martes, 3 de agosto de 2021

EL LAMENTO DE LAS FLAUTAS

 




Al sonido de la bocina, Estrella tomó la partitura y salió a la calle. Quería hablarle a Diego, amigo y compañero de clases, sobre el último hallazgo de sus impulsos rítmicos a altas horas nocturnas. Sin haber dormido, pero dichosa, llevaba consigo la sonata, a cuatro manos, con la que pretendía participar en el concurso que consagraba la originalidad musical. Era posible que Diego, con los argumentos propios del virtuoso del piano, le pusiera objeciones. A pesar de su juventud, era un maestro en la interpretación de los autores clásicos del viejo mundo. Las notas de La Polonesa, de Chopin, Claro de Luna, de Debussy, o el Opus Clavicembalisticum, de Sorabji, considerada una de las piezas musicales más difíciles de ejecutar, se deshacían gloriosamente entre el refinamiento de los dedos varoniles. Ese sentido de excelencia lo trasladaba, además, a las obras de su propia creación, influenciadas por los compositores de la actualidad. Su último trabajo era impecable, sin dudas. Propio para el concurso. No obstante, si ella conseguía que él interpretara su partitura, quizás, considerara esta opción.  

Los impulsos se habían hecho persistentes. Por las noches, notas inverosímiles y voces cadenciosas la despertaban y le hacían salir de la cama. En el piano, las teclas no se resistían a hilvanar las melodías creadas por la vena artística. En el conservatorio, los acordes de las flautas de sus sueños regresaban y le hacían caer en un déjà vu. Se preguntaba de qué época y en qué lugar los instrumentos de viento interpretaban esa melodía. Antes de hacerla suya, buscó información y revisó partituras, sin encontrar algo parecido. Terminó por aceptar que era fruto de su capacidad creadora. Quizás, en una vida anterior, en vez del piano, ella había aprendido a tocar la flauta.

Algo parecido sucedió con su amigo, el día que fueron presentados: “Mucho gusto, Diego Cortés Salmerón”. “¡Qué gracioso! Mi nombre es Estrella Cortés”. Más allá de la afinidad en los apellidos, ella experimentó un fuerte sentimiento en su interior, como si se conocieran de siempre. ¿Amor a primera vista? No, era otra cosa; un afecto que no podía desbaratarse en forma alguna. Con el paso del tiempo, y a pesar de las diferencias entre los dos, se acercaban cada vez más. Entre bromas, se definían: “Soy blanco peninsular, sifrino y capitalista”, haciendo, uno, alarde de su linaje europeo. “Y yo, india, proletaria y socialista”, mostrando, la otra, orgullo por sus raíces étnicas. Él, sin poder despojarse del racismo atávico, la contradecía: “¡Tú no eres india!” “¡Sí lo soy!” “¡Que no!” “¡Que sí! ¿Acaso no ves el color de mi piel?” Tontas discusiones que no eran obstáculos para continuar unidos por la sensibilidad de sus corazones.

Diego desplegó la partitura y lo percibió. Esas notas... ¿Dónde las había escuchado? ¿En un recital? ¿En Castilla, de donde eran sus progenitores? La duda le obligó a preguntar:

—¿Estás segura de que son tuyas?

—Creo que sí. He investigado y, hasta ahora, no he podido llegar a otra conclusión.

—¡Qué extraño! Me parecen familiares…

Sentados frente al piano, el dúo comenzó a interpretar el pentagrama. Entre bemoles y corcheas, la melodía viajó lejos, por sobre las cordilleras andinas, guardianes de la ciudad donde vivían, hasta los confines europeos. En la cima de las montañas españolas supo que debía regresar porque de allá no era. Colmada de congojas y nostalgias, ajena a la juventud de los intérpretes, la melodía hurgó sus almas, hasta casi hacerlos llorar. Porque era una cadencia sublime, arraigada a la memoria espiritual. Conmovido, Diego preguntó:

—¿Y qué nombre debe llevar?

Estrella recordó las voces nocturnas:

—¡Lo tengo! El lamento de las flautas.

Tres días antes del concierto, llegaron a Ciudad de Guatemala, sede del Concurso Internacional de Pianistas Nóveles. Los participantes, de todas partes del planeta, comentaban sobre sus destrezas y conocimientos. La competencia era exigente. En la oscuridad de la habitación, Estrella dominó su nerviosismo con un somnífero. En la suya, Diego practicaba, moviendo los dedos sobre teclas invisibles. Afuera, la fragancia de la lluvia; arriba, la luna escondida. Dormidos, Diego y Estrella, unidos por la fortuna, soñaron con lo mismo: Tikal, la ciudad de las voces, los predios de la cultura maya que, por razones desconocidas y con el mismo ímpetu, desearon conocer algún día.

En la mañana, no tuvieron que pensarlo mucho para comprender que los dos habían sido atrapados por un arrebato místico que los obligó a abandonar los ensayos de la obra. Se alejaron de la sede de los conciertos para cruzar, en autobús, el largo trayecto. En la selva, entre pirámides, ceibas y pavos reales, debían encontrar la claridad del misterio que los motivó a visitar ese lugar. Descansando en la plaza principal de Tikal, frente al Templo de las máscaras, cayeron en un estado de profunda abstracción, entre una mezcolanza de imágenes y resonancias. Todo iba adquiriendo sentido.

El rumor de los árboles fue vencido por los acordes de las flautas antiguas. A pesar de la belleza extraordinaria de la melodía, no dejaba de ser un lamento. Los jóvenes contemplaron una civilización signada por la desgracia: el ocaso de la cultura maya; el abandono de la ciudad a causa de la devastación y la sequía; el asentamiento en nuevas regiones y la nostalgia de los nativos por las épocas de esplendor; la fundación de nuevos pueblos; la pérdida de las cosechas y el hambre, bajo las miradas indolentes de Ahau Kim, Dios del Sol, e Ix Chel, la Diosa de la Luna; la llegada de los conquistadores y la penetración de costumbres, religiones y enfermedades extrañas; la fascinación por las mujeres del nuevo mundo... Violaciones y esclavitud; dominio y sumisión. Entre tantos descalabros, algo inconcebible para las élites que surgían: el amor entre el almirante Diego, pariente de Hernán Cortés, y Yatzil, Cosa amada, descendiente lejana de Yik´in Chan K´awiil, uno de los prestigiosos reyes de Tikal…

Aquel amor no tendría la fortaleza suficiente para superar la marejada de los prejuicios. Diego, bajo la amenaza de perder los privilegios del almirantazgo, doblegó las promesas a la indígena para contraer nupcias con la marquesa de Salmerón, bastión de la nueva aristocracia. El orgullo de la sangre maya logró que Yatzil lo dejara partir sin una queja, ni una lágrima. Pero, no pudo evitar que el alejamiento del ser amado la sumergiera en la soledad y la tristeza.

Como succionados por una suerte de implosión cósmica, los pianistas descendieron en esa época. Ya no eran ellos, sino los niños Itzae, Regalo de Dios, y Citlali, la dulce Estrella, los hijos naturales de Diego y Yatzil, que desmenuzaban su infancia tocando las ocarinas. ¿Había nacido, desde entonces, la vocación por la música? Las vicisitudes y la muerte de su madre, víctima de la peste, formaron un lazo indestructible de amor fraternal. Juntos podían enfrentarlo todo. Eran los tiempos antes de que fueran separados en contra de su voluntad. Citlali, al servicio de la marquesa; Itzae, como esclavo de un fundo inhóspito de Quauhtlemallan, el lugar de los muchos árboles.  Al despedirse, él le juró a su hermana que haría lo imposible para volver por ella.

Diego y Estrella llegaron justo a tiempo. Todo era animación en la sala de conciertos. El lamento de las flautas había adquirido otras dimensiones. Ellos estaban seguros de que la interpretación sería única, el manifiesto de una parte de la historia grabada en sus arpegios. Agradecidos de la oportunidad que les ofrecía el universo, se preguntaron: ¿Cuántas vueltas tuvo que dar la rueda de la vida? Las suficientes para volverse a encontrar. Escucharon sus nombres. Ambos estaban listos para concursar.

 

Olga Cortez Barbera

 


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