sábado, 31 de julio de 2021

Así nada más

 



Escuché la carcajada y supe quién era. Lo busqué entre la multitud que, después de la jornada, iba tras una cena en sosiego. Yo, varios años jubilada, volvía de un paseo interrumpido por el bullicio de la calle. Deseaba llegar pronto a casa para sumergirme en el rito de la viudez, eremita entre libros y recuerdos. La carcajada lo impidió. No muy lejos estaba él, con los mismos ademanes, ahora obsoletos, sin darse por enterado de que existía una brecha entre el hoy y su remota juventud. Frente a la vitrina de una marroquinería, una joven, con dermis de durazno sedoso, le señalaba una cartera. Debe ser una hija, o una nieta, pensé. Pero cuando él puso los ojos sobre ella, reviví aquella mirada que me hizo cruzar tantas veces el adorable puente de los ensueños, travesías que me llevaron a recrear un cosmos que fuera, luego, destrozado por el desengaño. Entraron a la tienda. Me quedé, oculta tras un quiosco y hojeando una revista tomada al azar, preguntándome si un regalo suplía la diferencia de edades y compraba un romance, y si era la curiosidad lo que me retenía.

¿Era prejuicio? ¿Acaso no podía ser ella su esposa? La primera, la cuarta… qué sabía yo. Quizás, aquel hombre que usaba poesías para vencer resistencias, pudo abandonar su estilo de relaciones sin compromisos. No asumo responsabilidades, me dijo, alguna vez…

Se empeña una en olvidar y jura que, al fin, lo ha logrado. El primer amor, a quien lo da, es campo abierto, lago diáfano, inocencia. Un hacedor de fantasías. A quien lo recibe, puede ser igual o convertirse en hiedra que atrapa, en mal herbaje que maltrata el campo abierto. Lo entendí el día en que él abandonó la habitación de mis ilusiones. No lento y con pasos afelpados para no despertarme de repente, sino como un rayo que destruye y trae pesadillas. El dolor atravesó el alma y me hundió en el desinterés por las cosas gratas de la vida. Ese mismo dolor me dio el ímpetu para buscar de nuevo la luz. Al encontrarla, convertida en otra forma de amar, plena y reflexiva, encontré la paz. Poco a poco, olvidé. Hasta este momento...  

Salieron de la tienda. Para ellos, los sonidos del atardecer eran una indiferente melodía, hundidos en esa complicidad que yo conocí tan bien. Él acomodó el brazo sobre los hombros. Le decía cosas al oído, como antes conmigo. Entonces, una especie de sortilegio hizo que ese brazo también me arropara: la luna, el cantar de las ranas y los grillos, el olor de su cuerpo y la pasión desbordada. Fe con sabor a besos y a eternidad. Ante la remembranza, un flujo de sidra caliente recorrió mis venas. Comprendí que, a pesar de mis esfuerzos, el recuerdo se había mantenido latente. Ahora, se levantaba para darme la estocada.

Caminaban ajenos a su entorno. Seguramente, hacia el confort del hogar. La casa anhelada, la familia. No me faltaron tragos, rockolas o mariachis, para volverme ebria de nostalgia. Me abrumó la envidia, hasta que se extraviaron tras la puerta de un hotel de ocasión. Se me pasó la embriaguez. Sentí tristeza. No por mí, por ella. Supuse que, cuando hubiera fenecido el capricho masculino, igual que a mí, ella sería ignorada, como un sombrero olvidado, así nada más.

 

Olga Cortez Barbera

 

Imagen: 123rf 

Derecho de autor: vvoennyy 

 


viernes, 16 de julio de 2021

Buñuelos con miel

 



Subía yo las escaleras en el momento en que escapaba, a través de la puerta abierta del apartamento de mi vecina, el aroma de buñuelos recién hechos. Muchos años habían pasado desde la última vez que los comí porque, aquellos que brotaban de las manos de mi abuela, se fueron un día para no regresar. Me senté en los escalones; el rico olor me invitó a navegar entre el oleaje de los recuerdos, por las épocas en que mamá y papá viajaban, con sus hijos a cuesta, para pasar vacaciones con ella. La casa era el centro de reunión de tíos y primos, y se convertía en una canasta de voces, risas y juegos, mientras ella, en la cocina, se afanaba en preparar las comilonas que todos disfrutábamos.

Por muy satisfechos que nos sintiéramos, siempre quedaba “un huequito” para el postre. El quesillo, el majarete y el arroz con leche aparecían y cerraban, con “botón de oro”, el almuerzo. Los buñuelos los cocía, por lo general, en Semana Santa. Días antes, recorría el mercado y compraba la panela de papelón, el queso y la yuca tierna. El resultado de la combinación de esos sabores, bañado en miel, lo convertía en algo, verdaderamente, irresistible.

Abuela era una mujer bella, inteligente y de carácter. Venida de llano adentro y criada en un hato alejado de toda escuela, no aprendió a leer en la niñez. Eso no fue obstáculo para alguien que había nacido con el espíritu indomable de las indias de nuestra tierra. Precoz y perspicaz, supo cómo enfrentar las situaciones que, a temprana edad, le traía la vida.

Acababa de cumplir catorce años cuando el apuesto joven, hijo de una de las familias acomodadas de la región, se fijó en ella. El encuentro fue en el pueblo. Ambos quedaron impactados. Él, por la guapa jovencita. Ella, por hermoso caballo que cabalgaba mi abuelo. A los pocos días, enamorado y decidido, fue a hablar con los padres de mi abuela:

—Estoy enamorado de su hija y quiero llevarla a vivir conmigo. Les prometo que, si es la mujer que espero, no dudaré en casarme con ella.

Abuela estuvo de acuerdo: No deseo ser una campesina pobre y llena de muchachos, como las que abundan por ahí —pensó—. El tiempo me hará quererlo. No se equivocó. Lo amó y sólo tuvo que esperar quince años para que él, convencido de que no hallaría otra igual, y después de que le hubiera parido la mayoría de sus trece hijos, la desposara.

El matrimonio abrió las puertas en la casa de los suegros que, hasta ese momento, la habían ignorado. Abuela, entró por ella y, ajena a los rencores, decidió hacer a un lado la humillación que recibieran sus hijos, por los inútiles prejuicios.

Para mí, fue especial. Tal vez, por ser la mayor de los nietos, y cuando consideró que era lo suficientemente grande, me hizo espectadora, en primera línea, de su fascinante pasado. Entre guisos y postres, al principio, y en los años finales de la vejez, me abrió, con generosidad, las compuertas de sus confidencias. Yo, maravillada, la imaginaba muy joven y con sus dos primeros hijos, montando a caballo y acompañada del leal capataz, recorriendo los abruptos caminos, hacia el encuentro con el esposo perseguido.

Abuelo era Jefe Civil, en tiempos de dictadura. A la muerte de Juan Vicente Gómez, un militar que gobernó autoritariamente la nación, tuvo que huir, como otros, antes de que la población tomara venganza y le destruyera la próspera hacienda.

Luego de las persecuciones, que lo habían dejado en bancarrota, abuelo acudió al ingenio emprendedor para volver a consolidar el bienestar económico de la familia, por lo que abuela esperaba un buen futuro para sus hijos. La muerte inesperada del esposo le hizo comprender que nada era seguro.

Creyó que, frente a la dolorosa circunstancia, se fortalecía para enfrentar las adversidades que, seguramente, les preparaba el destino. Este, sin misericordia, la sacudió de nuevo. Abuela no pudo evitar hundirse en la desesperación por la pérdida de dos de sus hijas, en un accidente vial. La devoción a Dios y a la Divina Pastora la ayudó a continuar el camino.

Con la partida del tercer hijo, exclamó:

—¡Dios, ese no fue el acuerdo, al que llegué contigo! ¡Te pedí no ver morir a otro de mis hijos!

La fe pudo levantarla de nuevo.

Ella era una mujer llena de sorpresas. Le encantaba pasar vacaciones en nuestra casa y entablar largas conversaciones con mi novio. Eso le permitía hurgar en su dimensión humana. En una oportunidad, que rompí el noviazgo y me embargó la tristeza, ella se sentó frente a mí y dijo:

—Deja la peleadera. Él es un buen hombre, no lo dejes escapar. Pero, así como te digo una cosa, te digo la otra. No es necesario estar casada para ser feliz. Yo lo fui mucho con tu abuelo, mientras vivimos en concubinato. Después, cuando nos casamos, ya nada fue igual.

Ella era un compendio de conocimientos otorgados por sus experiencias, por “la Escuela de la vida”, como decía. Cada vez que hablaba, me empujaba a querer saber más, sobre esa parte de su pasado que se combinaba, en las profundidades de mi alma, con sus realidades y mis fantasías. No deseo que quede en el olvido.

En su afán por expandir su visión más allá de sus horizontes, se dispuso a desenredar el significado de la palabra escrita. Fue grande mi asombro cuando, una tarde, la encontré leyendo el periódico:

—Nieta, ¡aprender a leer me abrió un mundo nuevo!

Más que los arrumacos propios de las abuelas, a nosotras nos unían las fibras de la confianza y el entendimiento. Su amor se manifestaba de otra manera, en pequeñas complicidades y concesiones. Apenas llegábamos a su casa, luego del largo viaje, me llevaba a la habitación o a la cocina para decirme, en un susurro:

—Ahí te tengo guardados las caraotas y el dulce de leche, que tanto te gustan.

Los buñuelos de mi Abuela…

¿Por qué eran los mejores? Porque llevaban un ingrediente más: el almíbar del mutuo amor, que no tuvo necesidad de ser gritado a los cuatro vientos para demostrarlo.

Olga Cortez Barbera