Para hacer una montaña
el mar arroja a la playa conchas tornasoladas.
Las olas lanzan pájaros
y caracolas de espuma.
Los cangrejos traen estrellas de mar.
Las ardillas, montoncitos de arena,
los venados, mucha arcilla,
y cantos rodados el rabipelado.
Un morrocoy se pone a llorar:
Empezaron por juego y les salió de verdad.
¡La montaña ya está lista!
De: La montaña que vino del mar
Marissa Arroyal
Frente al volante, de regreso a casa,
repitió para sí lo que le habían dicho tantas veces: “Al amor no se le busca, llega cuando menos se le espera”. Tenían razón-continuó-. ¡Y miren dónde lo vine a encontrar! La dicha
la hacía extrovertida. Por eso les confió a las compañeras de trabajo el
secreto de su repentino buen humor. Lo celebraron con un almuerzo. Estaba por
disfrutar tres semanas de libertad, tiempo para dedicarlo a aquel romance de
ensueño.
La ilusión la sumergía en el desvelo, un
torbellino arrasaba su oblonga monotonía. Con los ojos abiertos soñó toda la
noche con él. Sólo esperaba el atisbo de la mañana para ponerse lo más
atractiva posible. Había dado los primeros pasos unos días antes, aunque no se
acostumbrara aún al moderno corte de cabellos. Ahora acataría los otros consejos.
Quizás, a las compañeras no les faltaba razón:
-Deja el desaliño y cambia esa cara... Sé
femenina… Ponte algo de sombra… Usa un labial, aunque sea discreto… Vístete con algo
bonito… Y no le transmitas, por favor, tu afán por atraparlo…
La autopista, como todas las mañanas,
imposible. La anarquía del tráfico automotor sofocaba la vista de la regia
montaña y la esperanza de llegar temprano. Se respiraban humos de impaciencia. En
otras circunstancias, a ella no le hubiera afectado. Acostumbrada al peso de la
rutina y de su vida vacía, el caos le hubiera dado lo mismo. Cansada de
deambular por el mundo, había decidido no viajar esta vez. Poco le importaban
los largos días de tedio que le esperaban en la soledad de su apartamento. Hoy era
diferente: de vacaciones y con la existencia dándole un vuelco. La idea del
matrimonio como que dejaba de ser una
utopía. La ilusión era una hierba que podía brotar hasta en los terrenos desérticos:
-¡Qué bella está la montaña hoy!-se dijo
y miró el reloj-. Es temprano todavía.
Desde que conoció a aquel excursionista no
hacía más que esperar el momento de subir en funicular y caminar hasta los
predios del guardián de la ciudad, el Humboldt, un hotel construido en la cima en la década de los cincuenta. Le gustaba
llegar antes que él, pasear por los senderos, entre el vaho frío del viento y
la neblina, y contemplar las laderas verdes que descendían hasta las costas del
mar. Luego, verlo aparecer entre las brumas, como una aparición de cabellera al
aire, y escuchar su voz:
-Amor mío, ¿cómo estás?
En la emisora sonaba “Love´s theme”.
Recordó la celebración de sus quince años y la voz de Barry White colmando el
salón de fiestas. En aquel momento creía que el futuro era de colores claros y
transparentes. Luego, casi sin darse cuenta, pasó el tiempo… Tenía una
profesión, un buen trabajo y un novio amoroso. Casi sin sentir, siguió pasando
el tiempo y el noviazgo envejeció. Sin los bríos de la juventud que la había
engendrado, aquella relación terminó por fenecer. Otros amores llegaron luego sólo
para sumirla en el desencanto. Frente al espejo, su rostro flotaba en un lago de
tonos grises:
-No quiero morir soltera y sin hijos.
Pero, casarse no era cosa fácil. Sobre
todo, en una época de aceleradas libertades. Más de medio siglo se consolidaron
en una barrera infranqueable. Los prejuicios de su generación no podían ser
derribados por modernidades. Sin encajar en los nuevos patrones, se vio
gradualmente sola. Entonces, se refugió en los viajes. Convertida, en
apariencias, en una mujer de mundo, hablaba en la oficina de los megalitos de Escocia,
la arquitectura del Domo florentino, El puente Carlo de Praga, los trece mil
templos de Birmania o las pirámides de Teotihuacán. Sus compañeras la oían con
envidia. No sospechaban que, cerca de aquel intelecto enriquecido, latía un
corazón cada vez más doliente.
Sin embargo, las cosas habrían de
cambiar. ¿Quién manejaba los hilos del destino? En un acto irreflexivo,
abandonó la cama un sábado y se le dio por recorrer, en su automóvil, la gran
ciudad. Era una mañana fresca y los habitantes dormían. Bajo el cielo sin
nubes, El Waraira Repano era una joya gigantesca reluciendo entre encajes de
neblina. Posó la mirada en la montaña.
-¿Qué tal si paso el día allá?
Con boleto en mano, subió al funicular.
Se alejó de la urbe adormecida, lentamente.
A pesar de lo temprano, había una
multitud: exploradores, turistas, adultos, jóvenes y niños. Ya se alistaban los
puestos de artesanías, golosinas y comidas rápidas. Después de recorrer el
lugar y con un vaso de chocolate para combatir el frío, buscó donde sentarse. Por
todas partes, los enamorados se besaban y reían. Se desanimó.
-¿Qué hago yo aquí?
Como respuesta, una voz salida de la
nada:
-¿Qué hace tan solita esta señora?
De esa forma, comenzó todo. Los
encuentros en el mismo lugar. Presa del romanticismo, el resto del mundo dejó
de existir. Así como la montaña estaba hecha con los elementos nobles del
universo, su amor emergía entre las fibras de los sentimientos desesperados que
luchaban por escapar de la soledad. Se enamoró como nunca, se aferró a lo que
veía, al presente. El pasado de aquel hombre podía destruir la última chispa de
esperanza. “Dispongo el resto de la vida para conocerlo”.
Estacionó el carro y fue a comprar el
ticket. Día de asueto nacional. Más gente que de costumbre. La fila era
interminable. El reloj le indicó que no llegaría a tiempo. La impaciencia no la
abandonó hasta que lo vio. Estaba diferente. Tal vez se había disgustado por la
tardanza. La llevó a un lugar apartado. ¿Qué pretendía decirle aquella mirada misteriosa?
-¿Puedo pedirte algo?
El aroma de los eucaliptos se mezcló con
la emoción.
-¿Qué cosa?
-Quédate conmigo.
A su lado, la sensibilidad abarcó otras
dimensiones. Juntos, eran pájaros, capullos, flores y colmenas. La montaña,
generosa, a cada paso les revelaba sus secretos: la danza de los bambúes, el
nerviosismo de los venados, el rocío matutino y el rumor de los vientos. Y
cuando rondaba la luna, los astros convergían en la placidez de sus sueños. Una
tarde, miraron el horizonte. A los pies de la montaña, se estremecían las olas.
Sintió nostalgia:
-Deseo volver a casa.
-Sabes que no te puedo acompañar y no
quiero perderte.
Bajaron a la playa. El sol naranja y la
arena tibia. ¡Qué agradable sensación! Él la tomó de la mano y corrieron hacia
las aguas. Abrazados por el oleaje, buscó besarlo. La detuvo la mirada
misteriosa, la misma que tenía cuando le pidió que se quedara con él. La
intuición se lo dijo: El amor de aquel hombre, surgido de la nada, de memorias
ocultas, traspasaba tiempo y espacio. ¿Era de este mundo? Tarde para saberlo.
Qué más daba. Nunca la dejaría regresar. Escuchó la voz de la montaña: “Déjate ir”. ¿Por qué no? El romance, con
el que tanto había soñado, se haría inmortal entre las caracolas de espuma del
mar.
Olga Cortez Barbera