No
terminaba por tranquilizarse… Ella aún disponía de tiempo para liberar lo que le
quemaba el alma y, así, morir en paz. Sin embargo, no dejaba de preguntarse si,
en realidad, hacía falta que lo confesara. Allí estaba él, tan considerado como
de costumbre. Las décadas de matrimonio no habían sido suficiente para aminorar
su sentido de responsabilidad que, en vez de hacerla feliz, no hacía más que
acrecentar sus remordimientos.
Amigos
y familiares miraban al esposo con lástima y simpatía. En el círculo de las
críticas, después de tantos rumores, se decía que se necesitaba tener un
corazón muy generoso para que él continuara a su lado. Hoy, viéndola
minimizada, próxima a lo inevitable, todos la juzgaban y creían que la penosa
enfermedad era consecuencia de sus actos.
Al
principio, nadie quiso creerlo de aquella esposa perfecta. La recordaban alegre
y espontánea. Mudada a una extraña ciudad e instalada en su nuevo hogar, tocó
de puerta en puerta para presentarse a sus vecinos e invitarlos al festejo que
daría para celebrar, con los integrantes de la comunidad, el inicio de la nueva
etapa matrimonial.
Todos
se sintieron atraídos por la joven de espíritu noble y solidario que, como una
niña más, jugaba en el parque con los niños de la cuadra. Sin embargo, algunas
envidiaban su belleza, mientras que los hombres comentaban, entre ellos, la
suerte de tener en casa una mujer como esa. Nadie podía sospechar la grieta que
se abría paulatinamente en la relación marital, porque él era un maestro del
disimulo y ella, a pesar de la situación, no dejaba de sonreír.
En
la madrugada, todos fueron tomados por sorpresa. Algunos, a pesar del frío, salieron
a la calle. Asomados a las ventanas o al otro lado del cerco policial, se
preguntaban qué podía haber pasado. La ambulancia y las patrullas parecían las
protagonistas de cualquier serie policial. Los oficiales entraban y salían sin comentar.
Una vez que la pareja partió, ella a la clínica, él a la comisaría, todos
volvieron a la cama.
Un
par de días después, el matrimonio, ya en casa, explicó que lo sucedió aquella
noche había sido un accidente. Razón por la cual él era libre de toda sospecha.
Los vecinos lo aceptaron de buena fe. Ninguno de los dos podía ser capaz de cometer
tal atrocidad. No obstante, al paso de los días, la gente comenzó a dar rienda
suelta a la especulación.
Bien
sabido es que el rumor sin fronteras suele ser la daga que hiere el
entendimiento. Comenzaron a surgir supuestos racionales y descabellados que destrozaron
la imagen impoluta de sus vecinos. Sin embargo, la balanza se inclinó, al
final, a favor del esposo. Si alguien tenía la responsabilidad de la tragedia,
era ella. ¿Qué se ocultaba detrás de aquella cara bonita?
Desde
entonces, las cosas cambiaron en casa. El sufrimiento era tan palpable, que
cada uno trataba de aliviar el del otro. Él se transformó en el esposo atento y
afectivo que había dejado de ser. Ella agradeció que aquel acontecimiento los hubiera
reconciliado. De forma tácita, acordaron no hablar de lo que había pasado como
si, con eso, se pudiera poner coto a la infelicidad que nunca los abandonaría.
Así
como no hablaron del tema, tampoco lo hicieron con otros, salvo lo que les
parecía necesario. La brecha entre los dos se agigantaba, mientras ella lo veía
descender por las pendientes del hastío, aunque él se empeñara en ocultarlo. No
obstante, cuando salían a la calle, se colocaban la careta para simular ser la
misma pareja que llegó una mañana remota. Pero, los vecinos no se dejaban
engañar. Entonces, ¿por qué no se separaban?
Unidos
por los grilletes de la culpa y frente a lo irremediable, ambos querían
sincerarse. Estaban arrepentidos por no haberlo hecho antes. No obstante, los
detenía el temor a agregar más dolor. Para ella fue más cómodo valerse de la generosidad
de un esposo que prefirió permanecer a su lado, a expensas de rehacer su
vida. ¿Cuántas veces quiso revelarle su
secreto? Si lo hubiera hecho, con seguridad, lo hubiera perdido.
¡Cómo
vivir sin él! Por eso, rogaba a los
cielos para que nada se interpusiera entre ellos. Lo había deseado tantas veces…
¿Fueron los dioses quienes la lanzaron por las escaleras? Un pensamiento
frecuente se había hecho realidad. Ahora eran ellos dos y nadie más. No imaginó
que el remordimiento se instalaría, para siempre, en su alma. Podía deshacerse de eso confesando y partir
en libertad. ¿A costa de la tranquilidad de un hombre en su recta final? ¿Era
el pago al sacrifico de quien no se apartó de su lado? Prefirió callar. Antes
del último suspiro pensó: Si él pudiera escucharme.
En
el cementerio, el viudo era abatido por las dudas. ¿Las mujeres sólo se casaban
para procrear? ¡Si le hubiera dicho que a él no le gustaban los niños, nada
hubiera pasado! Cuando supo que su esposa estaba embarazada, empezaron los
problemas. No pudo evitar que se le agriara el carácter, frente al hijo por
venir. Comenzó a desear que ella abortara. “Cuidado con lo que pides, no sea
que se te conceda”, decía Confucio.
La
tragedia fue el medio que utilizó para demostrarle cuán grande era su amor,
hasta que se le fue deshaciendo con el tiempo. Decidió continuar a su lado como
penitencia al egoísmo, que había llevado a su mujer a la desesperación. Cada
vez que la veía afligida, con intenciones de expulsar lo que le socavaba el alma, lo
impedía con un abrazo, aunque el abismo entre los dos no dejara de profundizarse.
Le
dolía verla atrapada en la almeja del desconsuelo. Intentó compartir con ella el
secreto de sus ruegos por impedir que una criatura, por muy hijo que fuera,
acabara con la felicidad de un matrimonio de dos. Si hubiera sido sincero, tal
vez, ella hubiera podido abandonarlo y ser feliz con otro. No hubiera enfermado
y disfrutaría con los hijos y nietos de sus sueños. En las postrimerías de la
enfermedad, quiso pedirle perdón por torcer el curso de su destino. Prefirió no
hacerlo. Ahora, solo y arrepentido, pensó: Si ella pudiera oírme…
Olga
Cortez Barbera
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