lunes, 1 de noviembre de 2021

A escondidas


 

Apenas abrí Facebook, el primer texto que leí, acompañado de la fotografía de un desconocido, fue: “Vuela alto amigo…” Iba a pasar de largo cuando un dejo, en aquellos ojos, me detuvo: ¿Es posible que sea él?, me pregunté. Como en esos juegos donde debes encontrar un objeto entre un montón, agrandé la imagen para rescatar la picardía que siempre le acompañaba, una huella del sarcasmo que, en ocasiones, me sacó de mis casillas. Por más que lo intenté, no pude. Sin embargo, algo en esa mirada lo confirmaba. Tomé el celular:

—Hermana, ¿sabes que le sucedió a Naím?

—Estaba por llamarte, me acabo de enterar. Después de una larga enfermedad, terminó por fallarle el corazón.

Nuestro amigo, espigado y siempre contento, el menor entre los jóvenes del barrio, era alguien que merecía ser recordado. Con sus sugestivos quince años y la precocidad brotándole por los poros, parecía un cazador tras la presa. Mis amigas se burlaban de sus actitudes de galán. Yo, con mis casi dieciocho, sintiéndome muy mujer, no tenía empacho en rechazarlo:

—¡Déjate de esas cosas, que tú puedes ser mi hermanito!

Un día, me tomó desprevenida y me robó un beso.

Entré a la Universidad y me dediqué a mis estudios. El círculo de amistades y los intereses cambiaron. Imbuida en lo mío, carecía de motivos para brindarle un pensamiento. Salvo cuando, en raras ocasiones, lo encontraba en una fiesta y volvía al ataque. Ya en casa, recordaba su socarronería:

—Me dices que no y yo sé que, por dentro, estás diciendo que sí.

Muchacho loco, ¡cuándo madurará! No me percataba de la prontitud con que perdía su mocedad.

La vida universitaria terminó por separarme de la muchachada del barrio. El grupo que salía en cambote a las playas, a discotecas y a cuánto festejo se presentaba, se fue desintegrando bajo el yugo de las responsabilidades. Naím y su familia se mudaron a otra parte de la ciudad. Unos años después, a punto de terminar la carrera, me sorprendió la voz inconfundible, en los pasillos de la Escuela. Frente al murallón de músculos y virilidad, exclamé:

—Naím, ¡qué sorpresa! Estás hecho todo un hombre.

—¿Es que antes no lo era? —respondió, con la sonrisa sardónica de siempre.

Los encuentros “casuales” se hicieron costumbre. Al principio, me halagaban. Cuando el tono de sus galanteos se transformó en manifestaciones inequívocas, comencé a inquietarme. Preferí evadir los cosquilleos inoportunos. Sólo me aferraba a las constantes negativas, de las cuales se mofaba. ¿Acaso intuía lo que sucedía en mi interior? Decidida a terminar con su asedio, lo enfrenté:

—¡No me interesa tener nada contigo!

Como en una película, tiró de mí y me abrazó. Al sentir la fortaleza punzante, me provocó abrir el dique y dejarle hacer. Mi fidelidad a mi novio, el matrimonio próximo y la moralidad inyectada en mis venas, por los consejos maternos, enfrentaron, al instante, la vorágine que me erizaba los instintos. Naím me miró a los ojos y sonrió, sin dejar de ironizar:

—No importa cuánto te niegues. Yo sé esperar.

Disgustada por su desparpajo, me fui, esperando no verlo jamás.

Me casé y se casó. Cada quien siguió su propio camino. A través de los amigos en común, me enteraba de cómo le estaba yendo. Él no me perdía la pista, según supe luego. No era raro que, una tarde, apareciera en mi oficina, con la excusa de contratar los servicios de la empresa para un proyecto que tenía en mente. Me invitó a almorzar. En el restaurante nos pusimos al día con los vaivenes de nuestras existencias. Conversamos mucho tiempo, hasta que mencioné que me esperaban en casa. Antes de irse, guiñó un ojo, con la picardía acostumbrada:

—El matrimonio te ha sentado bien. ¡Ahora me gustas más!

Solté la carcajada.

Quise decirle que él estaba más guapo. Era una imprudencia remover llamas no extintas. Con el transcurrir del tiempo y “bajo el vulgar agobio de la rutina diaria, de las desilusiones y los aburrimientos”, como en los versos de un poema de José Ángel Buesa, no había lugar para pensar en él. El destino suele sorprendernos. El fallecimiento de un amigo mutuo fue el motivo para el reencuentro. Esta vez, en una funeraria, el lugar menos idílico del universo.

Lo saludé de lejos, con la mano, tratando de ocultar mis redondeces detrás del féretro. ¡Como si no lo conociera! Al finalizar el velatorio, fuimos a un Café. Frente a frente, sus ojos no dejaban de mirarme, ni yo de contemplar las canas que comenzaban a asomarse en sus sienes, y que le otorgaban cierta distinción. Con todo, el rostro conservaba el aspecto juvenil y alegre. Él habló de sus hijos, yo de los míos; ninguno, de los compañeros de vida. Supuse que, igual que a mí, las cosas se tambaleaban en el hogar. Me tomó una mano:

—¿Te esperan en casa? —preguntó.

—Aún es temprano.

Yo andaba con la guardia baja. Mi matrimonio destrozado, los hijos estudiando en el extranjero y una soledad infinita conjugaron para estar en la intimidad con él. Volví a la luz. Desde entonces, a escondidas del mundo, descubrimos cómo ser felices, de maneras insospechadas. Amor o lujuria, poco importaba. Éramos dos adultos, vueltos adolescentes, que cruzaban una etapa compleja de sus vidas. Con la certeza de que esta relación sería transitoria, cuando llegó el momento, conseguimos decirnos adiós sin dramas, ni tristezas. No eran dignas de una pasión que perduraría en mis memorias, como el más hermoso de los recuerdos clandestinos.

Volví a la computadora; la foto permanecía ocupando la pantalla. ¿Se puede cambiar tanto en veinte años? ¿Te consumió la enfermedad? ¿Qué pasó contigo, Naím? Me miré al espejo. Yo tampoco era la misma. ¿Dónde estaban las personas que, una vez, fuimos? A escondidas, jugando en los surcos profundos del ayer. No era para sentir pena por nosotros. Al contrario, había tanto qué agradecer, comenzando por la fortuna de los buenos tiempos compartidos.

Olga Cortez Barbera

Imagen Gratis Pixabay: Espejo Mujer Silueta