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Y allí estaba el mar. Aromático, inquieto y musical. Mi
hermana y yo con deseos de arrancarnos el sol de la piel, saltando entre las
olas.
-Enséñame a nadar-dijo ella,
despertando en mí el instinto de sirena.
Haciendo gala de una destreza que no
poseía, comencé a flotar como un pelícano panza arriba.
-Te estás alejando, hermanita.
No hice caso. La barahúnda de pitos
de los guardianes de la costa me hizo abrir los ojos. La playa no estaba cerca.
Me hundí. Controlando el susto cada vez que tocaba fondo, me impulsaba hasta sentir
el rostro fuera del agua. No pasó mucho tiempo, cuando el terror me hizo dar un
alarido e imaginar que llegaba el fin. No fue así. Por suerte, apareció un niño con un
salvavidas puesto:
-Espera, te ayudo.
Me llevó a la playa. La sirena que habitaba
en mí se perdía en las profundidades del mar.
Olga Cortez Barbera
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