“¿Quiere
vivir, o quiere morir?” Mi vida pendía de una respuesta. Yo, allí, sin poder
pensar con claridad, en el suelo, boca abajo, amordazada y con los tobillos a
punto de estrangulamiento, mientras que unas manos anónimas ataban mis muñecas.
Dentro de la confusión, todo me era tan absurdo. ¿Cómo caí al piso? ¿Cuánto
tiempo estuve inconsciente? ¿Dónde estaba el vigilante? Entre las preguntas, mi instinto de conservación trataba de encontrar una salida.
Después
de unas vacaciones, decidí tomar un día de asueto para ordenar el trabajo
acumulado. Nada especial para una empleada con tantos años de servicio que, en
la comodidad de su oficina y entre informes y balances, dejaba escabullir
las polillas de la juventud. La empresa era un segundo hogar.
—Señor Morocoima, el sábado vengo a trabajar—informé al
vigilante.
Con sentido de
solidaridad, esa mañana sabatina le llevé el desayuno, un gesto para
alguien desvelado y, posiblemente, con apetito. Además, el hombre contaba con
mi simpatía. De alguna manera, quise corresponder a su amabilidad cotidiana. A
excepción de nosotros, no había nadie. Encendí
la música y la computadora. El tiempo transcurrió en paz. A principios de la tarde
sonó el celular:
—¿A qué hora te desocupas?—preguntó mi esposo.
—Ya casi
termino—respondí.
—¿Quieres que vaya por ti?
—No, recuerda que quedé en encontrarme con Eli. Ella
me llevará a casa.
Quise continuar con el trabajo, pero me detuve. ¿Premonición, sexto sentido?
De algún rincón ignoto surgió el pensamiento: “¿Y si a Morocoima se le da por
atacarme?” Una carcajada silenciosa ante lo inconcebible. Fijé la mirada en la
pantalla y lo olvidé. Un par de horas
después, el vigilante vino a la oficina:
—Señora,
¿cuánto tiempo más piensa quedarse?
—No mucho. Media hora, quizás
—Ah, bueno, déjeme salir un momentito.
—Un momentito
nada más, por favor.
Escuché la puerta, al cerrar. ¿Por qué la
intranquilidad? Algo andaba mal. ¿Había
sido la mirada, el tono de su voz? Tomé la cartera y las llaves del carro…,
pero alguien, con el rostro cubierto y con cuchillo en alto, se plantó en la
entrada de mi oficina. Desconcierto y horror fueron suplantados (¿mecanismo de
defensa?) por una absurda idea. El desconocido se quitaría la máscara, mientras
exclamaba: “¡Ajá, la asusté!” Porque todo era un chiste, una broma de mal gusto.
"¡Al suelo!", exclamó. Perdí el sentido de la realidad.
—Esto no es con usted—dijo un hombre—. Si colabora, le
prometo que no le pasará nada. Nos
llevaremos algunas cosas y la dejaremos en paz.
En contra de lo que él decía, el otro mostraba otras
intenciones. Después de atarme, sus manos palpaban lo que no debían.
—No
se preocupe, señora—insistió el primero—. ¡No le pasará nada!
—¿Quiere vivir, o quiere morir?—preguntó
el otro.
Ambos salieron de la oficina y cerraron la puerta.
Sentí una calma relativa. No duró, alguien
manipulaba la cerradura. Al no poder abrirla, ¡Crash! Me aterrorizó el
estrépito de los cristales rotos. Frente a lo que se
avecinaba, comencé a temblar. La mente se dividió: una parte pedía a los dioses
su intervención para que no sucediera lo que temía; la otra, con una
tranquilidad inverosímil, repasaba las películas donde resistirse a la agresión producía
mayor violencia. Recordaba consejos sobre qué hacer en esa situación. “Dame,
Señor, la entereza para soportar, que después lo superaré”. Entre el espanto y
la calma, con los ojos cerrados, me hundí en el
limbo, donde yo no era más que la espectadora de un hecho infame.
Todos dijeron, después, que había corrido con suerte:
estaba viva, y los hombres, presos. Sí,
viva, a pesar de las humillaciones y el pudor lacerado, de la amenaza del
cuchillo en el cuello, de Morocoima, que aumentó mi desesperación cuando sentí
que abría la puerta y entraba. Sus gritos incontrolables y el silencio
posterior. Imaginé su sorpresa y el dolor de las cuchilladas. Me embargó el
desamparo frente a la certeza de que también yo moriría. Me volví vulnerable. En
pocas horas destrozaron el mundo confiable
que me había sostenido. Me hicieron otra, con la que no estaba conforme:
una mujer rabiosa que se debatía entre el dolor y la impotencia.
Ser madura y casada no reduce la vergüenza. A las
mujeres de mi edad no les pasan estas cosas. Infinita la humillación cuando
supe que quienes me agredieron eran personas que habían trabajado en la empresa tiempo atrás. Morocoima fue
quien los dejó entrar. Sus gritos perseguían aumentar mi terror y confusión. Por mí supieron que yo estaría allí. Todo fue
premeditado. ¿Por qué lo hicieron? No lo entiendo. “Deja todo atrás”, me
aconsejan familiares y amigos. ¿Cómo se hace eso? No es fácil. A cada paso me enfrento a la
duda: ¿Por qué lo permití?
Ahora, en la oscuridad de la habitación y cuando mi esposo me cree
dormida, aquella pregunta circula en mi cabeza, como un carrusel: “¿Quiere
vivir, o quiere morir?” Entre las sombras, creo comprender el porqué de mi sumisión. Hice lo que consideré necesario para no morir.
Por eso, en un hilo de voz de niña desvalida, deseando despertar de
la pesadilla en que se han convertido los días, respondo como lo hice
entonces:
-¡Quiero vivir!
Olga Cortez Barbera
Imagen: es.123rf.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario