viernes, 15 de agosto de 2014

KUKENAM

MI VENEZUELA

Flor prehistórica,
venerada por los dioses de los vientos,
contemplando tus pétalos de roca,
mi espíritu, rendido,
se estremece.
¿Kukenan,
también te llamas destino?

Llegamos a la comunidad indígena de Paraitepuy, al atardecer, luego de recorrer mil cuatrocientos kilómetros en autobús, y unos pocos más en rústico. En carpas y debajo de una luna pletórica, pernoctamos en aquel lugar. Todos perseguíamos la misma meta: ascender a la cima del tepuy Roraima. Para ello debíamos recorrer a pie veintiséis kilómetros de sabana y subir dos mil ochocientos metros por unas pendientes boscosas y escarpadas, según las indicaciones del guía y del manual.   
En la mañana y con nuestros bultos a sus espaldas, los indios pemones iniciaron la ruta, hasta que no se les vio más. La rapidez era el resultado de los años de experiencia en esas tareas. Además, debían llegar antes que nosotros al campamento donde pasaríamos la noche. Tenían el compromiso de levantar las carpas y cocinar.
El tiempo, en contra de los pronósticos del guía, que daba por seguro que nos azotaría uno de los diluvios característicos de la región, nos acogió con un sol maravilloso. La belleza del paisaje obligaba a ignorar el apremio del calor. Entre cuentos y chistes, agua y barras energéticas, caminamos por lomas y terraplenes, atravesamos las corrientes ariscas de un río, donde los puri-puris, a pesar del repelente de insectos, se dieron un banquete. Llegamos al campamento, hambrientos y cansados. La espléndida luna sonreía.
Al amanecer, luego de bañarnos en las aguas heladas del río, continuamos el camino. A lo lejos, los macizos aplanados semejaban dinosaurios dormidos. A medida que nos acercábamos, se agigantaba el entusiasmo. Frente a la magnificencia de las montañas el cansancio desaparecía. En la base del Roraima nos encontramos, en vez de la torre, el campamento de Babel. Chinos, alemanes, brasileiros y de otras nacionalidades nos dieron la bienvenida. 
La noche era como nunca. El Roraima, “madre de todas las aguas”, y la nana de los vientos arrullaron mis fantasías de tyrannosaurus y pterodáctilos. Frente a las paredes verticales y la fronda del campamento, casi podía escuchar sus voces. Entre estos pensamientos algo locos, me sentía feliz.  Estaba por cumplir mi sueño, un sueño que surgió de las fotografías y las charlas de mis amigos sobre esas tierras benditas, y que creía que se alejaba con las limitaciones crecientes que van otorgando los años. Ahora, próxima a conquistar la cima del Roraima, los murmullos de la montaña hermana despertaban en mí una nueva ilusión: explorar la próxima vez los misterios del Matawi-Tepuy, el Kukenan, el de la trágica predicción: “si me subes te mueres”.  
Según mis compañeros, las expediciones a ese tepuy estaban temporalmente prohibidas. En la última se había perdido un joven entre los laberintos de farallones arcaicos. A diferencia de la meseta de extensiones planas del Roraima, éste estaba lleno de grietas de cientos de metros de profundidad. Sin olvidar que era  más difícil de escalar. En casos, había que pasar a gatas por salientes estrechas y resbalosas. Toda una aventura llena de peligros mayores. Cuando desperté, en la fría mañana, vi que la luna no se iba, quizás porque aún rendía honores a los tepuyes, contemplando sus visos de cuarzo rosa. 
Nos preparamos para el ascenso. El camino nos ofrecía un haz de emociones y vistas extraordinarias. ícaros de crespón blanco en el cielo limpio y sobre infinitas llanuras. En las pendientes espesas:

Hadas azules
en la selva esmeralda,
las mariposas.
  
Llegamos a la cima. La imaginación resultó escueta… Todo era distinto a lo que yo había pensado. ¿Cómo expresar lo que se siente frente a la magnanimidad de aquel mundo perdido? Rocas, neblina, frío, soledad… Un universo inhóspito, con una flora y fauna únicas, enmarcado en el misterio.  Las rocas tienen formas, te observan, mientras buscan  en el firmamento las llaves de los enigmas. En las noches, las estrellas parecen poder tocarse.  Una, romántica y soñadora, siente que se le enciende la flama del espíritu.  Entonces, decides seguir explorando con la curiosidad del niño.
Al borde de la meseta y viéndolo a la distancia, con esa misma curiosidad, pedí a una estrella fugaz poder ir al Kukenan.
-¿Por qué no?-respondió.
Había que regresar. Frente al fuego y rodeada por los dioses de la montaña, hice un recuento de las cosas vistas: los jacuzzis (pozos de agua a punto de congelación), la ranita diminuta, el ave correporsuelo y la vegetación exótica, la gruta donde pernoctamos y La Ventana del cielo, con sus brumas densas y los deseos de profunda meditación...
El vuelo del alma sobre los más nobles sentimientos. Por unos instantes, el alma quiso quedarse.
Llegó el momento. El descenso y el camino de vuelta a la rutina, al reloj y al celular. Luego de varias horas subimos a los rústicos. Pero antes, sobre una suave colina, sentí la brisa del atardecer. Melancolía y serenidad. Atrás, El Roraima y el Kukenan, empezando a cubrirse de neblina. Los bendije. El alma escapó con la vehemencia del ave migratoria que busca el sol para subsistir y volvió a la cima de ensueños. Detuvo sus ojos en el Kukenan: ¿Podré visitarte? 
Los dioses respondieron: ¿Qué piensas tú, ave peregrina?
¿Quién podía saberlo? ¿Acaso el destino? Entonces les pedí que, mientras llegara la respuesta, me permitieran permanecer soñando, aun estando despierta,  con la magia de ese mundo perdido.
 Olga Cortez Barbera
   



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