No siento a
Mimusa. Voy a buscarla. El Malecón es un hervidero de chicos nadando, de
turistas tomando fotos,
de enamorados desafiando el sol y las
agujas de sal que encienden sus besos... Ni rastro de ella. Continúo la ruta
del muro hacia la Habana
Vieja. Cruzo la
Avenida del Puerto. Busco la calle Obispo por donde solíamos
andar en busca de alguna historia bajo sus piedras, adoquines, sobre sus
balcones o de un hablador en la
Catedral. Culebrillas de sudor bajan de la
cabeza y se anidan en el cuello de la camisa. Se transpira
por todo el cuerpo. A ratos se cuela un airecillo por las callejas y despierta el olor a café,
a tabaco, a flores, a orín, a mierda… Hasta que siento la fragancia o la
humedad que
deja el cruce de alguna mujer. Avanzo. El mar
se desborda por la puerta de un restaurante, el genio se
escapa de las botellas de cerveza recién
abiertas o los diablillos del ron que me invitan
a una taberna donde un trío interpreta un bolero… Salgo. Turistas van y
vienen burlándose del calor. Quizás por la arquitectura o algún personaje que
captan los flashes de sus cámaras. Las calles y aceras son tan apretadas que
suelen ocurrir tropiezos entre las personas. Los de casa se tocan los
bolsillos. ¡Ay, Vieja Habana! ¡Vieja Habana! Ya voy saliendo. Es
cómo cruzar a otro tiempo. Con una cerveza en la mano fui a sentarme en un
banco del Parque Central frente a la estatua de José Martí. "Maestro,
¿dónde está Mimusa?", le inquirí con tanta vehemencia, que vi cómo se
deshacía el mármol y el Maestro bajaba de su pedestal y se sentaba a mi
lado. Sentí una de sus manos en la mía, como uno de los miles de
pajarillos que inundan el parque. En la otra, traía una rosa blanca. Me atreví
a ofrecerle de mi cerveza.
—Gracias. Si
fuera ginebra o un cafecillo.
— ¿Con este
calor, Maestro?
—Contra el
calor, calor —dijo con ese esbozo de sonrisa que se le conoce. Mil
preguntas se hicieron un remolino en mi cabeza: enigmas de su vida, no me
atreví. Él lo intuyó, y dijo:
—Todo está en
mis escritos. ¿Eres historiador?
—No. Escribo
ficciones, cuentos.
—Un creador. Me
gusta. El historiador lo tiene todo a manos. El otro
es como el herrero que forja el acero, como el artesano que convierte en
milagro el barro.
—He perdido a
Mimusa.
— ¿Mimusa?
—Mi
inspiración.
— ¡Ah! Una
entelequia.
—Sí, pero con
cuerpo y alma de mujer: rubia, la boca
es una rosa abierta ofreciéndose, su andar es un escape de suspiros.
—Pues, si es la
misma recién la vi pasar. No pude evitar que mis ojos fueran tras ella hacia el
Capitolio. Allí la perdí entre un grupo de turistas. Corre, amigo…
En ese instante, el estallido
de la botella contra el suelo rompió el hechizo. Y en mi mano se hizo una rosa
blanca.
Jesús Reinaldo Castillo Frau
Cuba
Fotografía: es.123rf.com
Hermoso cuento de nuestro amigo Jesús Cuba. Presente siempre su Malecón y su musa, cultivando una rosa blanca. ¡Bravo!
ResponderEliminarSí, Siluz, es un cuento hermoso. Jesús y y su amor infinito a su tierra.
ResponderEliminarSí, Siluz, es un cuento hermoso. Jesús y y su amor infinito a su tierra.
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