jueves, 23 de diciembre de 2021

Sólo esta vez


 

¡Algo tengo qué conseguir hoy!, exclama Augusto y abandona la cama. Es media mañana y debe aprovechar el resto del día. Rescata algo del optimismo de otros tiempos y entra al baño; entre tanto, tararea una canción. El bebé llora, el niño ve la televisión a alto volumen y, en la cocina, la esposa recién embarazada protesta porque necesita ayuda. Él la ignora. Sus pensamientos se centran en las cosas que tiene programado hacer. Es víspera de Navidad. Como todos los años, debe traer a casa los regalos del Niño Jesús.

 —¡Te vas y yo me quedo aquí, vuelta loca! —exclama ella.

—Debo buscar empleo, otra vez; algo encontraré. Si no, tengo pensado acudir a otros medios; lo que se dé, ayudará a que estas navidades mejoren.

—Dios te oiga —murmura por lo bajo, bastante escéptica.

El esposo se pone el tapabocas y sale a la calle.

¡Dos hijos y otro en camino! El mayor, está por cumplir los nueve. Augusto pudo haber tomado otra decisión, años atrás, cuando recibió la noticia. En medio de las opiniones de sus amigos, eres demasiado joven para asumir ese compromiso, no podía dejar de pensar en su madre. Una mujer abandonada que trabajó muy duro para educarlo a él, su único hijo. No iba a permitir que la novia atravesara por las mismas circunstancias. Con sólo diecisiete años, después de una boda apresurada, se preparó para que ella diera a luz.

En los primeros tiempos, con la ayuda de mamá, las cosas no fueron difíciles. Además, él y su esposa eran organizados. Luego, cuando comenzó a trabajar en un restaurante con buenas propinas, le pudo dar a su familia un nivel de vida que le permitía cubrir los gastos domésticos y hacer crecer, poco a poco, sus ahorros bancarios. En estas condiciones, después de varios años, decidieron agrandar la familia. El segundo bebé llegó en buen momento. No obstante, a pocas semanas de que ese hijo cumpliera el primer año y sin previo aviso, recibió la carta de despido.

Comenzó a buscar empleo. Como consecuencia de la crisis económica del país, ocasionada por la pandemia, no era extraño que su esfuerzo resultara infructuoso. Al principio, no se dejó amilanar. Aunque su madre ya no estaba, había heredado, de ella, la casa donde vivían. Los ahorros eran suficientes para superar la eventualidad. Pero, esta se fue alargando en el tiempo. Sin trabajo, con el dinero en merma y un tercer hijo en camino, el horizonte se oscurecía. Las navidades lo tomaban con, apenas, para las compras en el abasto.

La esperanza con la que salió de casa, se desvanece. Le descorazona cada negativa que recibe. A pesar de que los negocios han comenzado a abrir sus puertas, la posibilidad de encontrar una vacante es difícil. Decide recurrir a sus amigos. Es víspera de Navidad y necesita comprar lo que el hijo mayor sueña: ¡Lo haría tan feliz, si le llevo ese regalo! Obviando sus escrúpulos, decide pedir dinero prestado; su familia merece celebrar la Nochebuena. Nada más encuentre empleo y cobre el primer sueldo, lo devuelvo. Olvida que los amigos están en las mismas que él. Se despide de ellos con un rictus de vergüenza.

Entra a un Centro Comercial. El árbol, colmado de bolas, lazos y luces, acrecienta su tristeza. Se asombra de la cantidad de personas que entra y sale de las tiendas. Confían en que el tapabocas los vuelva invulnerables al virus. Si no estuviera en esas condiciones, de seguro, él sería uno más. Se sienta en un banco. Una señora de edad contempla las vitrinas. ¡Sería tan fácil arrebatarle la cartera! Al instante, se horroriza de sí mismo. ¿Qué te pasa, te has vuelto loco? Se levanta, sin saber qué hacer. Regresar a casa con las manos vacías, le produce amargura. Se para frente a una tienda de deportes. Entre una gran variedad, están los tenis que el hijo quiere. Está a punto de marcharse, cuando una señora sale con un niño a su lado. Este va con una bolsa en la mano. Es evidente que contiene una caja con zapatos.

Madre e hijo hablan y ríen. Augusto los sigue, tratando de no llamar la atención. Observa que entran a un McDonald´s. Con las hamburguesas en las manos, se sientan en una mesa. Se quitan el tapabocas y ponen los paquetes en el suelo. Él no hace más que detallarlos. A las claras, poseen una cómoda posición. Visten de marca, como los clientes del restaurante donde él trabajaba. 

Mientras ellos comen, Augusto se recrea imaginando los zapatos que están en la bolsa: el color, la textura, la marca. Mira al niño, de arriba abajo. Debe calzar el mismo número… Está convencido de que, esa noche, a pesar de las carencias, el hogar se iluminaría con la sonrisa del hijo. Camina entre las mesas, como buscando un lugar donde sentarse. ¿Alguien repara en él? Todos se concentran en comer.  La bolsa está al alcance…

Será sólo esta vez, porque volveré a trabajar y no tendré necesidad de hacerlo de nuevo. ¡Zas! Agarra la bolsa y escapa. Ignora los gritos: ¡Allá va, allá va! Los vigilantes del centro comercial no logran alcanzarlo. En un parque y a salvo de las miradas, apretuja la bolsa contra el pecho. Los latidos vuelven a la normalidad. Entonces, saca la caja y quita la tapa… Queda a la vista un par de zapatos gastados.

Olga Cortez Barbera

 Pixabay: Imagen Gratis

lunes, 6 de diciembre de 2021

Un ramo de flores


 

Entré a la charcutería y un ramo de flores llamó mi atención. Aunque modesto, relumbraba frente a la vitrina de jamones, quesos y salchichas. En un instante, llegó la París primaveral de mi juventud. Tenía yo un novio poeta que soñaba con ir a la ciudad del amor. Impulsada por el vigor de la década de los setenta y con un morral lleno de ilusiones, me fui con él a recoger versos en aquellas tierras. En un cuartito de tercera, entre vino, flores y poemas, ¡fuimos tan felices! ¿Dónde había quedado aquella primavera? ¿En un mundo paralelo? Ahora estaba en la placidez de mis recuerdos.   

No podía apartar mi mirada de aquellos nardos. El hombre que sostenía el ramo, como una pieza de cristal, sonrió y dijo:

—Es para mi esposa; estamos cumpliendo cuarenta años de matrimonio. Espero que sean muchos más.

—Seguro que le va a encantar —contesté, también, con una sonrisa.

Era un señor pulcro, delgado y de cabellos blancos. Su ropa había sido víctima de infinitas lavadas, y sus zapatos, compañeros de largos caminos. Esa circunstancia me hizo valorar el gesto hacia su esposa. Según mis elucubraciones, había estirado el bolsillo para demostrarle, una vez más, que el tiempo no era excusa para acabar con el romanticismo. ¿Vestigios de una generación que se despedía?

Le tocó el turno para ser atendido. Sumergida entre precios y marcas, dejé de reparar en él, hasta que escuché su voz:

—¡Tanto! Deje ver si me alcanza.

Contó el dinero y, con la vergüenza en el rostro, no le quedó más que argumentar:

—¡Estos precios no se cansan de subir! Creo que no llevaré todo.

Comenzó a evaluar lo que más necesitaba. No pude con la escena y, buscando las palabras para no ofenderlo con mi ofrecimiento, dije:

—No devuelva nada; yo me encargo de la diferencia.

—¡¿Cómo se le ocurre?! Después, puedo volver por el resto.

No me importó si era verdad o no. Sólo quería ser solidaria en una situación imprevista.

—Tómelo como una muestra del buen momento que me ha hecho disfrutar con sus flores.

Supo ver mis buenas intenciones. Salió de la charcutería, con una mirada de agradecimiento pocas veces vista en mi prolongada existencia. El mundo era eso: un compendio de circunstancias, iluminado por pequeños detalles que podían ayudar a atravesar la vida. Estaba por comenzar a hacer mis compras, cuando escuché los gritos de alarma. ¿Muerte súbita? Sentí pena por su esposa. Las flores sobre el pavimento se convirtieron en testigos del sueño roto de un buen hombre. 

Olga Cortez Barbera

  

Pixabay: Foto gratis