jueves, 2 de septiembre de 2021

Las Cartas de Tío Luis


 

Con tanto tiempo disponible durante el día, tomó el taxi hasta el Liberty State Park. En casa consideraban que ella era una mujer fuerte y lúcida, capaz de valerse por sí misma. La familia prefería verla distraerse que observarla, frente a la ventana y con la vista perdida, caminando paulatinamente hacia la senilidad. Bajó del taxi, en el lugar de siempre. A pasos lentos, caminó hacia un banco y se sentó. Una vez más, contempló el caudal del Río Hudson y, en la distancia, la Estatua de la Libertad. En el afán de recordar, sin interrupciones, buscaba aislarse en aquel sitio, a pesar de la muchedumbre que tomaba fotos o subía al ferry para ir a la Isla Ellis. Lo mismo hicieron ella y su esposo, en sus momentos de turismo, pero… ¡Qué distinto podían verse las mismas cosas en diferentes épocas!   

Años después de que ella comenzara a soñar con vivir en Norteamérica, llegó con su esposo, no a New York, si no a Washington DC, acompañados de las Visas de Estudiantes y un par de maletas abarrotadas de ilusiones y pocas pertenencias. El Tío Luis, desde el país de ensueño, no desistió, durante un tiempo, de enviar cartas y postales a familiares y amigos, despertando la imaginación de una adolescente que quería vivir, como él contaba en sus escritos. En las noches castas, como si tuviera bajo la almohada la lámpara de Aladino, ella pedía con frecuencia tres deseos: asistir a la Universidad, aprender a tocar piano y, sobre todo, vivir en las tierras del sueño americano.

El sortilegio de las cartas del Tío Luis la acompañaba a todas partes, aún después de que él dejara de enviarlas. En la soledad de la habitación de la residencia universitaria, sacudía el antiguo sueño de emigrar, mientras abría la libreta de ahorros que engordaba, de a poco, con el esfuerzo del trabajo en las horas libres. Para ella, este deseo se convirtió en uno con el ser. Afianzado en el alma, expelía un efluvio que se mezclaba con el magma de las cosas posibles. Se expandió por los campos energéticos del Cosmos, hasta que se fundió con las energías afines. No era extraño que el destino la llevara a enamorarse del compañero de clases que hacía planes para irse a estudiar al extranjero. Se casaron y unieron sus esfuerzos:

—¿Tienes listo los papeles, cariño?

—Desde hace mucho tiempo, amor.

Entre trámites y despedidas, no hubo espacio para la luna de miel. Por eso, antes de iniciar los estudios en Pensilvania, decidieron tomar dos días para visitar el Capitolio y el Monumento a Abraham Lincoln. Llegaron a Washington, sin sospechar que serían testigos de momentos que marcarían los peldaños de la historia. La gente recorría las calles, con pancartas y consignas. A ella, más que los motivos que llevaban a protestar contra la Guerra de Vietnam, la atraparon la multitud y la novedosa vestimenta de los hippies. La guerra, aunque lamentable, no dejaba de ser ajena. 

Con las nevadas de Pensilvania, una vez pasado el romanticismo por los parques cubiertos de nieve, llegó la nostalgia por sus seres queridos, ahora tan lejanos. Más que el clima, les entumecía comprobar cómo el dinero, que tanto les había costado ahorrar, al igual que la corriente de un río, desembocaba en el océano de los compromisos para sobrevivir. Un compañero de estudio los salvó de cruzar los umbrales hacia el hambre. Les ofreció un empleo en el negocio de su padre. Sin poderlo evitar, ambos debieron abandonar los estudios, con la utópica promesa de retomarlos, luego. Ella no olvidaba las cartas de Tío Luis y las infinitas oportunidades que ofrecía New York. Pronto, hacía nuevos planes.

—¡Allá vamos, Tío! —exclamó, mientras alzaba la mano para decir adiós.

En una habitación iniciaron la nueva etapa. La comunidad era cálida y cordial. El país atravesaba un momento crítico en la economía. Sin embargo, pudieron encontrar empleo. En el tiempo libre, salían a recorrer la exuberante ciudad. El asombro era compartido entre los rascacielos y las calaveras en los folletos que decían: Bienvenidos a la ciudad del miedo. 

Los propósitos de volver a la Universidad se sumergían en el olvido. El esposo trabajaba, cada vez más, para mantener a su mujer y a sus hijos. El cansancio engullía el romanticismo que los uniera. A ella, la crianza de los muchachos no era suficiente para evitarle sentirse sola. En ocasiones, la añoranza por lo que había dejado atrás, la llevaba a bracear en el desconsuelo. La estrechez del presupuesto acababa con ilusión de viajar a su país, de reencontrarse con los suyos. Como Tío Luis, dejó de enviar cartas para contar lo bien que les estaba yendo.

Muchos años habían transcurrido desde la mañana en que, jóvenes y soñadores, imaginaron que el futuro venía a la medida de sus esperanzas. En tanto ella y su esposo hacían el juramento para obtener la ciudadanía estadounidense, se preguntaba si esa era el mecanismo para continuar enhebrando la vida con cierto halo de pertenencia. Estaba cansada de sentirse como una extraterrestre, a pesar de los descendientes concebidos en esas tierras y el esfuerzo que ponían los amigos por integrarla a una comunidad que, a su sentir, no era de aquí ni de allá.

La Guerra del Golfo conmovió la rutina de las calles de Brooklyn. Los padres, llorosos y angustiados, no exentos de orgullo, despedían a los hijos, con sonrisas que intentaban ocultar sus miedos. No todos habían regresado sanos y salvos de otras guerras. Ella, imbuida en la crianza de los hijos, no había prestado mucha atención. Ahora, que ya no eran niños, perdía el sueño tan sólo con imaginar que el servicio militar tocara a la puerta. 

Sentada frente a la chimenea, trataba de sembrar, en sus hijos, las tradiciones de sus antepasados para que no fueran olvidadas; despertar cariño por los familiares que un día, tal vez, pudieran conocer. Esto no era posible. Fotos y recuerdos, poco o nada transmitían. Frente a los hijos fastidiados, terminaba la conversación. Con profunda tristeza, comprendía lo endeble que se tornaban sus raíces. Ellos respondían a la dinámica del mundo donde se habían criado.    

Las guerras no cesaban; los enemigos de América del Norte surgían por todas partes. El país, como un San Marcos de León, alistaba las tropas para amansar los dragones de otras tierras. No calculó el contra ataque. La inesperada tragedia, que hizo tambalear la inexpugnabilidad, le hizo comprender a ella que el núcleo de su pequeño universo podía cambiar en un instante. El ataque a las Torres Gemelas, invadió de horror todo hogar y cada rincón. Los dragones habían burlado las defensas aéreas.

Cubierta de escalofríos, escuchó la declaración de la guerra contra el terrorismo. Se preguntó si había llegado el momento que tanto temía. Así era. El hijo mayor tendría que pagar el precio por dos jóvenes inmigrantes que llegaron, una mañana, para alcanzar la confortable vida que ofrecía el famoso slogan del sueño americano. Las noches de desvelos se hicieron interminables, mucho más, sin la compañía del esposo caído tras una penosa enfermedad. Con el hijo ausente, la vida no tuvo otro sentido que esperar por su regreso.          

Para escapar de los barrotes de los presagios que la invadían, comenzó a salir de casa. Vagaba por la ciudad, hasta que pedía al taxista llevarla al Parque. Frente a la estatua, no lograba asimilar el costo por preservar la libertad. Intentando doblegar los demonios que le devoraban la calma, trataba de justificar el sacrificio como una retribución a lo que había recibido en tierra ajena. Aunque no fuera comparable a lo soñado, cuando su madre le contaba lo que decían las cartas del Tío.

Por fortuna, su hijo salió bien librado de los campos de batalla. ¿Cómo imaginar que quien iba a la guerra volvía con ella dentro? Las heridas en la psiquis lo sumergían en terribles pesadillas. Mientras trataba de tranquilizarlo, ella pensaba en las secuelas que pudieran destrozar el futuro de tantos jóvenes. Los que sobrevivían, ¿nunca rescataban la esencia de lo que fueron? Cuando el hijo se rindió a los efectos postraumáticos comprendió que haberlo tenido de vuelta no significó que hubiera regresado. 

Ahora, los enemigos amenazaban de nuevo y había que detenerlos, como ya era costumbre. Ella no deseaba pasar por lo mismo: las noches de insomnio y la angustiante espera. Las raíces, debilitadas con el tiempo, recobraron sus fuerzas para hacer desistir al nieto que se preparaba para llevar las bombas y los fusiles a las tierras de sus abuelos. Si la guerra era un contrasentido, lo era más derramar la sangre de sus hermanos, la descendencia de sus ancestros. Pero él, con las consignas patrias transitando por sus venas, contestó: 

—Abuela, mi deber es defender el país donde nací.

¿Podía recriminarle? Ella misma había jurado lealtad en aquella distante ceremonia. Sin embargo, la nacionalidad no era un traje que se quitaba para ponerse otro. Quizás, por eso había pasado la vida deseando regresar. Sintió, como nunca, el peso de las guerras. ¿Dónde estaban los verdaderos enemigos? La estatua que, tantas veces admiró, hoy se le antojaba descansando sobre un pedestal de barro. “Si Tío Luis no hubiera escrito esas cartas…” Se levantó. “¡Cómo quisiera volver a mi hogar!”

Los crepúsculos del tiempo le susurraron que era tarde.

 

Olga Cortez Barbera 

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