Más que las hermosas piernas y los botones en la blusa que,
a duras penas, contenían la turgidez del busto, fue la fuerza magnética de la
sonrisa lo que despertó mi deseo de conocerla. Pedí a Gustavo, un compañero de
trabajo, que me presentara a Mariana. Sin dejar de sonreír, ella extendió su
pequeña mano que se cruzó con la mía. En ese instante, tuve una revelación. Algo
místico (aunque no creyera en esas tonterías) brotaba de sus dedos para enlazarlos,
por siempre, a los míos. Desde entonces, aprovechaba cualquier momento para
estar a su lado. Cuando no, las sanguijuelas de su recuerdo ocupaban mis
pensamientos y extraían la capacidad para dormir. Sólo que no debía ser.
Del compañerismo pasamos a la amistad. Eso me permitió
hablarle sobre mi esposa y mis hijas. A la vez, Mariana me confiaba los lastres
de su vida pasada. Yo traté de contener todo lo que la virilidad pedía a
gritos, a través de mis poses de gran amigo, quizás, de un buen hermano. Entre
horas extras y una que otra cena en cualquier restaurant sin ostentaciones,
pasaba el tiempo, hasta que tuve que tomar las semanas de ley para llevar a mi
familia de vacaciones. Le di un abrazo de despedida que me hizo besarla con todas
mis ganas. Mariana me miró sorprendida y guardó silencio. Salió de la oficina,
sin más. Pude dejarlo así, pero, al otro día, a primera hora, la esperé a la
entrada de la empresa:
—Disculpa lo de anoche, no fue mi intención. Además, sabes
que soy un hombre casado; no puedo ofrecerte nada. Y tú mereces otro hombre que
pueda darte lo que yo no —dije, mirándola a los ojos.
—No te preocupes. Ustedes son así de impulsivos
—argumentó—. Cuando vuelvas, ni te acordarás.
—Entonces, de nada ha valido nuestra amistad para que,
aunque sea un poco, me conozcas. Si me dieras la oportunidad de tener algo
contigo, ten la seguridad de que, lo que siento por ti, sería para toda la
vida. Ese es mi gran temor.
Está de más hablar de la longitud creciente de los días y
mis deseos de regresar. Apenas desempacamos, di una excusa cualquiera para
correr hacia ella. Al verme sonrió y supe que Mariana me esperaba. Sin embargo,
tratamos de no atravesar las barreras que impedían amarnos con libertad. Ella
dejó de trabajar horas extras y, con eso, acabó con nuestras gratas cenas. En
vez de amansar el fuego, lo exacerbó. Sabiendo a lo que me exponía y que la
placidez de mi existencia dejaba de respirar, un domingo fui a buscarla a su
casa.
¿Cómo explicar lo que pasó? Sólo sé que me dejé ir por
regiones desconocidas. Yo me había casado enamorado y amaba profundamente a mis
hijas. No obstante, el mundo fuera de aquellas paredes dejó de existir. Me
centré en la apasionada mujer que me acariciaba y en nuestras emociones, hasta
que escuché su voz:
—Te estoy entregando mi alma.
Sentí que, sin ella,
mi vida ya no tendría sentido. Por eso, en contra de todos los planes que había
forjado con mi esposa, los deseos de ver crecer a mis hijas y disfrutar, en su
momento, de mis nietos y de una vejez tranquila con mi familia, me dejé
arrastrar por la vorágine de sentimientos que me inspiraba Mariana. El hecho de
que me divorciara para comenzar una nueva vida, no significaba que me
desentendería de mis responsabilidades de padre. A los pocos meses, me decidí.
—Mi amor —respondió ella—, ¿cómo crees que podemos ser
felices? Tus hijas son muy pequeñas. Además, no me gustaría cimentar una
felicidad sobre el sufrimiento ajeno.
A regañadientes, entendí que tenía razón. ¿Cuánto me
amaba Mariana, que era capaz de entregarme su vida, sin condiciones? Casi
Todopoderoso, por ser el dueño de su amor, le prometí que, algún día, cuando
las niñas crecieran, retomaríamos el tema. Sobre el carrusel de los años,
algunas cosas cambiaron, sin que yo me diera cuenta. La doble vida que seguía
haciéndome feliz, comenzó a asfixiar a Mariana. “Mi amor, vamos al cine, aunque
sea a uno fuera de la ciudad”. “Mejor quedémonos en casa. ¿No te parece?”. Con mis
hijas vueltas jóvenes, el temor me invadió y dejamos de salir a lugares
públicos, no fuera que tropezáramos con ellas. Encerrados todo el tiempo, no
era extraño que Mariana, en mi ausencia, buscara la manera de minimizar el
hastío, sin sospechar que ese hastío podía convertirse en mi enemigo.
Vino disfrazado de Internet, que le permitió integrarse a
grupos que compartían sus mismos intereses musicales. Empecé a sentir celos de
sus chats con ellos. Más cuando la escuchaba hablar con entusiasmo de los
buenos amigos que le parecían todos. Los odié porque disfrutaban del tiempo que
yo no podía darle. Me llené de inseguridades que nunca había experimentado.
Continuaba con los mismos sueños de hacer mi vida con ella… Todo era más
difícil ahora. Los fantasmas de la infidelidad comenzaron a perturbar mis madrugadas.
Frente a las dudas, ella me tranquilizaba diciendo que me seguía amando. ¿Hasta
cuándo? Hasta siempre porque yo estaba
seguro de que era su dueño.
—Amor —me comentó un día— ¿Sabes que Herminia, la directora del foro Musicales.com, me está invitando a ir a su país?
—Está loca. Ni siquiera la conoces personalmente para que
te lances a esa aventura.
—Bueno, yo lo he meditado bastante y voy a ir. Quiero que
me acompañes.
—Ahora la loca eres tú. ¿Qué excusas puedo dar en casa
para perderme por… ¿Cuántos días?
—Pensaba quedarme unas tres semanas. SI vas conmigo,
cuatro días.
—No puedo. Y si yo no voy, tú no vas.
—Lo siento. Compraré los boletos mañana.
La furia me encegueció:
—Seguramente, tienes un enamorado allá.
—No, pero, si encuentro alguno y me atrae, tú serás el
responsable.
No entendí el mensaje. Traté por todos los medios de
convencerla. Si me daba un tiempo, yo resolvería mi situación y podría
acompañarla, en el futuro y por siempre. Nada la hizo reconsiderarlo; la
decisión estaba tomada. Respiré profundo y dejé de preocuparme. Ella me amaba
tanto que sería incapaz de traicionarme. A su vuelta, todo volvería a la
normalidad.
Camino al aeropuerto, con un cielo que me llenaba de
desazón, tropezamos con un derrumbe que interfería en la circulación de
vehículos. La cola era tan larga que era imposible que llegáramos a tiempo. Así
que perdería el avión y yo me sentiría muy feliz. Fue una alegría inútil
porque, a los pocos minutos, despejaron la autopista. Antes de cruzar la puerta
a la zona de embarque, se devolvió para abrazarme de nuevo. Me vio a los ojos
con una luz nueva:
—Mi amor, lamento tanto que no vayas conmigo.
Se fue y con su pequeña mano dijo “Adiós”. Recordé sus
palabras, su incondicional entrega y su infinita comprensión. La necesidad de
salir del claustro; respirar otros aires. Sus negativas a vivir conmigo. En ese
momento tuve la más triste de las epifanías. Mariana nunca me perteneció y el
alma que me entregó, una noche de juveniles sueños y pasiones, se iba con ella.
Olga Cortez Barbera
Imagen Pixabay: Descarga gratuita
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