¡Algo tengo qué conseguir hoy!, exclama Augusto y abandona la cama. Es media mañana y
debe aprovechar el resto del día. Rescata algo del optimismo de otros tiempos y
entra al baño; entre tanto, tararea una canción. El bebé llora, el niño ve la
televisión a alto volumen y, en la cocina, la esposa recién embarazada protesta
porque necesita ayuda. Él la ignora. Sus pensamientos se centran en las cosas
que tiene programado hacer. Es víspera de Navidad. Como todos los años, debe traer
a casa los regalos del Niño Jesús.
—¡Te vas y yo me
quedo aquí, vuelta loca! —exclama ella.
—Debo buscar empleo, otra vez; algo encontraré. Si no, tengo
pensado acudir a otros medios; lo que se dé, ayudará a que estas navidades mejoren.
—Dios te oiga —murmura por lo bajo, bastante escéptica.
El esposo se pone el tapabocas y sale a la calle.
¡Dos hijos y otro en camino! El mayor, está por cumplir
los nueve. Augusto pudo haber tomado otra decisión, años atrás, cuando recibió
la noticia. En medio de las opiniones de sus amigos, eres demasiado joven
para asumir ese compromiso, no podía dejar de pensar en su madre. Una mujer
abandonada que trabajó muy duro para educarlo a él, su único hijo. No iba a
permitir que la novia atravesara por las mismas circunstancias. Con sólo diecisiete
años, después de una boda apresurada, se preparó para que ella diera a luz.
En los primeros tiempos, con la ayuda de mamá, las cosas
no fueron difíciles. Además, él y su esposa eran organizados. Luego, cuando
comenzó a trabajar en un restaurante con buenas propinas, le pudo dar a su
familia un nivel de vida que le permitía cubrir los gastos domésticos y hacer
crecer, poco a poco, sus ahorros bancarios. En estas condiciones, después de
varios años, decidieron agrandar la familia. El segundo bebé llegó en buen
momento. No obstante, a pocas semanas de que ese hijo cumpliera el primer año y
sin previo aviso, recibió la carta de despido.
Comenzó a buscar empleo. Como consecuencia de la crisis
económica del país, ocasionada por la pandemia, no era extraño que su esfuerzo
resultara infructuoso. Al principio, no se dejó amilanar. Aunque su madre ya no
estaba, había heredado, de ella, la casa donde vivían. Los ahorros eran
suficientes para superar la eventualidad. Pero, esta se fue alargando en el
tiempo. Sin trabajo, con el dinero en merma y un tercer hijo en camino, el
horizonte se oscurecía. Las navidades lo tomaban con, apenas, para las compras
en el abasto.
La esperanza con la que salió de casa, se desvanece. Le descorazona
cada negativa que recibe. A pesar de que los negocios han comenzado a abrir sus
puertas, la posibilidad de encontrar una vacante es difícil. Decide recurrir a
sus amigos. Es víspera de Navidad y necesita comprar lo que el hijo mayor sueña:
¡Lo haría tan feliz, si le llevo ese regalo! Obviando sus escrúpulos, decide
pedir dinero prestado; su familia merece celebrar la Nochebuena. Nada más encuentre
empleo y cobre el primer sueldo, lo devuelvo. Olvida que los amigos están
en las mismas que él. Se despide de ellos con un rictus de vergüenza.
Entra a un Centro Comercial. El árbol, colmado de bolas,
lazos y luces, acrecienta su tristeza. Se asombra de la cantidad de personas
que entra y sale de las tiendas. Confían en que el tapabocas los vuelva
invulnerables al virus. Si no estuviera en esas condiciones, de seguro, él
sería uno más. Se sienta en un banco. Una señora de edad contempla las
vitrinas. ¡Sería tan fácil arrebatarle la cartera! Al instante, se
horroriza de sí mismo. ¿Qué te pasa, te has vuelto loco? Se levanta, sin
saber qué hacer. Regresar a casa con las manos vacías, le produce amargura. Se
para frente a una tienda de deportes. Entre una gran variedad, están los tenis
que el hijo quiere. Está a punto de marcharse, cuando una señora sale con un
niño a su lado. Este va con una bolsa en la mano. Es evidente que contiene una
caja con zapatos.
Madre e hijo hablan y ríen. Augusto los sigue, tratando
de no llamar la atención. Observa que entran a un McDonald´s. Con las
hamburguesas en las manos, se sientan en una mesa. Se quitan el tapabocas y
ponen los paquetes en el suelo. Él no hace más que detallarlos. A las claras,
poseen una cómoda posición. Visten de marca, como los clientes del restaurante
donde él trabajaba.
Mientras ellos comen, Augusto se recrea imaginando los
zapatos que están en la bolsa: el color, la textura, la marca. Mira al niño, de
arriba abajo. Debe calzar el mismo número… Está convencido de que, esa
noche, a pesar de las carencias, el hogar se iluminaría con la sonrisa del
hijo. Camina entre las mesas, como buscando un lugar donde sentarse. ¿Alguien
repara en él? Todos se concentran en comer. La bolsa está al alcance…
Será sólo esta vez, porque volveré a trabajar y no tendré
necesidad de hacerlo de nuevo. ¡Zas!
Agarra la bolsa y escapa. Ignora los gritos: ¡Allá va, allá va! Los
vigilantes del centro comercial no logran alcanzarlo. En un parque y a salvo de
las miradas, apretuja la bolsa contra el pecho. Los latidos vuelven a la normalidad.
Entonces, saca la caja y quita la tapa… Queda a la vista un par de zapatos
gastados.
Olga Cortez Barbera