sábado, 17 de agosto de 2013

Veinte años no es nada, dice el tango. ¿Y más?... Tampoco



Y como entonces, nos pondríamos al tanto
 de las cosas que habíamos hecho,
 no el día anterior,
sino en el largo tramo de vida.


En mi graduación
—Quiero verte, amiga —dijo la voz, a través de la línea telefónica.
Fue como si el tiempo no hubiera transcurrido.
José, mi amigo por siempre, venía a Caracas. Un día nos despedimos prometiendo no perder el contacto, y ahora él cumplía esa promesa, a pesar de que hubieran pasado mucho más de veinte años. Carecía de importancia. El cariño, cuando germina y crece en el alma, desconoce de tiempos y alejamientos. Por eso, el encuentro, intuía yo, sería como regresar al punto de la época aquella, antes de que nos dejáramos de ver. Y como entonces, nos pondríamos al tanto de las cosas que habíamos hecho, no el día anterior, sino en el largo tramo de vida.
Entré a la Universidad Central de Venezuela algo tarde. Yo, convencida de que no podía continuar los estudios de Ingeniería en la universidad privada, que con tanto esfuerzo pagaba mi padre, decidí buscar empleo y, posteriormente, estudiar de noche. Por recomendaciones de un compañero de trabajo, elegí inscribirme en la Escuela de Ciencias Económicas y Sociales, en la especialidad de Economía. Si no gozaba de “una habitación propia”, y mucho menos de “recursos propios”, como lo dijo Virginia Woolf, en una conferencia a las alumnas de un colegio, en referencia a las necesidades de la mujer en el campo de la literatura, cualquier carrera que me ofreciera la oportunidad de subsistir, era buena. Economía no me defraudó. Aunque no ejercí, me ha servido de base en mis actividades profesionales.
Comencé las clases y pronto se hizo evidente la necesidad de formar un grupo de estudio. Así llegó José a mi rutina estudiantil, con el mismo propósito de todos: pasar las materias para graduarnos y enfrentar, con nuevos conocimientos, el mundo laboral. Aquel hombre joven, con las llanuras del Guárico a cuestas, en verbo y pecho, se ganó mi simpatía de inmediato. Nos hicimos inseparables, lo que me permitió observar, en poco tiempo que, así como poseía el don de granjearse amistades, también lo tenía para la conquista femenina. No era extraño que mis compañeras de clases se sintieran atraídas por él.


Toporito y José

En José, mi vida de conflictos juveniles, encontraba un trozo de paz. Entre bromas y risas, siempre estaba el espacio para las confidencias y una que otra lágrima. Yo también supe escuchar. Aunque era reservado, a veces, el peso de las responsabilidades le obligaba a hablar. Así supe de la preocupación por su familia, por las hijas pequeñas que lo esperaban cada quince días en Valle de La Pascua, a trescientos kilómetros de Caracas. Aliviado el espíritu, acudía al chiste y pronto nos burlábamos del mundo, de la vida o de nosotros mismos. Era tan comprensivo, que no recuerdo que alguna vez se haya enojado conmigo.


Don Quijote y Rocinante

Cuando lo llevé a casa, mi familia supo que adquiría un hijo y un hermano más. Mi mamá lo invitaba a comer. Se afanaba en hacerle sus características arepas rellenas, que tenían el diámetro del sartén donde las asaba.
—Doña Esther, esa arepa parece una rueda de camión —decía él, soltando la carcajada.
Un día, mamá quiso jugarle una broma. Cuando José se sentó a la mesa, encontró en el plato una arepa mínima, del tamaño de una moneda, y una taza grande con un poquitito de café con leche. Los ojos de mi buen amigo se abrieron, casi del tamaño de las arepas de las que tanto se reía.
Se ganó, sin dificultad, a mi padre, el adalid de los temperamentos bravíos, haciendo gala de una paciencia más amplia que la de Lot. Papá, autodidacta, con un conocimiento universal envidiable, no desaprovechaba el momento para flecharlo a preguntas:
—Vamos a ver si sabes la respuesta. ¿Cuál es la moneda de Birmania?
José se rascaba la cabeza y miraba el techo:
—Cónchale, Don Enoc, la verdad es que no me acuerdo.
—Entonces, ¿para qué vas a la universidad?
Frente a mi vergüenza, por tamaña impertinencia, José me tranquilizaba:
—No chica, tu papá lo que desea es que yo aprenda.
Pasó el tiempo y tuvimos un nuevo amigo, el que se convertiría en mi compañero sentimental. Me enamoré sin remedio. Allí, toda la experiencia amatoria de José se desbordó en consejos.
—Si quieres conservar a tu novio, debes hacer esto…
Yo, muy atenta, grababa en la mente cuanto disparate se le ocurría. Al tratar de aplicar sus atrevidas lecciones, en vez de encender la pasión, sólo despertaba en mi novio sonrisas y ternura: “¿Dónde aprendiste eso?”
Así se nos pasó el tiempo, entre nuestros trabajos de 8 a 5, la Escuela de Economía, la Biblioteca Central, los pasillos de Medicina y la Capilla Universitaria, los lugares preferidos para estudiar. Caminado hasta la casa, a numerosas cuadras de distancia, o por la Gran Avenida de Sabana Grande, en el Gran Café o en las cervecerías, donde las horas transcurrían entre críticas y opiniones, creyendo que podíamos cambiar el mundo e ilusionados con la posibilidad de un futuro mejor. 
Y nos graduamos. Y tuvo que partir. Al hogar, a la familia, a las hijas, a sus amadas tierras, de las que se alejó para perseguir un sueño. Y lo alcanzó.
Me mudé y se mudó. Así perdimos el rastro, hasta que Facebook (bendito Facebook), nos unió de nuevo.
—Quiero verte, amiga.
Mientras hablaba, recordé. Esos días de estudiantes y de una amistad sin condiciones ni prejuicios.     
Y nos encontramos ayer, como sí nada. Un abrazo fuerte, un cariño intacto. Siempre los mismos, aunque con huellas en la piel y en el alma. Las experiencias no pasan en vano. Sin embargo, él, con el mismo espíritu, alegre y juguetón. Yo, con el mismo libre pensamiento y sentido reflexivo. Nos pusimos al día. Él, la esposa, las hijas, la profesión, los viajes, los nuevos sueños. Yo, mi amor, los viajes, los escritos, mi libertad. Reímos, ¡cómo reímos!
—Nos veremos de nuevo —dijo, al despedirnos.
Que así sea. No creo que el destino nos depare otro algo más de un cuarto de siglo para volver a reírnos de la vida, del mundo, de nosotros mismos.  

José y Soraya, su amada esposa

Olga Cortez Barbera

2 comentarios:

  1. El árbol de la vida produjo y producirá la savia que alimentó y aliemtará por siempre, el cariño y el amor por el amigo. Aunque la ausencia parecía eterna, el momento siempre estaba a la espera y llegó. En ese momento se materializó definitivamente, todo aquello que parecía una intertidumbre.
    La certidumbre de volver a ver al amigo, pudo desencadenar la diversidad del pensamiento y de forma ecuánime poderlo plasmar en una hoja o en tu blogs.
    Me quedará volver a leer y regresar con los pensamientos hacia aquellos caminos convertidos en estimulantes, hermosas e inolvidables experiencias. Recuerdos que no desgastan el presente, aunque hayan pasado 25 años.
    Nada hará posible que el olvido solape las fuerzas del amor. Un amor que no se agota y que lucha y lucha para siempre y por siempre...

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  2. =") .. Sra Olga, como siempre...bellas palabras para expresarse! Me encanta sentirme conectada con sus escritos, el como relata sus paseos por la ciudad y esta amistad tan bonita que hoy pocos pueden deleitar =D! Un Abrazo!!

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