Giro
la llave y la puerta se abre. El silencio y el polvo sobre las cosas me
proporcionan un sentido de irrealidad. Es la primera vez que la sala me recibe
sin la voz autoritaria, paradójicamente suave, de la amiga de mi madre. Me
detiene, por un instante, el respeto; la casa es un templo que estoy a punto de
profanar. Nunca antes me he enfrentado a esta situación y eso me genera una
mezcla de tristeza e impotencia. Entiendo que hace ratos, familiares y amigos
contemporáneos, incluida yo, también están a poca distancia de traspasar el
umbral hacia lo inexorable. Sin embargo, el corazón me lleva a fantasear que
aún falta para eso.
Tengo
la misión de poner todo en orden. Sus hijos viven en el extranjero y no se sabe
cuándo podrán venir. Debo poner manos a la obra... ¿Por dónde empezaré? ¿Por la
cocina? ¿Las habitaciones? ¿La sala? Dónde sea, me llevará varios días. El reloj
de pared se detuvo, como el ritmo de las habitaciones que parecen lamentar la
ausencia de su dueña. Qué cantidad de adornos hay, cuántas cosas antiguas. ¡Por
supuesto! Tenía tantos años viviendo sola... Tal vez, los estragos de la edad
no le permitían salir de compra. O, quizás, había perdido el interés de andar
renovando el mobiliario. Como quiera que sea, tendré que seleccionar lo que se puede
vender, regalar o echar a la basura.
Paso a
su habitación… Aún conserva su aroma. Acostumbraba estar “punta en blanco” y bien
perfumada. Aunque nadie la visitara, salvo la enfermera y algún nieto que
viniera a darle la vuelta. La amiga de mi madre rondaba los cien. No obstante, hacía
gala de tan buena salud que se la pasaba visitando a sus hijos lejanos por temporadas.
A su regreso, era frecuente oírle comentar:
—Allá
lo tengo todo. Lo que me haga falta, no tengo más que pedirlo. Pero, ¡qué va,
mijita! Yo prefiero vivir aquí porque no hay nada mejor que estar en mi propia
casa.
La
habitación es verla a ella. Todo en orden y conservado. Las sábanas están
inmaculadas, como si el polvo hubiera decidido respetar ese santuario. Pareciera
que la esperan para que, recostada sobre las almohadas, relea sus revistas de
costura y repostería. Comienza la inspección. Cuánta ropa hay en el closet,
cuántos perfumes… Y yo con la extraña sensación de que estoy violando su
intimidad.
Por
todas partes hay fotos: en las paredes, las mesitas y las gavetas. La vida familiar
en blanco y negro o a color… Tropiezo con un grueso paquete, totalmente cosido.
Mi obligación es abrirlo. Puede que sean documentos importantes. No, es un montón
de cartas. Así serían de importantes para ella que quiso protegerlas de esa
manera. Siento que no tengo derecho a leerlas, antes de consultarlo.
Me
sugieren que las clasifique por remitente y las haga llegar a cada quien. Me
pongo a la tarea y la curiosidad me vence. Mis ojos hacen el recorrido por unas
líneas desbordadas de amor y de nostalgia. Los primeros tiempos de sus hijos en
otras tierras no fueron fáciles. Supongo que tampoco para ella. Por fortuna, todo
fue cambiando para bien.
La
casa está limpia y ordenada. Tuve que botar tantas cosas, que no puedo
deshacerme de un dejo de remordimiento. Porque lo que consideré que podía
desecharse, formó parte de sus objetos preciados, elegidos con gusto y atesorados
por afecto. Ahora, estas cartas…
“¿Qué
vamos a hacer con ellas?” —me han dicho esta mañana—. “Rómpelas y bótalas”. Las
tomo entre mis manos y las aprisiono contra el pecho, quizás, como hacía ella
cuando terminaba de leerlas. No me corresponde destruirlas. Así que las
dejaré en una gaveta para que sea otro quien se encargue de esa tarea.
Olga
Cortez Barbera
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