viernes, 20 de agosto de 2021

PARANORMAL



 

Yo no creía en fenómenos paranormales. ¡No! ¿Entes que deambulaban en otras dimensiones y aparecían para alterarnos la psiquis?  Eran cuentos de la industria cinematográfica para tocar los bolsillos de los crédulos atrapados en sus artimañas. La vida era franca. Para mí, lo que se movía frente a mis ojos. Una flor, un ave, un pez… Frutos de un mecanismo de evolución continua. Veníamos al mundo por una suerte de mezcolanza genética. Y cuando nos llegaba la hora, nos íbamos con nuestros pensamientos, sueños y recuerdos, que no tardaban en pulverizarse. La Eternidad… ¿Quién había regresado para contarlo? Si la promesa de una vida eterna me generaba controversias, imagínense la idea de Poltergeits atormentándonos a cada paso. Sin embargo, desde hace unos días, no puedo descansar. Algo, ajeno a toda comprensión, está sucediendo en nuestra casa.

Alejandro… ¡Cuántas veces le seguí la corriente! El amor te hace cruzar caminos insospechados. Me dejé llevar por las crestas de su romanticismo. No era que yo le mintiera, sólo que no deseaba romper el encantamiento con las crudezas de mi posición pragmática. Untada por sus aceites, me dejaba llevar por sus ideas sobre la vida después de la vida. En ocasiones, cuando él decía: “Te amaré hasta más allá de la muerte”, me embargaba una emoción, extraña a mi lógica, y respondía: “Moriré, si tú te vas”. “No te preocupes, nuestro amor se extenderá hasta la eternidad”, afirmaba. Ocultando cualquier duda, me decía a mí misma: “¡Cómo si eso fuera posible!”,

Nos casamos y, con el transcurrir de la rutina, la magia se fue escapando. Ya no era la prisa por devorarnos mutuamente. La economía doméstica, que no llegaba a fin de quincena, no nos permitía, como en otros tiempos, ir a un restaurante, al cine y, muchos menos, salir de vacaciones. Entre zapatos gastados y uñas rotas me dejé ganar por la frustración. Por eso, una noche fría, de ranas y de grillos, derramé mi amargura. Alejandro me consolaba con la promesa de que todo cambiaría con ese proyecto del Ahora sí. “Ten fe, cariño. Esta situación es transitoria. Lo importante es que estamos juntos; tú sabes cuánto te amo…” No pude frenar el sarcasmo: “¿Y…, me amarás hasta después de la muerte?  Si seguimos así, pronto habremos fallecido los dos. No estoy segura de querer compartir esta miseria en donde tú creas que irás”. Me arrepentí, ipso facto. Quise remediarlo y no me escuchó. Con mis palabras mutilé la ternura de un hombre que soñaba con amores imperecederos. 

Nos volvimos islas. Supe lo que era la soledad, esa que no satisface nada ni nadie, y que se aferra a los huesos para no soltarlos jamás. En ausencia de Alejandro, comenzaron los ruidos: el portazo, el radio que se enciende, las voces que atormentan… No le di importancia. Sin embargo, los ruidos continuaban, a pesar de comprobar que yo había dejado todo en orden. Empecé a cuestionar: ¿Cómo es que el viento azota las puertas con este verano en calma? ¿Por qué se enciende un radio descompuesto? Si siempre estoy sola, ¿de dónde vienen las voces? Mi escepticismo no pudo evitar que me recorrieran los escalofríos. ¡La cara que pondría Alejandro al percibirme tan asustada! Yo, pragmática y racional, me vi obligada a tomar píldoras para dormir.

Anoche fue en vano; los murmullos, el radio y las puertas no cesaban de atormentarme. Atontada por el somnífero, no me quedó más que esperar a que acabara todo. Esto tiene que ser una pesadilla. No lo era. Dejé el orgullo a un lado y me volví hacia Alejandro. Necesito que despierte. ¡No me importa que se burle de mi miedo! Dijo algo que no comprendí. Me abrazó con el mismo afán de aquellos anocheceres, debajo de los faroles del parque, donde me juró no abandonarme: No es broma, querida, si me voy antes, cuenta que volveré por ti. Pensé que un amor de esas dimensiones era suficiente para que hiciera a un lado “las insalvables diferencias” y me rescatara del horror.

En el sopor, me volví un ovillo de convicciones e inseguridades. ¿Había algo más allá de las fronteras del mundo real? No podía asegurarlo. En todo caso, ahí estaba yo, tratando de encontrar una explicación racional a fenómenos ajenos a mis juicios preconcebidos. Creer que, con mi agnosticismo, portaba la banderola de la verdad, me había distanciado de Alejandro.

Todo volvió a la normalidad; lo que ocurrió esa noche había sido producto de los efectos de la píldora. Lo anterior, desvaríos de mi soledad. En la confusión de sentimientos e ideas, había recurrido a los brazos de Alejandro para que me protegiera. ¡Qué locura! Él había fallecido unas semanas atrás. ¡Cuánto lo extrañaba! En ese momento, deseé atravesar los límites hacia ese mundo metafísico, del que tanto hablaba él, para decirle que, en su ausencia, mi amor se había vuelto ilimitado. Sonreí. ¿Qué te pasa? ¿Ahora vas a creer en tonterías? Mejor preparo café y regreso a la normalidad.

Su voz atravesó el silencio: Vengo por ti.

 

Olga Cortez Barbera

 Imagen: CC0

miércoles, 11 de agosto de 2021

EL SOL SOBRE TUS CABELLOS


 

El corazón de una mujer es

un profundo mar de secretos.

Titanic, película 1997

Yo pintaré de rosa el horizonte

y pintaré de azul los alelíes

y doraré de luna tus cabellos

para que no me olvides…

Autor de la canción: Luis S. Aponte H.

 

Quiero contarte algo: hoy vuelvo a pensar en ti. Después de tanto bracear contra tu recuerdo, la marea del tiempo logró llevarme a salvo a la arena de otros amores. Una vez, creí que no saldría del abismo donde resbalé cuando nos despedimos. Por fortuna, hoy me siento bien, al lado de un hombre bueno, disfrutando de unas vacaciones frente al mar. Tú, que parecías fundido en el olvido, brotas así, de repente, en el resplandor de la cabellera del joven que trota por la playa.

Los recuerdos emergen uno tras otro, con rapidez y claridad sorprendentes. Tu mirada, tu voz, los besos, el reflejo del sol sobre tus cabellos… Ni confusión, ni tristeza. Al contrario, me invade una mezcla de nostalgia y ternura por las cosas lindas que vivimos. Lo demás, poco importa. Puedo tomarlo como referencia de las situaciones que me ayudaron a crecer. Es la sabiduría de la madurez, la posibilidad de desechar lo que nos lastima.

Me enamoré de ti. ¿Cómo no hacerlo, si poseías la destreza para enardecer mis ilusiones? Eras gentil y respetuoso. Yo no tenía la experiencia para comprender que, en ocasiones, esas cualidades pueden convertirse en una fachada para atraer jovencitas incautas. Así que, entre versos, canciones y palabras gratas me dejé atrapar en una relación que imaginé nunca acabaría. Tú, conocedor de mis debilidades de joven enamorada, me enseñaste a atravesar caminos desconocidos.

Mi felicidad era épica. Envidiada por mis amigas, me hacías sentir la mujer más amada del universo. Compartimos momentos inolvidables. ¿Recuerdas cómo nos reíamos de la vida, del mundo, de nosotros mismos? Que un hombre de tu edad y con tanta presencia se hubiera fijado en mí, con tan sólo diecisiete años, era algo que escapaba a la comprensión de los adultos que me rodeaban, en especial, la de mis padres. No obstante, te mostrabas tan lleno de buenas intenciones, que apartaron sus reparos. En la soledad de mi cuarto, entraba en un estado de ensoñación, con las canciones de Los Cuatro de Chile. El disco que me regalaste y que tú acostumbrabas cantar:

Yo me pondré a vivir en cada rosa

Y en cada lirio que tus ojos miren

Y en todo trino cantaré tu nombre

Para que no me olvides… 

Descubrí la verdad: yo no era más que una aventura. A pesar del desacuerdo con mi corazón, tomé la decisión de terminar contigo. Tú, por orgullo masculino, no estabas dispuesto a que fuera yo quien se alejara. En ese momento, comenzó mi perdición. Las llamadas telefónicas, los mensajes que enviabas con mis amigas, los encuentros casuales... Acudiste a decenas de razones para explicar tu actitud. Aunque la sensatez trataba de hacerme sorda a tus palabras, el dolor por la separación me obligó a darte una oportunidad.

Nada fue igual, una decepción tras otra. Los encuentros clandestinos se sumergían en un romanticismo de oropel. Triste y desesperada frente a la situación, a las pocas semanas, en la frialdad de un restaurante y frente a mi determinación de no continuar, comenzaste a pronunciar un discurso, con el que pretendías humillarme.  No sé de qué manera te miré, que decidiste callar. Sin embargo, antes de que yo saliera del lugar, dijiste:

—Puedes marcharte, pero te prometo que, aunque no lo quieras y pasen los años, tú no podrás olvidarte de mí.

Conjuro o maldición, a toda hora, te tenía en mis pensamientos, los recuerdos no cesaban de pisotearme el alma. En busca de consuelo, acudí a otros hombres. Sus besos no mermaban mi tormento porque, en ellos, no podía encontrar los tuyos. Me arropó la peor de las soledades. Entre mis amigos, yo era una palmera en el desierto; me preguntaba dónde encontrar el sortilegio para sonreír de nuevo. En la pendiente resbaladiza de mis locuras, una persona detuvo mi caída. Esa con quien hoy estoy y con quien deseo compartir el resto de mis días. Nunca le hablé de ti. Te oculté para pretender que no exististe, intentar acabar con el maleficio de tus palabras o, simplemente, porque no quise.      

Rescaté el deseo de seguir andando. Con el paso de los días entendí que él no era una boya a que aferrarme, si no un acorazado para cruzar mis tormentas existenciales. Amé de nuevo, de una forma ajena al romanticismo del primer amor. En contra de lo que esperabas, volví a ser feliz. ¿Por qué te cuento todo esto? Para acabar con la fábula de ese romance que me hizo sentir tan desdichada. Me ha hecho mucho bien comprobar que el agua de los tiempos diluyó la sabia amarga de nuestro pasado.

La sombra del atardecer se extiende sobre el mar. De cara a tu recuerdo, sonrío.

—¿Por qué sonríes? —me pregunta mi esposo.

—Por nada—, le contesto.

—¿Por nada? Una moneda por tus pensamientos.

Tomados de la mano, regresamos al hotel. Frente a dos copas de vino, y como por casualidad, le confío los secretos de mi pasado y le hablo de ti. Sin tristeza ni nostalgia, sólo suenan como anécdotas de juventud.

Olga Cortez Barbera

Imagen: 123rf

martes, 3 de agosto de 2021

EL LAMENTO DE LAS FLAUTAS

 




Al sonido de la bocina, Estrella tomó la partitura y salió a la calle. Quería hablarle a Diego, amigo y compañero de clases, sobre el último hallazgo de sus impulsos rítmicos a altas horas nocturnas. Sin haber dormido, pero dichosa, llevaba consigo la sonata, a cuatro manos, con la que pretendía participar en el concurso que consagraba la originalidad musical. Era posible que Diego, con los argumentos propios del virtuoso del piano, le pusiera objeciones. A pesar de su juventud, era un maestro en la interpretación de los autores clásicos del viejo mundo. Las notas de La Polonesa, de Chopin, Claro de Luna, de Debussy, o el Opus Clavicembalisticum, de Sorabji, considerada una de las piezas musicales más difíciles de ejecutar, se deshacían gloriosamente entre el refinamiento de los dedos varoniles. Ese sentido de excelencia lo trasladaba, además, a las obras de su propia creación, influenciadas por los compositores de la actualidad. Su último trabajo era impecable, sin dudas. Propio para el concurso. No obstante, si ella conseguía que él interpretara su partitura, quizás, considerara esta opción.  

Los impulsos se habían hecho persistentes. Por las noches, notas inverosímiles y voces cadenciosas la despertaban y le hacían salir de la cama. En el piano, las teclas no se resistían a hilvanar las melodías creadas por la vena artística. En el conservatorio, los acordes de las flautas de sus sueños regresaban y le hacían caer en un déjà vu. Se preguntaba de qué época y en qué lugar los instrumentos de viento interpretaban esa melodía. Antes de hacerla suya, buscó información y revisó partituras, sin encontrar algo parecido. Terminó por aceptar que era fruto de su capacidad creadora. Quizás, en una vida anterior, en vez del piano, ella había aprendido a tocar la flauta.

Algo parecido sucedió con su amigo, el día que fueron presentados: “Mucho gusto, Diego Cortés Salmerón”. “¡Qué gracioso! Mi nombre es Estrella Cortés”. Más allá de la afinidad en los apellidos, ella experimentó un fuerte sentimiento en su interior, como si se conocieran de siempre. ¿Amor a primera vista? No, era otra cosa; un afecto que no podía desbaratarse en forma alguna. Con el paso del tiempo, y a pesar de las diferencias entre los dos, se acercaban cada vez más. Entre bromas, se definían: “Soy blanco peninsular, sifrino y capitalista”, haciendo, uno, alarde de su linaje europeo. “Y yo, india, proletaria y socialista”, mostrando, la otra, orgullo por sus raíces étnicas. Él, sin poder despojarse del racismo atávico, la contradecía: “¡Tú no eres india!” “¡Sí lo soy!” “¡Que no!” “¡Que sí! ¿Acaso no ves el color de mi piel?” Tontas discusiones que no eran obstáculos para continuar unidos por la sensibilidad de sus corazones.

Diego desplegó la partitura y lo percibió. Esas notas... ¿Dónde las había escuchado? ¿En un recital? ¿En Castilla, de donde eran sus progenitores? La duda le obligó a preguntar:

—¿Estás segura de que son tuyas?

—Creo que sí. He investigado y, hasta ahora, no he podido llegar a otra conclusión.

—¡Qué extraño! Me parecen familiares…

Sentados frente al piano, el dúo comenzó a interpretar el pentagrama. Entre bemoles y corcheas, la melodía viajó lejos, por sobre las cordilleras andinas, guardianes de la ciudad donde vivían, hasta los confines europeos. En la cima de las montañas españolas supo que debía regresar porque de allá no era. Colmada de congojas y nostalgias, ajena a la juventud de los intérpretes, la melodía hurgó sus almas, hasta casi hacerlos llorar. Porque era una cadencia sublime, arraigada a la memoria espiritual. Conmovido, Diego preguntó:

—¿Y qué nombre debe llevar?

Estrella recordó las voces nocturnas:

—¡Lo tengo! El lamento de las flautas.

Tres días antes del concierto, llegaron a Ciudad de Guatemala, sede del Concurso Internacional de Pianistas Nóveles. Los participantes, de todas partes del planeta, comentaban sobre sus destrezas y conocimientos. La competencia era exigente. En la oscuridad de la habitación, Estrella dominó su nerviosismo con un somnífero. En la suya, Diego practicaba, moviendo los dedos sobre teclas invisibles. Afuera, la fragancia de la lluvia; arriba, la luna escondida. Dormidos, Diego y Estrella, unidos por la fortuna, soñaron con lo mismo: Tikal, la ciudad de las voces, los predios de la cultura maya que, por razones desconocidas y con el mismo ímpetu, desearon conocer algún día.

En la mañana, no tuvieron que pensarlo mucho para comprender que los dos habían sido atrapados por un arrebato místico que los obligó a abandonar los ensayos de la obra. Se alejaron de la sede de los conciertos para cruzar, en autobús, el largo trayecto. En la selva, entre pirámides, ceibas y pavos reales, debían encontrar la claridad del misterio que los motivó a visitar ese lugar. Descansando en la plaza principal de Tikal, frente al Templo de las máscaras, cayeron en un estado de profunda abstracción, entre una mezcolanza de imágenes y resonancias. Todo iba adquiriendo sentido.

El rumor de los árboles fue vencido por los acordes de las flautas antiguas. A pesar de la belleza extraordinaria de la melodía, no dejaba de ser un lamento. Los jóvenes contemplaron una civilización signada por la desgracia: el ocaso de la cultura maya; el abandono de la ciudad a causa de la devastación y la sequía; el asentamiento en nuevas regiones y la nostalgia de los nativos por las épocas de esplendor; la fundación de nuevos pueblos; la pérdida de las cosechas y el hambre, bajo las miradas indolentes de Ahau Kim, Dios del Sol, e Ix Chel, la Diosa de la Luna; la llegada de los conquistadores y la penetración de costumbres, religiones y enfermedades extrañas; la fascinación por las mujeres del nuevo mundo... Violaciones y esclavitud; dominio y sumisión. Entre tantos descalabros, algo inconcebible para las élites que surgían: el amor entre el almirante Diego, pariente de Hernán Cortés, y Yatzil, Cosa amada, descendiente lejana de Yik´in Chan K´awiil, uno de los prestigiosos reyes de Tikal…

Aquel amor no tendría la fortaleza suficiente para superar la marejada de los prejuicios. Diego, bajo la amenaza de perder los privilegios del almirantazgo, doblegó las promesas a la indígena para contraer nupcias con la marquesa de Salmerón, bastión de la nueva aristocracia. El orgullo de la sangre maya logró que Yatzil lo dejara partir sin una queja, ni una lágrima. Pero, no pudo evitar que el alejamiento del ser amado la sumergiera en la soledad y la tristeza.

Como succionados por una suerte de implosión cósmica, los pianistas descendieron en esa época. Ya no eran ellos, sino los niños Itzae, Regalo de Dios, y Citlali, la dulce Estrella, los hijos naturales de Diego y Yatzil, que desmenuzaban su infancia tocando las ocarinas. ¿Había nacido, desde entonces, la vocación por la música? Las vicisitudes y la muerte de su madre, víctima de la peste, formaron un lazo indestructible de amor fraternal. Juntos podían enfrentarlo todo. Eran los tiempos antes de que fueran separados en contra de su voluntad. Citlali, al servicio de la marquesa; Itzae, como esclavo de un fundo inhóspito de Quauhtlemallan, el lugar de los muchos árboles.  Al despedirse, él le juró a su hermana que haría lo imposible para volver por ella.

Diego y Estrella llegaron justo a tiempo. Todo era animación en la sala de conciertos. El lamento de las flautas había adquirido otras dimensiones. Ellos estaban seguros de que la interpretación sería única, el manifiesto de una parte de la historia grabada en sus arpegios. Agradecidos de la oportunidad que les ofrecía el universo, se preguntaron: ¿Cuántas vueltas tuvo que dar la rueda de la vida? Las suficientes para volverse a encontrar. Escucharon sus nombres. Ambos estaban listos para concursar.

 

Olga Cortez Barbera