Apenas abrí Facebook, el primer
texto que leí, acompañado de la fotografía de un desconocido, fue: “Vuela alto
amigo…” Iba a pasar de largo cuando un dejo, en aquellos ojos, me detuvo: ¿Es
posible que sea él?, me pregunté. Como en esos juegos donde debes encontrar un
objeto entre un montón, agrandé la imagen para rescatar la picardía que siempre
le acompañaba, una huella del sarcasmo que, en ocasiones, me sacó de mis
casillas. Por más que lo intenté, no pude. Sin embargo, algo en esa mirada lo
confirmaba. Tomé el celular:
—Hermana, ¿sabes que le
sucedió a Naím?
—Estaba por llamarte, me acabo
de enterar. Después de una larga enfermedad, terminó por fallarle el corazón.
Nuestro amigo, espigado y
siempre contento, el menor entre los jóvenes del barrio, era alguien que
merecía ser recordado. Con sus sugestivos quince años y la precocidad
brotándole por los poros, parecía un cazador tras la presa. Mis amigas se
burlaban de sus actitudes de galán. Yo, con mis casi dieciocho, sintiéndome muy
mujer, no tenía empacho en rechazarlo:
—¡Déjate de esas cosas, que tú
puedes ser mi hermanito!
Un día, me tomó desprevenida y
me robó un beso.
Entré a la Universidad y me
dediqué a mis estudios. El círculo de amistades y los intereses cambiaron.
Imbuida en lo mío, carecía de motivos para brindarle un pensamiento. Salvo
cuando, en raras ocasiones, lo encontraba en una fiesta y volvía al ataque. Ya
en casa, recordaba su socarronería:
—Me dices que no y yo sé que,
por dentro, estás diciendo que sí.
Muchacho loco, ¡cuándo madurará! No me percataba de la
prontitud con que perdía su mocedad.
La vida universitaria terminó
por separarme de la muchachada del barrio. El grupo que salía en cambote a las
playas, a discotecas y a cuánto festejo se presentaba, se fue desintegrando
bajo el yugo de las responsabilidades. Naím y su familia se mudaron a
otra parte de la ciudad. Unos años después, a punto de terminar la
carrera, me sorprendió la voz inconfundible, en los pasillos de la Escuela. Frente
al murallón de músculos y virilidad, exclamé:
—Naím, ¡qué sorpresa! Estás
hecho todo un hombre.
—¿Es que antes no lo era?
—respondió, con la sonrisa sardónica de siempre.
Los encuentros “casuales” se
hicieron costumbre. Al principio, me halagaban. Cuando el tono de sus galanteos
se transformó en manifestaciones inequívocas, comencé a inquietarme. Preferí
evadir los cosquilleos inoportunos. Sólo me aferraba a las constantes
negativas, de las cuales se mofaba. ¿Acaso intuía lo que sucedía en mi
interior? Decidida a terminar con su asedio, lo enfrenté:
—¡No me interesa tener nada
contigo!
Como en una película, tiró de
mí y me abrazó. Al sentir la fortaleza punzante, me provocó abrir el dique y
dejarle hacer. Mi fidelidad a mi novio, el matrimonio próximo y la moralidad
inyectada en mis venas, por los consejos maternos, enfrentaron, al instante, la
vorágine que me erizaba los instintos. Naím me miró a los ojos y sonrió, sin
dejar de ironizar:
—No importa cuánto te niegues.
Yo sé esperar.
Disgustada por su desparpajo,
me fui, esperando no verlo jamás.
Me casé y se casó. Cada quien
siguió su propio camino. A través de los amigos en común, me enteraba de cómo
le estaba yendo. Él no me perdía la pista, según supe luego. No era raro que,
una tarde, apareciera en mi oficina, con la excusa de contratar los servicios
de la empresa para un proyecto que tenía en mente. Me invitó a almorzar. En el
restaurante nos pusimos al día con los vaivenes de nuestras existencias.
Conversamos mucho tiempo, hasta que mencioné que me esperaban en casa. Antes de
irse, guiñó un ojo, con la picardía acostumbrada:
—El matrimonio te ha sentado
bien. ¡Ahora me gustas más!
Solté la carcajada.
Quise decirle que él estaba
más guapo. Era una imprudencia remover llamas no extintas. Con el
transcurrir del tiempo y “bajo el vulgar agobio de la rutina diaria, de las
desilusiones y los aburrimientos”, como en los versos de un poema de José Ángel
Buesa, no había lugar para pensar en él. El destino suele sorprendernos. El fallecimiento
de un amigo mutuo fue el motivo para el reencuentro. Esta vez, en una
funeraria, el lugar menos idílico del universo.
Lo saludé de lejos, con la
mano, tratando de ocultar mis redondeces detrás del féretro. ¡Como si no lo
conociera! Al finalizar el velatorio, fuimos a un Café. Frente a frente, sus
ojos no dejaban de mirarme, ni yo de contemplar las canas que comenzaban a
asomarse en sus sienes, y que le otorgaban cierta distinción. Con todo, el
rostro conservaba el aspecto juvenil y alegre. Él habló de sus hijos, yo de los
míos; ninguno, de los compañeros de vida. Supuse que, igual que a mí, las cosas
se tambaleaban en el hogar. Me tomó una mano:
—¿Te esperan en casa?
—preguntó.
—Aún es temprano.
Yo andaba con la guardia baja.
Mi matrimonio destrozado, los hijos estudiando en el extranjero y una soledad
infinita conjugaron para estar en la intimidad con él. Volví a la luz. Desde
entonces, a escondidas del mundo, descubrimos cómo ser felices, de maneras
insospechadas. Amor o lujuria, poco importaba. Éramos dos adultos, vueltos
adolescentes, que cruzaban una etapa compleja de sus vidas. Con la certeza de
que esta relación sería transitoria, cuando llegó el momento, conseguimos
decirnos adiós sin dramas, ni tristezas. No eran dignas de una pasión que
perduraría en mis memorias, como el más hermoso de los recuerdos clandestinos.
Volví a la computadora; la foto
permanecía ocupando la pantalla. ¿Se puede cambiar tanto en veinte años? ¿Te
consumió la enfermedad? ¿Qué pasó contigo, Naím? Me miré al espejo. Yo
tampoco era la misma. ¿Dónde estaban las personas que, una vez, fuimos? A
escondidas, jugando en los surcos profundos del ayer. No era para sentir pena
por nosotros. Al contrario, había tanto qué agradecer, comenzando por la
fortuna de los buenos tiempos compartidos.
Olga Cortez Barbera
Imagen Gratis Pixabay: Espejo Mujer Silueta