A mi hermano le gustaban los
papagayos, las perinolas, las golosinas y jugar conmigo. Éramos muy unidos. A
pesar de las bromas que me hacía, no era tanto mi disgusto. Su manera de ser
desbarataba las “insalvables diferencias” y pronto volvíamos a nuestros juegos.
Era menor que yo. Sin embargo, su propósito fundamental era asumir el papel de
hermano mayor. Me acompañaba a todas partes, y me protegía de todo aquello
que le pareciera una amenaza. Más de una vez, cerró el puño amenazante
cuando sintió que un compañero de clases me había visto con malos ojos, según su
propio criterio.
En casa, éramos presa de las dificultades económicas, situación agobiante para
papá. Su negocio de aves de corral, a la que se dedicó sin tener profundos
conocimientos, corría pendiente abajo. Las gallinas enfermaban y morían. Como eran
tantas, aún podíamos abastecer la demanda de huevos de las bodegas de la zona. Sin
embargo, la situación lo había obligado a tomar una decisión: despedir al
ayudante repartidor. No le quedó más que contar con mi hermano y conmigo.
Pronto nos encargamos de los despachos.
Luego de la escuela y del almuerzo, con una cesta de huevos cada uno y
acompañados por nuestros perros, salíamos muy juiciosos a cumplir con la
encomienda. Pero apenas hacíamos la entrega, en vez de regresar a casa de
inmediato, dejábamos la cesta a un lado para jugar entre los matorrales. Nos seguían las mascotas, Coqui y Camelo, que
cazaban lagartijas e insectos. Ellos eran inseparables. Comían, jugaban y
dormían juntos. Eran un dúo de ladridos frente a la presencia de extraños. Pero,
apenas les acariciaban la cabeza, mordían su furia, al ritmo de sus alegres
colas. Se convirtieron, también, en las mascotas del vecindario. Era gracioso
verlos correr detrás las bicicletas, con sus ladridos de locos inofensivos. Los
ciclistas no se asustaban y reían. A veces se nos perdían, quién sabe por
cuáles caminos polvorientos. Papá nos
aseguraba que ellos siempre volverían. Los perros eran agradecidos y leales, más
aún si eran bien tratados. Por voluntad propia, nunca nos abandonaron.
Llegaron las fiestas navideñas y, con ellas, más pedidos. Papá comentó que era
necesario contratar a alguien que nos ayudara. Nosotros no aceptamos. Dudó un
momento, pero prevaleció la realidad. A cambio, nos hizo una promesa: llevarnos
a las patinatas como premio. Las patinatas
eran el evento particular de los diciembres. En vísperas de la navidad, después
de la “misa de gallos”, la gente salía de la iglesia y se quedaba en las calles
a compartir con familiares y amigos. Los niños y adultos podían, entonces,
lucir y usar sus patines. El que no, se reunía con otros a comer pastelitos y a
tomar café o chocolate caliente.
La promesa entusiasmó a mi hermano. Dijo que me enseñaría a patinar, algo con
lo que había soñado desde siempre, por mucho que mi abuela insistiera en que
los patines habían sido inventados para el entretenimiento exclusivo de los
varones: “Una niña decente no debe hacer esas cosas”. Yo estaba convencida de
que mi abuela estaba pasada de moda. La ilusión nos preparó para realizar nuestro
trabajo como nunca. En vez de una cesta, llevaríamos dos cada uno, aunque el
peso nos convirtiera en tortugas repartidoras. Los buenos propósitos quedaron a
medias. ¿Cómo no distraerse?
A través de las puertas y ventanas abiertas, los maravillosos pesebres,
con sus montañas y valles de cartón coloreado, con sus pequeñas casas,
animales y lagos de espejo, nos detenían a cada rato. Bajo la estrella de Belén
escarchada, José, María y los Reyes Magos esperaban, en silencio, la llegada
del Niño Jesús. Sumergidos en las mágicas escenas, se nos escurrían los
minutos por las rendijas del tiempo, hasta que recordábamos nuestra tarea. De
regreso nos esperaban otras cestas. Al final, sufrimos un accidente.
Era el último pedido por entregar. Entre la brisa fresca y los
villancicos, nos sentamos en la acera para descansar. Comenzamos a hablar sobre la precaria situación en casa. Mi hermano dijo que no le importaba abandonar
los estudios para seguir ayudando a papá. Pensé que él no tenía la edad suficiente
para asumir esa responsabilidad. Además, estaba segura de que mis padres no lo
aceptarían. No obstante, aquella muestra de buena voluntad, me hizo verlo menos
niño. Nos levantamos. Ya cerca dela bodega pisé mal y caí. Fue un buen porrazo.
Mi hermano reía a carcajadas. Me ayudó a pararme. Cuando se dio cuenta de mis
lágrimas, dejó de reír y se puso a limpiar los raspones de mis rodillas.
-No llores más-dijo-. Mamá te pondrá algo en las heridas y te sentirás
mejor.
Me le quedé mirando.
-¿Y si ahora no nos llevan a las patinetas?-dije.
-No importa, vamos el otro año.
Agregué que, más que el dolor del momento, temía a la rabieta de papá:
-¿Te imaginas cómo se pondrá? ¡Me va a castigar!
Se quedó pensando unos segundos.
-Vamos a hacer algo-sugirió-, le diré que se me cayeron a mí.
-¿A ti?
-Sí, ¿acaso no ves que tu hermano es muy valiente?
Nos reímos.
No más lágrimas. Mi amor hacia él creció tanto, que parecía brotar por
los poros de mis sentimientos. Supe que nunca podría quererlo más, y que se
ganaba mi lealtad eterna. ¡Lealtad! Esa palabra me hizo recordar una de las
historias de Ma´Celina, mi bisabuela de los cuentos, la del coco, la sayona, el
silbón, los monstruos y los fantasmas. También la de las princesas y los finales felices. Sentí que estaba a mi lado y que podía
escucharla hablar sobre el juramento de los celtas:
"Las tribus celtas habitaron Europa unos ochocientos años antes de
la era cristiana. Estas tribus celebraron un tratado de paz con Alejandro
Magno, un célebre macedonio que realizaba una campaña militar en la zona. Los
celtas juraron que esa alianza duraría hasta que el cielo se desplomara.
Mil años después, ellos usaron la misma fórmula para dar su palabra de
honor: Nosotros guardaremos fidelidad a menos que el cielo se caiga y
nos aplaste o que la tierra se abra y nos trague o que el mar se eleve y nos
sumerja".
En aquel momento sagrado sentí que eran las mismas palabras que mi
corazón quería decir. Mi hermano, en definitiva, era un ser especial. Por eso,
aquella tarde, juré en secreto que mi alianza con él quedaría estampada por mil
sellos de sangre, y que duraría hasta que el cielo se desplomara. Mi
agradecimiento era tal, que agregué algo más: Mi fidelidad durará
hasta que la muerte nos separe. No recordaba donde había escuchado esa
expresión, pero me pareció perfecta, y que era lo menos que podía ofrecer a un
hermano como él. Caminamos en silencio. Tal vez, él pensaba en el castigo que
recibiría. Yo, en lo que acababa de pasar. Ese suceso significó más de lo que
pude suponer entonces: entre villancicos y huevos rotos, dejamos de ser niños.
Olga Cortez Barbera
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