domingo, 11 de diciembre de 2022

Cartas

 




Giro la llave y la puerta se abre. El silencio y el polvo sobre las cosas me proporcionan un sentido de irrealidad. Es la primera vez que la sala me recibe sin la voz autoritaria, paradójicamente suave, de la amiga de mi madre. Me detiene, por un instante, el respeto; la casa es un templo que estoy a punto de profanar. Nunca antes me he enfrentado a esta situación y eso me genera una mezcla de tristeza e impotencia. Entiendo que hace ratos, familiares y amigos contemporáneos, incluida yo, también están a poca distancia de traspasar el umbral hacia lo inexorable. Sin embargo, el corazón me lleva a fantasear que aún falta para eso.

Tengo la misión de poner todo en orden. Sus hijos viven en el extranjero y no se sabe cuándo podrán venir. Debo poner manos a la obra... ¿Por dónde empezaré? ¿Por la cocina? ¿Las habitaciones? ¿La sala? Dónde sea, me llevará varios días. El reloj de pared se detuvo, como el ritmo de las habitaciones que parecen lamentar la ausencia de su dueña. Qué cantidad de adornos hay, cuántas cosas antiguas. ¡Por supuesto! Tenía tantos años viviendo sola... Tal vez, los estragos de la edad no le permitían salir de compra. O, quizás, había perdido el interés de andar renovando el mobiliario. Como quiera que sea, tendré que seleccionar lo que se puede vender, regalar o echar a la basura.

Paso a su habitación… Aún conserva su aroma. Acostumbraba estar “punta en blanco” y bien perfumada. Aunque nadie la visitara, salvo la enfermera y algún nieto que viniera a darle la vuelta. La amiga de mi madre rondaba los cien. No obstante, hacía gala de tan buena salud que se la pasaba visitando a sus hijos lejanos por temporadas. A su regreso, era frecuente oírle comentar:

—Allá lo tengo todo. Lo que me haga falta, no tengo más que pedirlo. Pero, ¡qué va, mijita! Yo prefiero vivir aquí porque no hay nada mejor que estar en mi propia casa.

La habitación es verla a ella. Todo en orden y conservado. Las sábanas están inmaculadas, como si el polvo hubiera decidido respetar ese santuario. Pareciera que la esperan para que, recostada sobre las almohadas, relea sus revistas de costura y repostería. Comienza la inspección. Cuánta ropa hay en el closet, cuántos perfumes… Y yo con la extraña sensación de que estoy violando su intimidad.

Por todas partes hay fotos: en las paredes, las mesitas y las gavetas. La vida familiar en blanco y negro o a color… Tropiezo con un grueso paquete, totalmente cosido. Mi obligación es abrirlo. Puede que sean documentos importantes. No, es un montón de cartas. Así serían de importantes para ella que quiso protegerlas de esa manera. Siento que no tengo derecho a leerlas, antes de consultarlo.

Me sugieren que las clasifique por remitente y las haga llegar a cada quien. Me pongo a la tarea y la curiosidad me vence. Mis ojos hacen el recorrido por unas líneas desbordadas de amor y de nostalgia. Los primeros tiempos de sus hijos en otras tierras no fueron fáciles. Supongo que tampoco para ella. Por fortuna, todo fue cambiando para bien.

La casa está limpia y ordenada. Tuve que botar tantas cosas, que no puedo deshacerme de un dejo de remordimiento. Porque lo que consideré que podía desecharse, formó parte de sus objetos preciados, elegidos con gusto y atesorados por afecto. Ahora, estas cartas…

“¿Qué vamos a hacer con ellas?” —me han dicho esta mañana—. “Rómpelas y bótalas”. Las tomo entre mis manos y las aprisiono contra el pecho, quizás, como hacía ella cuando terminaba de leerlas. No me corresponde destruirlas. Así que las dejaré en una gaveta para que sea otro quien se encargue de esa tarea.

Olga Cortez Barbera  

 

Imagen Pixabay: Descarga gratuita

 


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