viernes, 22 de octubre de 2021

CAMBIOS TRASCENDENTALES


 

Comenzó con un zumbido que terminó por despertarlo en la madrugada, a pesar del sueño de plomo causado por las copas para celebrar el triunfo en las elecciones. A decir verdad, la francachela había comenzado una semana antes. Para nadie era un secreto, menos para los compañeros del Movimiento por la Integración del Ambiente, que él ostentaría el cargo de concejal. Con la confirmación de los resultados y bajo el complot de sus camaradas, la fiesta no dudó en tomar proporciones bacanales.

Luego de la celebración, llegó a casa, sin dedicar un segundo de atención a la esposa colérica y en vela, que le esperaba detrás de una aparente tranquilidad. Subió al cuarto para caer, como muerto, sobre la cama. Sin embargo, el zumbido lo despertó. Tantos desafueros sibaritas y de gula podían haberle alterado la presión arterial. “No—concluyó—, soy un deportista que dedica suficiente tiempo al entrenamiento físico. Por lo tanto, poseo una salud férrea”. Acomodó la almohada, sin sospechar que era el aviso de cambios trascendentales en su confortable vida.

Por la mañana, todo no era más que un vago recuerdo, hasta que el zumbido regresó. Cada noche era un tormento; el medicamento ótico, un fiasco.  La esposa, cansada de no poder dormir porque el hombre no dejaba de caminar, de un lado a otro y con la luz encendida, terminó por decirle:

—En vez de quejarte tanto, deberías ir al médico.

El especialista, después de una revisión exhaustiva, determinó:

—Mi estimado amigo, usted lo que tiene es un exceso de limpieza. Deje de usar hisopos, si no desea que la resequedad le lesione el conducto auditivo.

Luego de la consulta y sin saber por qué, pudo dormir de nuevo como un bebé. No le duró la dicha. Un par de noches después, en vez del zumbido, fue el bamboleo de la cama, tipo película El exorcista, lo que le despertó. El temor de un terremoto lo dejó paralizado. Por fortuna, solo duró unos segundos.

Su esposa ni se enteró. Él no quiso preocuparla. No obstante, en la noche posterior, cuando se regodeaba por las ventajas que le proporcionaría su nombramiento, sintió el mismo bamboleo. El susto lo obligó a despertarla:

Amor…, amor…, creo que está temblando.

Ella, molesta, exclamó:

—¡Qué temblor, ni qué nada, chico, déjame dormir!

Ellos vivían en una zona antisísmica; eso no quería decir que a la naturaleza le importara un pito sacudirse cuando le diera la gana. ¿Y si es el oído lo que me causa esta sensación de inestabilidad?, se preguntó. Consultado de nuevo, el especialista le aconsejó untar el hisopo con aceite y pasarlo con sumo cuidado por el canal auditivo. Quizás, era falta de lubricación. Le aseguró que pronto recobraría la normalidad. Después de un montón de hisopeaos, regresó la calma nocturna.

Tampoco duró mucho. Ahora fue una voz, a mitad de la noche y en la sima del sueño, la que le hizo dar un salto:

—¡Asómate a la ventana!

¿Era la voz de su esposa? Ella acostumbraba ir a la cocina para buscar algo qué comer. Un día rodó por las escaleras, con la secuela de un esguince. Desde entonces, dejó de hacerlo. Encendió la luz. De la manera que está roncando, no puede ser ella la que habló... Es mi imaginación —se dijo, mientras trataba de atrapar el sueño. Imposible; la misma voz le ordenó:

—¡Asómate a la ventana!

Prefirió ignorarlo. Ni enloquecido se le ocurriría ir a averiguar quién andaba por el jardín a esa hora de la madrugada.

Apenas amaneció, abandonó la cama para cumplir su rutina de ejercicios físicos. Estacionó el carro al pie de la montaña y, en un abrir y cerrar de ojos, ascendía por las laderas de tierra, bordeada de árboles. Cubierto de sudor, llegó a la meta. Desde esa altura, contempló la bella ciudad. Mientras lo hacía, se palpó el abdomen. Los excesos gastronómicos están surtiendo efectos, pensó con preocupación. A pesar de ello, aún conservaba su figura atlética. Amelia, su secretaria, Virginia, la abogada, y Micaela, la vecina, poco proclive a respetar la santidad matrimonial, daban fe de ello. Las traía de cabeza. Por suerte, su esposa vivía en la luna. No sospechaba nada.     

El recién nombrado concejal tuvo un respiro. Las responsabilidades del nuevo cargo lo alejaron de sus perturbaciones nocturnas. Concentrado en sus ambiciones personales y políticas, no ponía atención a nada más. Necesitaba una casa y un vehículo que hicieran honor a su nuevo status.

—Con las prebendas que espero, pronto habré de verle el queso a la tostada.

Se acercaba la fecha de su cumpleaños; ocasión perfecta para invitar a lo más rancio de los sectores económico y gubernamental de la ciudad. Su esposa era un lince para todo lo relacionado a los acontecimientos sociales. En la víspera de la fiesta, la excitación no le permitía dormir. En el estudio encendió la computadora. Necesitaba revisar algunos asuntos. La voz, repetitiva, lo detuvo:

¡Asómate a la ventana!

Caminó hacia ella. Sin luna, la montaña era como un lomo negro. ¡Ahora sí, yo escuchando voces! ¿Estaré enloqueciendo? Un juego de luces emergió de la nada. ¿Un avión por esa zona? El aeropuerto quedaba bien lejos. Las luces hacían piruetas de un lado a otro. ¿Un platillo volador? Eso eran cosas de las películas de ciencia ficción. Tal vez, había algo de verdad en esas historias.

—¡Yo, creyendo en zoquetadas! —exclamó, mientras regresaba a la habitación.  

Abrazó a su esposa y, después de tanto cavilar en lo que había visto, pudo quedarse dormido. Comenzó a soñar con la invasión de marcianos malvados. Al despertar, sintió alivio; sólo había sido una pesadilla.

Frente al espejo, admiró su estampa. Deportivo y perfumado, se despidió de la esposa con un beso. Ella lo felicitó por su cumpleaños y le dijo:

—Recuerda que hoy es la celebración. Regresa a tiempo, por favor.

—Te lo prometo.

Apenas salió de casa, le embargó una extraña sensación de angustia que le opacó la euforia. Recordó la pesadilla y se le erizó la piel. ¿Qué te pasa? ¿Acaso eres gafo, o qué?

De pronto, sin atravesar un espacio tridimensional, subir por una rampa, o ser aspirado por un haz de luces, se vio dentro de un platillo volador. Lo supo porque había visto la Guerra de las Galaxias. No pudo curiosear mucho porque el extraterrestre se lo impidió. Al hombre casi le da un infarto cuando el ser, de mirada de témpano y extremidades absurdas, trató de tocarlo.

Peor aún, los chirridos que emitió para comunicarse, casi le destruyen los oídos. La criatura galáctica, le hizo señas para tranquilizarlo. De un sopetón, le implantó un dispositivo; un traductor sensorial y telepático que le permitía adaptarse al medio ambiente. Los chirridos se transformaron en palabras comprensibles.

Bienvenido, terrícola.

En casa del concejal regía el desconcierto. Los invitados y la prensa local se preguntaban, entre bebidas y tentempiés, qué podía estar reteniendo al cumpleañero. Sus amigos cómplices, en vez de llamarlo por celular, se miraban y reían:

—¡Este hombre sí que se las sabe todas!

Entre tanto, a punto de ebullición, Mariana no tenía dudas en lo que andaba su esposo. Claro que se hacía la desentendida. Era preferible simular candidez, que develar su humillación frente a la verdad. Experta en el arte de las apariencias, pudo mostrar preocupación. Cuando se fueron los invitados, llamó a la policía, más por dejarlo en evidencia que por temor a un accidente.

Corrían las horas y el concejal sin dar señales de vida. Los rumores eran variados: víctima de un secuestro, resbaló por un farallón de la montaña, asesinado por alguno de sus enemigos. Pasaban las horas y los detectives no daban con la más mínima pista. La desaparición del concejal era un misterio. Para Mariana no: ¡El infeliz se fue con una de sus fulanas! Antes muerta que aceptarlo frente a nuestras amistades.

El tiempo en el espacio era diferente. La semana que pasó con el espécimen cósmico fue extraordinaria. Aprendió sobre ecología espacial y un montón de cosas más que podía usar en su propio peculio. El objetivo de su traslado a la nave era llevar, a los terrestres, el mensaje de convivencia armónica sideral. Él tenía otras cosas más importantes en su cabeza. Mejor que se buscara uno de esos que andaban detrás de utopías.

El extraterrestre, al contrario, necesitaba un humano racional y pragmático para que el mensaje pudiera ser creíble y aceptado. El hombre era perfecto para esa misión. Luego de analizar la propuesta, el concejal aceptó, mientras pensaba cómo sacar partido a su favor. Este marciano (para él todos lo eran, sin importar el planeta) si es bobo. Que se dedique él a sus planes de armonía sideral, que yo sacaré provecho de todo esto.

El Extraterrestre sólo lo observaba.

Además del traductor sensorial, el hombre llevaba tatuado, detrás de la oreja, una imagen pequeña del planeta Saturno. Y como una muestra de amistad, un sombrero hecho con fibras de una planta galáctica. Así como apareció en la nave, se encontró, en un pestañeo, manejando hacia su casa.

No se cansaba de hacer planes. Ahora que era el elegido espacial, estaba seguro de que podía enriquecerse aún más. El sombrero, no muy de su gusto, olía bien. La fragancia a sándalo-lavanda inundaba el interior del vehículo.

—¡Ahí viene! —gritaron todos cuando lo vieron.

Las cámaras de los noticieros en posición para atrapar el mejor ángulo. Entre lágrimas y risas, familiares y amigos corrieron a abrazarlo. A corta distancia, se detuvieron y guardaron silencio. ¿Qué era ese guindalejo que colgaba de su cabeza? El olor nauseabundo llegó a todas partes. ¿Por qué vestía únicamente calzoncillos?  Nadie dijo nada hasta que una vecina dijo:

—Creo que el concejal se volvió loco.

—¿Loco? —se miraron unos a otros.

—Sí, bien loco.

El pobre hombre no entendía lo que pasaba. Asustado, trató de explicar.

—Amigos, tengo que contarles algo. Acabo de tener una experiencia cósmica.

A medida que hablaba, no hacía más que confirmar su estado de demencia. Entre la burla de unos y el llanto de otros, la esposa se mostraba pensativa.

Marianita, por favor, ayúdame —suplicó el concejal.

Ella lo miró, en completo estado de compasión:

—¡Ay, Dios! ¿Cómo es posible que mi maridito haya enloquecido?

Atado, como un bollo, el concejal subió a la ambulancia. Los enfermeros escucharon los delirios del elegido intergaláctico. Entretanto, él sufría por la pérdida de sus proyectos, si no lograba convencer a los doctores de que no estaba ni una pizca de loco. Su mujer… ¿Qué va a entender esa idiota sobre la experiencia extraordinaria que acabo de vivir? ¡Cómo pude casarme con ella! Es tan pueril…

 Los enfermeros le ordenaron bajar de la ambulancia. Se resistió; no quería entrar al sanatorio. Al ver a Mariana esperándolo afuera, aceptó. Ella se acercó y, como la esposa abnegada que todos conocían, le dio un beso. Lo acompañó a la habitación. Al despedirse, apartó su larga melena del cuello. El concejal pudo distinguir el tatuaje del planeta Saturno en la base de la delicada oreja.

 

 Olga Cortez barbera


Imagen Gratis: Fondos 12.com

lunes, 11 de octubre de 2021

DELIRIOS




La escena es recurrente. El cielo con nubes, el viento fuerte, el mar al pie del acantilado, la naturaleza brutal… Una mujer, sobre la hierba, contra el pronóstico de tempestad, se quita la chaqueta y abre los brazos. Gira alegre, como una zaranda, y aspira la vida. El vestido al viento le hace parecer una extraña mariposa. A su lado, un hombre la observa y sonríe. Parece que el amor es lo único que necesitan para ser felices.

Si Arturo lo entendiera, me digo. Al otro extremo, una gaviota en picada va por el alimento cotidiano que se desplaza en el vientre marino. De pronto, emerge la desesperación. Al borde del acantilado, el hombre grita: ¡El viento arrastró a mi esposa! Un turista corre y da la voz de alarma. Entre las olas, la mujer flota, como una muñeca, entre las ondas de su vestido floreado. ¿A quién se le ocurre usar algo así con esta baja temperatura?, me pregunto. De pronto, despierto y suspiro, sin que se desprenda el horror que me produjo la escena.

Arturo y yo pensamos que unas vacaciones ayudarían a atravesar la brecha que nos separaba, desde que a él se le ocurrió ser tan evidente. Hasta ese momento, todo era sospechas; detalles que podían ser producto de mi imaginación, provocados por el ambiente en que se desarrollaban sus actividades profesionales. La contratación de actrices era la excusa perfecta para quedarse hasta altas horas en la oficina y para las numerosas llamadas por el celular. Él las atendía, frente a mí, con entera libertad. Eso minimizaba la incertidumbre y me permitía retomar el sueño.

Sin previo aviso, cambió su apariencia a una más juvenil. Cantaba en la ducha con la alegría de nuestros primeros tiempos de casados. La sospecha se transformó en tormento y, desde entonces, se apagó la paz hogareña. Yo, como un felino en acecho, trataba de cazar otras señales olfateando, como sabueso, sus camisas. Cuando vio lo que hacía, dijo, sin mirarme: No veas fantasmas donde no los hay. 

En esas condiciones, no era extraño que me tomara por sorpresa:

—Nos vamos de vacaciones. Creo que debemos apartarnos un tiempo de la rutina y dedicarnos a nosotros.

—¿Así, de repente?

—¿Tienes algún compromiso que lo impida?

—¿A dónde iremos?

—A dónde siempre has querido ir: A Irlanda

Mientras hacía las maletas y les avisaba a nuestros hijos, yo sonreía por el detalle de Arturo. Creí que había echado al traste mi sueño de visitar el país de los castillos y las criaturas celtas que, desde niña, me apasionaban. Aunque viajábamos bastante, siempre relegó ese sueño. Yo presumía que más importante era complacerlo a él, sin importar que aquel sueño se extraviara en el olvido. Con el tour inesperado, supuse que no todo estaba perdido entre nosotros. Si no lo intentábamos, la rutina de los largos años terminaría por ahogar nuestro matrimonio. Era hora de abrir las ventanas a mejores vientos. Las parejas solían atravesar crisis y salir airosas.

Llegamos a Dublín, moderna e histórica; divertida y acogedora. Apenas dejamos las maletas en el hotel, tomamos la decisión de invertir el tiempo en recorrer las calles, deteniéndonos en los lugares de interés. Cada atardecer, comíamos en las mesas, al aire libre, de cualquier Pub. Cuando la luna se posesionaba del centro del cielo, volvíamos a la habitación. Un regreso de silencios y eventuales frases hechas. Aunque tomados de la mano, nuestras almas no lograban conectarse. Me opuse a que la desazón me arrastrara. Tal vez, al haz de la magia de los pueblos y castillos, que estábamos por visitar, se encendería la antorcha y volveríamos a lo que tuvimos. ¿Era un delirio?

Lo comprobé, una vez más. Cuando se toca el fondo del abismo, cuesta escalar la pendiente. La lencería sensual y la desnudez pasaron desapercibidas. ¡Qué tonta! Hice acopio de indiferencia y apagué la luz. Desde ese momento, me concentré en disfrutar lo que la vida ofrecía: la riqueza arquitectónica y cultural de aquellas regiones. Entre fotos y palabras de admiración, transcurrían las horas; en tanto, me preguntaba si ese desapego era lo que correspondía a un matrimonio de tantos años. Aparté los pensamientos tristes y expandí el espíritu con la apreciación de las bellezas circundantes. En mí, estaba la solución: regresar a casa para seguir en lo mismo o solicitar el divorcio. Era el momento de dejar de andar lamentándome por los rincones.

El folleto, con las fotografías de los Acantilados de Moher, me atrapó. Sentí que era un sacrilegio despedirme de ese país, sin visitar las majestuosas rocas.

—Bien —dijo, Arturo—, quiero complacerte.

Atravesamos las puertas del Centro de Visitantes, excavado, de forma artística, en las rocas. Por los senderos, leí un aviso curioso: Habla con nosotros, si las cosas te están afectando. Samaritanos. Estaba dirigido, según supe, a las personas con problemas. La exuberancia del paisaje atraía a turistas y a místicos, pero, también, a las almas atribuladas. Los suicidios, mantenían en constante alerta al personal. ¿Qué locura pudo lograr que una mujer se lanzara al vacío, con su hija de cuatro años? No hay razón suficiente para quitarse la vida, pensé. Desde los senderos, se apreciaban los imponentes acantilados. No podía sentirme mejor, hasta que ocurrió la tragedia.

El caleidoscopio de imágenes no me abandona. La mujer en el mar, como una muñeca vencida, la embarcación que se acercó para rescatarla, las preguntas de los policías y las extrañas respuestas: “Cuéntenos cómo pasó”; “No sé, me distraje, creo que fue un golpetazo de viento”; “¿No está seguro?”; “¡Qué otra cosa pudo haber sido!”; “¿Su esposa sufre de tendencias suicidas?”; “No sé, no sé… Quizás estaba deprimida y no me di cuenta”.  ¡Cómo —me digo—, si era el símbolo de la alegría! ¿Acaso, ese hombre está loco? ¿No la vio girar, como si ella tuviera, entre sus manos, las llaves de la libertad?

Otra vez, las imágenes. La mujer con los brazos abiertos y la sonrisa del hombre. El rescate, el morbo de la gente. El doctor se acerca y el hombre pregunta: “¿Se pondrá bien?” “Lo lamento, señor, es un milagro que aún respire”. La mujer gira y gira, enredada en su largo vestido primaveral. El mismo que le compró él, en una isla caribeña, cuando el amor aún lo era.

La mujer gira y el hombre sonríe de manera extraña. Nunca le vi esa sonrisa a Arturo, me digo. Ella, poniéndose el vestido floreado, esperando que el hombre recuerde los viejos tiempos. Ahora revisa el celular, el mensaje indiscreto. El alivio cuando decide comenzar una nueva vida. La mujer gira, la gaviota en picada, el vacío… Pesadilla o sueño, ya no sé qué es. Entre los delirios me pregunto si fueron los feroces vientos los que se están llevando mi existencia.  

Olga Cortez Barbera

 

Imagen: 123rf