Yo no creía en fenómenos
paranormales. ¡No! ¿Entes que deambulaban en otras dimensiones y aparecían para
alterarnos la psiquis? Eran cuentos de la industria cinematográfica para tocar
los bolsillos de los crédulos atrapados en sus artimañas. La vida era franca.
Para mí, lo que se movía frente a mis ojos. Una flor, un ave, un pez… Frutos
de un mecanismo de evolución continua. Veníamos al mundo por una suerte de
mezcolanza genética. Y cuando nos llegaba la hora, nos íbamos con nuestros
pensamientos, sueños y recuerdos, que no tardaban en pulverizarse. La
Eternidad… ¿Quién había regresado para contarlo? Si la promesa de una vida
eterna me generaba controversias, imagínense la idea de Poltergeits
atormentándonos a cada paso. Sin embargo, desde hace unos días, no puedo
descansar. Algo, ajeno a toda comprensión, está sucediendo en nuestra casa.
Alejandro… ¡Cuántas veces
le seguí la corriente! El amor te hace cruzar caminos insospechados. Me dejé
llevar por las crestas de su romanticismo. No era que yo le mintiera, sólo que
no deseaba romper el encantamiento con las crudezas de mi posición pragmática. Untada
por sus aceites, me dejaba llevar por sus ideas sobre la vida después de la
vida. En ocasiones, cuando él decía: “Te amaré hasta más allá de la muerte”, me
embargaba una emoción, extraña a mi lógica, y respondía: “Moriré, si tú te
vas”. “No te preocupes, nuestro amor se extenderá hasta la eternidad”, afirmaba.
Ocultando cualquier duda, me decía a mí misma: “¡Cómo si eso fuera posible!”,
Nos casamos y, con el
transcurrir de la rutina, la magia se fue escapando. Ya no era la prisa por
devorarnos mutuamente. La economía doméstica, que no llegaba a fin de quincena,
no nos permitía, como en otros tiempos, ir a un restaurante, al cine y, muchos
menos, salir de vacaciones. Entre zapatos gastados y uñas rotas me dejé ganar
por la frustración. Por eso, una noche fría, de ranas y de grillos, derramé mi
amargura. Alejandro me consolaba con la promesa de que todo cambiaría con ese
proyecto del Ahora sí. “Ten fe, cariño. Esta situación es transitoria. Lo
importante es que estamos juntos; tú sabes cuánto te amo…” No pude frenar el
sarcasmo: “¿Y…, me amarás hasta después de la muerte? Si seguimos así,
pronto habremos fallecido los dos. No estoy segura de querer compartir esta
miseria en donde tú creas que irás”. Me arrepentí, ipso facto. Quise remediarlo
y no me escuchó. Con mis palabras mutilé la ternura de un hombre que soñaba
con amores imperecederos.
Nos volvimos islas. Supe lo que era la soledad, esa que no satisface nada ni nadie, y que se aferra a los huesos para no soltarlos jamás. En ausencia de Alejandro, comenzaron los ruidos: el portazo, el radio que se enciende, las voces que atormentan… No le di importancia. Sin embargo, los ruidos continuaban, a pesar de comprobar que yo había dejado todo en orden. Empecé a cuestionar: ¿Cómo es que el viento azota las puertas con este verano en calma? ¿Por qué se enciende un radio descompuesto? Si siempre estoy sola, ¿de dónde vienen las voces? Mi escepticismo no pudo evitar que me recorrieran los escalofríos. ¡La cara que pondría Alejandro al percibirme tan asustada! Yo, pragmática y racional, me vi obligada a tomar píldoras para dormir.
Anoche fue en vano; los murmullos, el radio y las puertas no cesaban de atormentarme. Atontada por el somnífero, no me quedó más que esperar a que acabara todo. Esto tiene que ser una pesadilla. No lo era. Dejé el orgullo a un lado y me volví hacia Alejandro. Necesito que despierte. ¡No me importa que se burle de mi miedo! Dijo algo que no comprendí. Me abrazó con el mismo afán de aquellos anocheceres, debajo de los faroles del parque, donde me juró no abandonarme: No es broma, querida, si me voy antes, cuenta que volveré por ti. Pensé que un amor de esas dimensiones era suficiente para que hiciera a un lado “las insalvables diferencias” y me rescatara del horror.
En el sopor, me volví un
ovillo de convicciones e inseguridades. ¿Había algo más allá de las fronteras
del mundo real? No podía asegurarlo. En todo caso, ahí estaba yo, tratando de
encontrar una explicación racional a fenómenos ajenos a mis juicios preconcebidos.
Creer que, con mi agnosticismo, portaba la banderola de la verdad, me había distanciado de Alejandro.
Todo volvió a la
normalidad; lo que ocurrió esa noche había sido producto de los efectos de la
píldora. Lo anterior, desvaríos de mi soledad. En la confusión de sentimientos
e ideas, había recurrido a los brazos de Alejandro para que me protegiera. ¡Qué locura!
Él había fallecido unas semanas atrás. ¡Cuánto lo extrañaba! En ese momento,
deseé atravesar los límites hacia ese mundo metafísico, del que tanto hablaba
él, para decirle que, en su ausencia, mi amor se había vuelto ilimitado. Sonreí. ¿Qué te pasa? ¿Ahora vas a creer en tonterías? Mejor
preparo café y regreso a la normalidad.
Su voz atravesó el
silencio: Vengo por ti.
Olga Cortez
Barbera