jueves, 26 de diciembre de 2013

LA LEALTAD DE LOS CELTAS




            A mi hermano le gustaban los papagayos, las perinolas, las golosinas y jugar conmigo. Éramos muy unidos. A pesar de las bromas que me hacía, no era tanto mi disgusto. Su manera de ser desbarataba las “insalvables diferencias” y pronto volvíamos a nuestros juegos. Era menor que yo. Sin embargo, su propósito fundamental era asumir el papel de hermano mayor. Me acompañaba a todas partes, y me protegía de todo aquello que le pareciera una amenaza. Más de una vez, cerró el puño amenazante cuando sintió que un compañero de clases me había visto con malos ojos, según su propio criterio.
            En casa, éramos presa de las dificultades económicas, situación agobiante para papá. Su negocio de aves de corral, a la que se dedicó sin tener profundos conocimientos, corría pendiente abajo. Las gallinas enfermaban y morían. Como eran tantas, aún podíamos abastecer la demanda de huevos de las bodegas de la zona. Sin embargo, la situación lo había obligado a tomar una decisión: despedir al ayudante repartidor. No le quedó más que contar con mi hermano y conmigo. Pronto nos encargamos de los despachos.
            Luego de la escuela y del almuerzo, con una cesta de huevos cada uno y acompañados por nuestros perros, salíamos muy juiciosos a cumplir con la encomienda. Pero apenas hacíamos la entrega, en vez de regresar a casa de inmediato, dejábamos la cesta a un lado para jugar entre los matorrales.  Nos seguían las mascotas, Coqui y Camelo, que cazaban lagartijas e insectos. Ellos eran inseparables. Comían, jugaban y dormían juntos. Eran un dúo de ladridos frente a la presencia de extraños. Pero, apenas les acariciaban la cabeza, mordían su furia, al ritmo de sus alegres colas. Se convirtieron, también, en las mascotas del vecindario. Era gracioso verlos correr detrás las bicicletas, con sus ladridos de locos inofensivos. Los ciclistas no se asustaban y reían. A veces se nos perdían, quién sabe por cuáles caminos  polvorientos. Papá nos aseguraba que ellos siempre volverían. Los perros eran agradecidos y leales, más aún si eran bien tratados. Por voluntad propia, nunca nos abandonaron.
            Llegaron las fiestas navideñas y, con ellas, más pedidos. Papá comentó que era necesario contratar a alguien que nos ayudara. Nosotros no aceptamos. Dudó un momento, pero prevaleció la realidad. A cambio, nos hizo una promesa: llevarnos a las patinatas como premio.  Las patinatas eran el evento particular de los diciembres. En vísperas de la navidad, después de la “misa de gallos”, la gente salía de la iglesia y se quedaba en las calles a compartir con familiares y amigos. Los niños y adultos podían, entonces, lucir y usar sus patines. El que no, se reunía con otros a comer pastelitos y a tomar café o chocolate caliente.
            La promesa entusiasmó a mi hermano. Dijo que me enseñaría a patinar, algo con lo que había soñado desde siempre, por mucho que mi abuela insistiera en que los patines habían sido inventados para el entretenimiento exclusivo de los varones: “Una niña decente no debe hacer esas cosas”. Yo estaba convencida de que mi abuela estaba pasada de moda. La ilusión nos preparó para realizar nuestro trabajo como nunca. En vez de una cesta, llevaríamos dos cada uno, aunque el peso nos convirtiera en tortugas repartidoras. Los buenos propósitos quedaron a medias. ¿Cómo no distraerse?
A través de las puertas y ventanas abiertas, los maravillosos pesebres, con sus montañas y valles de cartón coloreado, con sus pequeñas casas, animales y lagos de espejo, nos detenían a cada rato. Bajo la estrella de Belén escarchada, José, María y los Reyes Magos esperaban, en silencio, la llegada del Niño Jesús. Sumergidos en las mágicas escenas, se nos escurrían los minutos por las rendijas del tiempo, hasta que recordábamos nuestra tarea. De regreso nos esperaban otras cestas. Al final, sufrimos un accidente.
Era el último pedido por entregar. Entre la brisa fresca y los villancicos, nos sentamos en la acera para descansar. Comenzamos a hablar  sobre la precaria situación  en casa. Mi hermano dijo que no le importaba abandonar los estudios para seguir ayudando a papá. Pensé que él no tenía la edad suficiente para asumir esa responsabilidad. Además, estaba segura de que mis padres no lo aceptarían. No obstante, aquella muestra de buena voluntad, me hizo verlo menos niño. Nos levantamos. Ya cerca dela bodega pisé mal y caí. Fue un buen porrazo. Mi hermano reía a carcajadas. Me ayudó a pararme. Cuando se dio cuenta de mis lágrimas, dejó de reír y se puso a limpiar los raspones de mis rodillas.
-No llores más-dijo-. Mamá te pondrá algo en las heridas y te sentirás mejor.
Me le quedé mirando.
-¿Y si ahora no nos llevan a las patinetas?-dije.
-No importa, vamos el otro año.
Agregué que, más que el dolor del momento, temía a la rabieta de papá:
-¿Te imaginas cómo se pondrá? ¡Me va a castigar! 
Se quedó pensando unos segundos.
-Vamos a hacer algo-sugirió-, le diré que se me cayeron a mí.
-¿A ti?
-Sí, ¿acaso no ves que tu hermano es muy valiente?
Nos reímos.
No más lágrimas. Mi amor hacia él creció tanto, que parecía brotar por los poros de mis sentimientos. Supe que nunca podría quererlo más, y que se ganaba mi lealtad eterna. ¡Lealtad! Esa palabra me hizo recordar una de las historias de Ma´Celina, mi bisabuela de los cuentos, la del coco, la sayona, el silbón, los monstruos y los fantasmas. También la de las princesas y los finales felices. Sentí que estaba a mi lado y que podía escucharla hablar sobre el juramento de los celtas:
"Las tribus celtas habitaron Europa unos ochocientos años antes de la era cristiana. Estas tribus celebraron un tratado de paz con Alejandro Magno, un célebre macedonio que realizaba una campaña militar en la zona. Los celtas juraron que esa alianza duraría hasta que el cielo se desplomara. Mil años después, ellos usaron la misma fórmula para dar su palabra de honor: Nosotros guardaremos fidelidad a menos que el cielo se caiga y nos aplaste o que la tierra se abra y nos trague o que el mar se eleve y nos sumerja".   
En aquel momento sagrado sentí que eran las mismas palabras que mi corazón quería decir. Mi hermano, en definitiva, era un ser especial. Por eso, aquella tarde, juré en secreto que mi alianza con él quedaría estampada por mil sellos de sangre, y que duraría hasta que el cielo se desplomara. Mi agradecimiento era tal,  que agregué algo más: Mi fidelidad durará hasta que la muerte nos separe. No recordaba donde había escuchado esa expresión, pero me pareció perfecta, y que era lo menos que podía ofrecer a un hermano como él. Caminamos en silencio. Tal vez, él pensaba en el castigo que recibiría. Yo, en lo que acababa de pasar. Ese suceso significó más de lo que pude suponer entonces: entre villancicos y huevos rotos, dejamos de ser niños.



 Olga Cortez Barbera

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