su nuevo hogar, tocó de puerta en puerta para presentarse a sus vecinos e invitarlos al festejo que daría para celebrar, con los integrantes de la comunidad, el inicio de la nueva etapa matrimonial.

Todos se sintieron atraídos por la joven de espíritu noble y solidario que, como una niña más, jugaba en el parque con los niños de la cuadra. Sin embargo, algunas envidiaban su belleza, mientras que los hombres comentaban, entre ellos, la suerte de tener en casa una mujer como esa. Nadie podía sospechar la grieta que se abría paulatinamente en la relación marital, porque él era un maestro del disimulo y ella, a pesar de la situación, no dejaba de sonreír.

En la madrugada, todos fueron tomados por sorpresa. Algunos, a pesar del frío, salieron a la calle. Asomados a las ventanas o al otro lado del cerco policial, se preguntaban qué podía haber pasado. La ambulancia y las patrullas parecían las protagonistas de cualquier serie policial. Los oficiales entraban y salían sin comentar. Una vez que la pareja partió, ella a la clínica, él a la comisaría, todos volvieron a la cama.

Un par de días después, el matrimonio, ya en casa, explicó que lo sucedió aquella noche había sido un accidente. Razón por la cual él era libre de toda sospecha. Los vecinos lo aceptaron de buena fe. Ninguno de los dos podía ser capaz de cometer tal atrocidad. No obstante, al paso de los días, la gente comenzó a dar rienda suelta a la especulación.

Bien sabido es que el rumor sin fronteras suele ser la daga que hiere el entendimiento. Comenzaron a surgir supuestos racionales y descabellados que destrozaron la imagen impoluta de sus vecinos. Sin embargo, la balanza se inclinó, al final, a favor del esposo. Si alguien tenía la responsabilidad de la tragedia, era ella. ¿Qué se ocultaba detrás de aquella cara bonita?

Desde entonces, las cosas cambiaron en casa. El sufrimiento era tan palpable, que cada uno trataba de aliviar el del otro. Él se transformó en el esposo atento y afectivo que había dejado de ser. Ella agradeció que aquel acontecimiento los hubiera reconciliado. De forma tácita, acordaron no hablar de lo que había pasado como si, con eso, se pudiera poner coto a la infelicidad que nunca los abandonaría.

Así como no hablaron del tema, tampoco lo hicieron con otros, salvo lo que les parecía necesario. La brecha entre los dos se agigantaba, mientras ella lo veía descender por las pendientes del hastío, aunque él se empeñara en ocultarlo. No obstante, cuando salían a la calle, se colocaban la careta para simular ser la misma pareja que llegó una mañana remota. Pero, los vecinos no se dejaban engañar. Entonces, ¿por qué no se separaban?

Unidos por los grilletes de la culpa y frente a lo irremediable, ambos querían sincerarse. Estaban arrepentidos por no haberlo hecho antes. No obstante, los detenía el temor a agregar más dolor. Para ella fue más cómodo valerse de la generosidad de un esposo que prefirió permanecer a su lado, a expensas de rehacer su vida. ¿Cuántas veces quiso revelarle su secreto? Si lo hubiera hecho, con seguridad, lo hubiera perdido.

¡Cómo vivir sin él!  Por eso, rogaba a los cielos para que nada se interpusiera entre ellos. Lo había deseado tantas veces… ¿Fueron los dioses quienes la lanzaron por las escaleras? Un pensamiento frecuente se había hecho realidad. Ahora eran ellos dos y nadie más. No imaginó que el remordimiento se instalaría, para siempre, en su alma.  Podía deshacerse de eso confesando y partir en libertad. ¿A costa de la tranquilidad de un hombre en su recta final? ¿Era el pago al sacrifico de quien no se apartó de su lado? Prefirió callar. Antes del último suspiro pensó: Si él pudiera escucharme.

En el cementerio, el viudo era abatido por las dudas. ¿Las mujeres sólo se casaban para procrear? ¡Si le hubiera dicho que a él no le gustaban los niños, nada hubiera pasado! Cuando supo que su esposa estaba embarazada, empezaron los problemas. No pudo evitar que se le agriara el carácter, frente al hijo por venir. Comenzó a desear que ella abortara. “Cuidado con lo que pides, no sea que se te conceda”, decía Confucio.

La tragedia fue el medio que utilizó para demostrarle cuán grande era su amor, hasta que se le fue deshaciendo con el tiempo. Decidió continuar a su lado como penitencia al egoísmo, que había llevado a su mujer a la desesperación. Cada vez que la veía afligida, con intenciones de expulsar lo que le socavaba el alma, lo impedía con un abrazo, aunque el abismo entre los dos no dejara de profundizarse.

Le dolía verla atrapada en la almeja del desconsuelo. Intentó compartir con ella el secreto de sus ruegos por impedir que una criatura, por muy hijo que fuera, acabara con la felicidad de un matrimonio de dos. Si hubiera sido sincero, tal vez, ella hubiera podido abandonarlo y ser feliz con otro. No hubiera enfermado y disfrutaría con los hijos y nietos de sus sueños. En las postrimerías de la enfermedad, quiso pedirle perdón por torcer el curso de su destino. Prefirió no hacerlo. Ahora, solo y arrepentido, pensó: Si ella pudiera oírme…

Olga Cortez Barbera


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