viernes, 10 de septiembre de 2021

Te voy a matar

 


Te lo dije y no me creíste. Claro, quien lo expresaba era yo, tu amigo de la infancia, el que nunca dudó en cubrir tus barrabasadas. Era mi costumbre usar ese cliché cada vez que me hacías partícipe de una de las tuyas. Por eso, pasaste por alto mis cambios de humor de los últimos tiempos. Preferiste atribuirlo a la edad: Te estás poniendo viejo. Entre la confianza y el abuso existe una línea tan delgada, que podemos atravesarla sin que nos demos cuenta.

La decisión de matarte no brotó así, de repente, como una explosión. ¡No! Lo que fue una frase coloquial, desde la niñez, fue tomando forma hasta adquirir rasgos de certeza. Mi amistad incondicional comenzó a resquebrajarse el día que frustraste lo que más me importaba, hasta entonces. Con argucias, te quedaste con el contrato.

Eso dio pie para recordar la época de nuestras experiencias juveniles. Mi timidez aceptó pagar el precio por contar con un amigo como tú. Celebraba tus cinismos y sufría, en secreto, las bromas pesadas que me hacías. Sin embargo, nunca dudé en ayudarte con los estudios. Optamos por la misma profesión. ¡Cómo agradecí que, al graduarnos, me llevaras a trabajar contigo! A pesar de mis esfuerzos, siempre te la ingeniabas para llevarme la delantera frente a los superiores.

El día de tu boda dijiste que eras el hombre más feliz del mundo. Por el contrario, yo era el más desdichado. Te casabas con el amor de mi vida. Suena cursi, pero era la verdad. Tenía un par de meses saliendo con ella cuando te la presenté:

—Oye, pana, ¡qué linda es tu chica! — comentaste.

—¡Ni la mires! —exclamé.

Comenzaron los cambios. Cuando le pregunté a ella qué pasaba, dijo que lo nuestro no funcionaría. Sin que lo expresara, supe que era por ti. Dolió. No obstante, acudí a la celebración y los felicité. Yo no podía obligarla a amarme; tú no eras responsable de que te eligiera. Una noche, a solas en el jardín de tu casa y bajo los efectos del alcohol, me arrojaste a la cara una verdad que no debiste dejar salir:

—Te robé la chica (hip) y ni rechistaste… 

Levanté el puño, pero sentí sus pasos.

Salí sin despedirme. Puse la carta de renuncia, lo que me dio la oportunidad de alcanzar el éxito profesional en otra empresa. Me casé y el pasado dejó de molestarme. Con el tiempo terminé por aceptar que no todo había sido tu culpa. En la amistad debe imperar el equilibrio, una circunstancia que ignoré. Cuando nos vimos de nuevo, ya no había rencor.

Me dio pena saber de tu divorcio y te invité a casa. Mi esposa reía con los cuentos sobre las ocurrencias de juventud, mientras yo pensaba que nuestra amistad merecía ser rescatada. Nos quedamos a solas y comenzaste a hablar de tu fracaso matrimonial.

—¿Dejaste de quererla? —pregunté

—No era la mujer que tú decías —respondiste.

No supiste valorarla —pensé.

Entre copa y copa, no pudiste evitar otra de las tuyas:

—Panita, ¡es muy bella tu esposa!

Enfurecí.

—¿No puedo jugarme contigo? —te burlaste.

Tus visitas comenzaron a molestarme. Mi esposa no paraba de comentar sobre lo agradable que eras y lo mucho que te apreciaban mis hijos.  Comencé a sentirme celoso de la forma como ella te veía. Me inquietaba la idea loca de que pudiera enamorarse de ti. El antiguo pensamiento, Cómo me gustaría matarlo, se transformó en una tenaza que no me dejaba respirar. Por eso, cuando comentaste:

—Si mi mujer hubiera sido como la tuya, te juro que no me hubiera divorciado.

Exclamé:

—¡Te voy a matar!

—¡Siempre tú con esa frasecita!

No tuve dudas, eras de nuevo el lobo tras la presa y, esta vez, no iba a permitir que cayera en tus fauces. Enloquecí. Tenía que deshacerme de ti. Por eso, acepté la invitación a tu casa de la playa, tan alejada de todo.

—Será como en los viejos tiempos—dijiste.

—Como una pijamada para hombres—comenté y solté la carcajada.

Ahora estás ahí, tirado sobre la arena. Blanco fácil. No me creíste, y yo con la necesidad firme de demostrar que no era el pusilánime a tu disposición. Despertaste el monstruo que habita en mí. No más afrentas, no más burlas. Y, lo mejor de todo, ¡ella nunca será tuya! Te observo y ni te das cuenta, a un segundo de sacar el puñal del bolsillo...

Olga Cortez Barbera


Imagen Gratis Pixabay

 


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