domingo, 11 de agosto de 2013

El secretaire de tía Paula




Sobre una góndola zarca,
entre florecillas de Murano,
poemas perdidos
 y sueños inconclusos
surca el mediterráneo
hacia los mares perpetuos…

            Murió tía Paula y pareció que a nadie le importaba, salvo a mí. Quizás porque la ausencia la convertía en una anécdota, una ficción, un recuerdo marchito. Cada vez se hablaba menos de ella, pero si alguien lo hacía no preguntaba: “¿Qué será de Paula?”, sí no: “¿Seguirá viva la loca ésa?” Es que nunca encajó en el rompecabezas conservador de la familia, donde todo era un tabú o un misterio. En la maraña de prejuicios, se sentía apresada. Y ella necesitaba soltar a los aires los pensamientos sin fronteras para poder subsistir. En casa era un sacrilegio opinar diferente. Y ella, que lo era, supo siempre que debía escapar.
            Murió y la noticia fue una más en la rutina donde languidecían las señoritas longevas de sus hermanas, a quienes seguramente los años les daban una dimensión distinta a la mía sobre la muerte. A esas alturas, era ésta una etapa más de la vida que llegaba sin causar dramas. ¿O era que sus existencias insípidas veían en este paso la liberación que no tuvieron en la juventud? No lo sé. Sin embargo, no dejó de sorprenderme la tranquilidad con que me lo dijeron:
            -Así es. Y parece que te dejó su secretaire. A lo mejor, eres tan chiflada como ella y sales corriendo a buscarlo.
            El secretaire de tía Paula…, el hermoso mueble barroco que hacía estallar mi curiosidad e imaginación. Ella pasaba las horas sentada frente a él, escribiendo cartas y notas. Las mismas horas en que yo, observándola, sentía que era la madre que había perdido entre las garras de un parto adverso. Mi padre sucumbió a la soledad en que había quedado y también se fue. “Quiero que seas mi mamá”, le dije un día. Sólo sonrió. Con la sabiduría propia de mi corta edad, pude entender que mi tía era de una madera distinta, capaz de darme su amor especial, pero sin dejarse atar por el compromiso. No era extraño que se fuera para no regresar.   
            Antes de ese día, recorrió el mundo, hizo innumerables amistades y tuvo amores variopintos. Sin tener con quien compartir sus secretos en casa, decidió recurrir a mí, la entendiera o no. Resulté ser la mejor de las oyentes, fascinada por las historias fantásticas extendidas desde La Patagonia hasta  los umbrales congelados de Alaska, entre los mitos de las regiones nórdicas y los tesoros históricos de Europa, la cultura enigmática de Asia y el estallido montaraz  de las selvas africanas. En cada vuelta al hogar, se ganaba la reprimenda de mis abuelos, que partieron sin poder doblegar aquel espíritu bohemio y aventurero. Entre tanto, se acumulaban en las arcas del secretaire fotos, postales y pequeños souvenirs.
            -Toma la llave. Sólo tú puedes abrirlo. No le digas a nadie que la tienes.
            A la hora de la siesta o de las ocupaciones domésticas yo, en ausencia de tía Paula y libre de responsabilidades, corría a hurgar la fuente de los misterios. Así, pude verla parada en medio de un río bravo o en la cima de una pirámide, sobre el lomo de un dromedario o frente a un templo budista. Así, conocí los versos escritos por ella a los romances de otras tierras. Ella viajaba y yo crecía. 
            -¿Estás enamorada, tía?
         Respondía con carcajadas, hasta que dejó de ser la misma, después de que regresara de una isla caribeña. Andaba por la casa, lejana y pensativa.
           -Ahora sí que la compuse, sobrina. Me enamoré de un poeta cubano. Y yo no quiero quedarme allá, y él no muestra deseos de querer vivir conmigo.
            Ella hablaba del encanto de la isla, de sus aguas de fábulas y la calidez de sus habitantes, del día a día de una vida distinta y, sobre todo, de él. Nunca me dijo el nombre. Sus travesías mundanas se volcaron hacia un solo destino: un amor intermitente que saltaba de aquí a La Habana, y se arrastraba penosamente al regreso. Se hundía entre la felicidad de sentirse amada y la tristeza de la separación continua. Por eso, cuando ya no supimos más de ella, presumí que la habían domado el fuego de la pasión, la poesía y la cadencia del sonero. Yo, traspasada la adolescencia, romántica y soñadora, la creí presa de un sentimiento infalible.
            -¿Me dejó su secretaire?-pregunté-¿Debo a ir a Cuba?
            -Nada de eso. Se lo llevó a Venecia.
            “¡Venecia!”, exclamé para mí. ¿Por qué allá y no en Cuba? ¿Qué había sucedido? ¿Acaso fracasó aquel amor de novela? Una cosa era ir por el secretaire a la isla, relativamente cerca, y otra cruzar los mares, hacia el viejo continente, a tantas millas de distancia, ahora cuando la fortuna nos había jugado algunos reveses económicos. Estuve a punto de desistir, pero cuando recordé la magia del pasado resguardada en las gavetas y lo que podía descubrir, no dudé.
            Llegué a mediodía, a pleno sopor del verano. Recorrí callejuelas empedradas e innumerables puentes, fascinada por lo que veía. Toqué a la puerta de una casa de paredes cascadas. Me recibió una señora que hablaba el español con un marcado acento italiano.
-Tú debes ser la sobrina de Paula.
Me llevó a una habitación rodeada de muebles de estilo y papel rococó. La mujer salió y cerró la puerta. En una esquina, el secretaire, protegido de los rigores del tiempo, se mantenía casi igual. En ese momento, sentí cuánta falta me había hecho ella. Recordé las lágrimas y la decepción cuando me convencí de que ya no volvería y el mundo sombrío que me envolvió, hasta que salí de casa y formé mi propia familia.
Comencé a revisar. Cuántas fotos viejas, cuántas cartas devueltas, cuántos versos inconclusos, cuánta soledad plasmada en sus escritos. Entre tantas tristezas y nostalgias, un testimonio feliz: la foto, donde ella sonreía, al lado (lo intuí) del  cubano de sus sueños, en un malecón y con el mar de trasfondo. Luego tropecé con la crueldad del  mensaje enviado por sus hermanas: “…ya nuestros padres no están para que te alcahueteen. Somos unas mujeres decentes, por eso tienes prohibido traspasar las puertas de este hogar. Ve a ver qué haces”.
No podía quedarme mucho tiempo en aquella decadencia de ensueño. Así que lo aproveché organizando las cosas personales de tía Paula. Unas se irían conmigo, otras con quien las necesitara. Luego, escuché las confidencias de Fara, la persona que me había recibido, y a quien mi tía conoció en uno de sus viajes:
-Anota la dirección, Paula, me encantaría que fueras a visitarme.
Nunca imaginó Fara que la magia de Venecia hechizaría a aquella turista, convertida, después, en su buena amiga.
Regresé un atardecer. El sol extendía su túnica de tisú sobre aquel mar de aguas tranquilas. En el vaporetto, rumbo al aeródromo, el pensamiento se me desbordó de imágenes: tía Paula, en un último beso apasionado, despidiéndose de Cuba, para no acabar el amor a fuerza de hastíos y rutinas; contando las monedas para elegir la ruta de un nuevo destino; vendiendo piezas de Murano a los ríos de turistas; escribiendo versos en el Café Florián o sobre una góndola, entre el vaivén de los canales y las campanadas de San Marco; contemplando el horizonte hacia los orígenes a los que no pudo volver… Ya en las alturas, desde la ventanilla del avión, observé el jardín de cúpulas que se cubría con la oscuridad creciente. Sentí el mismo sortilegio que había atrapado a tía Paula. “Si pudiera”, pensé. Me esperaban en casa.   

Olga Cortez Barbera
Imagen: es.fotolia.com

1 comentario:

  1. Me he sorprendido mucho al leer su cuento. Esta cargado de muchas imágenes que lo meten a uno dentro, y lo convierten casi en un personaje más. Hermoso es lo que logra con el viaje a Venecia y su asociación con Cuba. Momentos culminantes sobre el contenido del secretaire de la tía Paula. Es una mezcla entre ansiedad y misterio que no llega a definirse. La felicito!!!

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