miércoles, 22 de abril de 2015

A Bella, mi bella...


En pocas horas serán cuatro años de tu viaje al arco Arcoíris, mi Bella, Bellita bella...
Mi amiga vino de una estrella;
era noble, especial,
como los buenos amigos
suelen ser.
Con ella todo era luz,
alegría,
a pesar de sus travesuras
y de su testarudez.
Crecimos juntas…
Mientras ella me hacía
una persona mejor,
conservaba
un alma de cachorro
que el tiempo no pudo vencer.
Nunca importaron
las almohadas rotas,
las sillas mordidas,
o los zapatos destrozados.
¿Quién podía disgustarse
con sus ojos de miel oscura
y su mirada de “yo no fui”?
Los años la lastimaron
y tuvo que abandonarme.
Regresó a su estrella…
Se llevó la luz del sol.
Sin embargo, no se ha ido.
Está en los días claros y de lluvia,
en la luna y en los luceros,
en el diario que hicimos juntas
aquí, en el corazón.
Hoy recuerdo a Bella.

martes, 14 de abril de 2015

SUS MANOS



Llegó una mañana cualquiera. Otro empleado en el consorcio. Un “Bienvenido” de mi parte era suficiente. Que se encargara él de lo suyo, que yo tenía con lo mío. En el desbarajuste de lo que era mi vida desde que me casé y tuve hijos, no había espacio para entrar en detalles sobre el personal que entraba y salía de la empresa. Con pocas horas de sueño, llegaba agotada a la oficina y volvía a casa, poco más o menos a rastras, luego de batallar por un puesto en el autobús. Después, el tiempo se achicaba entre la cocina, el lavaplatos, la lavadora y acostar a los niños. Al final, con el deseo de caer en la cama y no abrir los ojos hasta el otro día, sucumbir a las exigencias maritales, cuando el dolor de cabeza ya no funcionaba. ¿Falta de amor o exceso de cansancio? Frente a mis respuestas fingidas, el romanticismo que una vez nos uniera, a mi esposo y a mí, comenzó a alejarse.
Así las cosas, Alejandro Santiago, el recién llegado, bien podía caer preso de convulsiones a mis pies que, posiblemente, ni me enteraba. No obstante, poco a poco, fue entrando a mis pensamientos, cuando percibí que me veía de continuo. Al principio,  disimuladamente; más tarde,  sin reservas, desde su escritorio, en el comedor, a la salida. Eso comenzó a incomodarme. Supuse que se había dado cuenta de mis fachas: vestuario fuera de moda, cabellos sin estilo, cero maquillajes. Aunque en mi agenda yo no tenía la más mínima intención de resultar atractiva, la vanidad no se hizo esperar.  Me propuse mejorar el aspecto. Incluí algunas cosas nuevas en el ropero y usé los labiales que estaban abandonados. Frente al espejo, se elevó mi autoestima. Un día, cuando llegué a la oficina y sonrió, me sentí halagada. Sin embargo, mantuve la actitud distante. Imaginé que, con ello, acababa la historia.
No. Paulatinamente, se fue acercando, con pequeños comentarios y algunas golosinas. Desde mi perspectiva, pensé que eso no era correcto y se lo hice saber:
-Señor Alejandro, usted no tiene por qué andar dándome cosas.
-Señora Palacios, su comentario me avergüenza. No intento ofenderla. Es la atención de un compañero de trabajo. Pero si le molesta, no lo hago más.
-Le estaré agradecida.
Se limitó al saludo. Entonces, lamenté su alejamiento, pero como era una mujer casada, no hice nada por cambiar las cosas. No obstante, algo comenzó a lamer las paredes de mi estómago, cada vez que lo recordaba, fuera de la oficina, o me tropezaba con él. “¿Acaso me estoy volviendo loca?” Con la voluntad de los prejuicios, me enfrasqué en el trabajo y en las labores del hogar, tratando de apartar los pensamientos inquietantes. Quise tomar mis compromisos de esposa con la furia de las tormentas, sólo para doblegar la marea de los remordimientos. Intentos vanos: “Querida, ahora no”. El amor se nos había ido lejos. A pesar de todo, como a una casta doncella, le puse un cinturón de castidad a la pasión sin remedio, aunque por las noches diera vueltas en la cama y durmiera cada vez menos.  
Pero, a la pasión no la detienen ni diques, ni murallas, ni fidelidades. Basta una brizna para atizar el fuego más intenso.  La brizna vino con mi cumpleaños y un ramillete de flores:
-Señora Palacios, tenga usted un lindo día y reciba, por favor, este insignificante presente.
-Muy amable de su parte.
Se acercó un poco más. Su aliento era cálido y la mirada, incitante. Tomé el ramo. Nuestros dedos tropezaron. Bajé los ojos y me fijé en sus manos. Varoniles, cuidadas y fuertes. Se me antojaron sensuales, únicas, pecadoras. Capaces de encender llamas latentes, casi extinguidas. De explorar nuevas rutas corporales y emociones secretas. De llevar a abismos insondables, sin posibilidades de regreso.  El ramillete hervía en mis manos congeladas. Flores exóticas, como el amor en los sueños inconfesables. Quise ser como ellas y, sin reservas ni prejuicios, abrir mis pétalos a la urgencia tácita, sin importar las consecuencias. Deseé, con el furor de la mujer incontenible, volverme lava entre sus manos.

Olga Cortez Barbera

Imagen: es.123rf

POBREZAS - Eduardo Galeano

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Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que no tienen tiempo para perder el tiempo.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que no tienen silencio ni pueden comprarlo.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que tienen piernas que se han olvidado de caminar,
como las alas de las gallinas se han olvidado de volar.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que comen basura y pagan por ella como si fuese comida.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que tienen el derecho de respirar mierda,
como si fuera aire, sin pagar nada por ella.
Pobres,
lo que se dice pobres
son los que no tienen más libertad de elegir entre uno y otro canal de televisión.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que viven dramas pasionales con las máquinas.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que son siempre muchos y están siempre solos.
Pobres,
lo que se dice pobres,
son los que no saben que son pobres.

Eduardo Galeano
Imagen: es.123rf

miércoles, 25 de marzo de 2015

MADRE


Madre, tú que, como la luna, sabes de mis secretos, deseos y utopías, que sacrificas tus descansos para ofrendarnos tu amor y cuidados cada día, quiero dar gracias a la vida por poseer un trozo de ese corazón que sólo sabe de bondad, abnegación y ternura. Eres tan especial… No lo digo yo, ni tu familia, lo dice toda persona que se ha acercado a ti, para quien siempre tienes la palabra amable, el oído atento o el consejo sabio. Tú, la de la sonrisa eterna, a pesar de las adversidades que no pudieron mancillar tu alma, siempre estás. A cambio, sabes que posees lo más noble de los sentimientos de tus hijos, aunque a veces no encontremos como demostrártelo.
Contigo he aprendido que las hadas no sólo existen en los cuentos. En las noches sombrías de los miedos infantiles, en las penas amorosas o en los descalabros existenciales, siempre conté con la magia de tus caricias y el hechizo de tu voz. Ahora que el tiempo se desmenuza, se nos hace chiquito, no existen varitas más prodigiosas que tu dulce compañía y tu santa bendición. Las noches son soleadas, y no hay monstruos ni pesadillas, y yo puedo soñar que un unicornio nos espera para llevarnos a otro mundo. Porque deseo que en ese otro mundo inevitable, cercano o no, podamos estar juntas las dos.
Aprendí que, además de príncipes valientes, también existen princesas valientes. Con el escudo y la espada del coraje, atravesando bosques impenetrables, doblegando dolores y llantos, pudiste rescatarnos de los dragones que amenazaron la sobrevivencia de tu feudo. Hoy, a un largo trecho, aquellos eventos los convertimos en anécdotas y sonreímos. Ese pasado me hace concluir que, sin ti, no hubiéramos sido, ni somos, ni seremos. Por eso, todos, así grandes y canosos, no dejamos de buscar la suave fortaleza  que se esconde en tus brazos.  
De ti aprendimos las mejores lecciones: compromiso, solidaridad y compasión. Lo que poseamos de virtuosos te lo debemos a ti. ¿Cómo recompensar tu entrega e infinito amor? ¿Existirá en este planeta con qué? Mientras lo encuentro, madre, hada, princesa, amiga, confidente, ave, flor y luz, recibe mi corazón.   

Olga Cortez Barbera

martes, 24 de febrero de 2015

A LA HORA DEL TÉ

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            Esta tarde lo veré. Estoy emocionada y un poco nerviosa. Debo buscar lo más bonito que haya en el closet, aunque la verdad es que ha pasado tanto tiempo desde mi última compra que, de seguro, mis trajes ya no estarán a la moda. Cómo se va alejando una de esas cosas. Recuerdo cuando iba de tiendas y me traía media docena de vestidos, con sus juegos de zapatos y cartera. Eso fue antes de casarme, cuando el sueldo era todo para mí. Mamá comentaba que ya era hora de que yo contribuyera con los gastos de la casa, por eso de sembrar en mí “el sentido de la responsabilidad y el buen juicio”. Papá la contradecía: Déjale quieto sus reales. Mira que la juventud es una sola.  Privilegios de hija única.
Vamos a ver… ¡Ajá! Aquí está el vestido que usé en el matrimonio civil de mi hija Gabriela. Ella dijo aquel día: Qué bella estás, mami, pareces una diva. Pasado lejano. Caramba, me queda algo estrecho… Pero si me pongo esta pashmina, lo disimulo. Pues sí, me veo bien. Y aquí están unas zapatillas en buen estado. ¡Listo! A pesar de las canas, el espejo refleja una señora aún elegante. Creo que iré al salón de belleza para que me hagan un buen corte de cabellos. No puedo permitir que él me vea sumida en la dejadez. Bendita coquetería que no sucumbe a las patas de gallo. A lo largo de mi existencia, cuántas veces soñé con este encuentro, hasta que al fin lo sofoqué entre la rutina y el olvido. Y fíjate que se da como nunca lo hubiera imaginado, viendo las fotos de los viajes y progresos de mis nietos por Facebook. Un mensaje: Anwar Jamed desea ser tu amigo. ¿Anwar? ¿Era él? Acepté. A la semana, acordamos salir: “¿A qué horas vienes por mí?” “¿No adivinas?, a la hora del té”.        
                                                     …….

Todo parece en orden bajo la luz vespertina que envuelve la sala. Los adornos, impecables. Los cojines en su justo lugar. Las fotografías… Una vida enmarcada en los retratos familiares. Él debe estar por llegar. Lo haré pasar un momento, como corresponde. Luego, iremos a cenar. Si no me equivoco, percibí, a través de la línea telefónica, algo de nuestra antigua complicidad. Maravilloso; reduce la ansiedad. No es fácil para mí verlo después de cuatro décadas. A la hora del té… Cuánta  efervescencia en esa frase común. Lo sublime y lo clandestino. La proclama de lo inevitable. Palabras con las que él pretendía ironizar las reuniones de su madre con las amigas. Mientras ellas parloteaban entre galletas, dátiles e infusiones, a Anwar y a mí, rodeados por libros y cuadernos, se nos alborotaba el amor. ¿Cómo olvidar las veces cuando, en el salón de clases, sentado a mi lado, me guiñaba el ojo y decía, en voz baja, la sugerente frase?
A su papá, cuando lo sospechó, no le causó gracia. Me miraba con unos ojos de religioso censor. “No hagas caso-decía Anwar-,  no voy a permitir que él se meta en nuestra relación, como lo hizo con mi hermana” Yo, rebelde y emancipada, creí que un amor avasallante, como el nuestro, era suficiente para derribar las murallas de la devoción. Su Dios y el mío no podían estar en contra de la felicidad de los mortales. Vaya que lo creí. Pero cuando comentó: Voy con mis padres un par de meses al Medio Oriente, pero no aceptaré otra novia para mí, intuí que lo nuestro perdería el rumbo.
Dolió, como estilete en las entrañas. Mi gran amor, roto. La emancipación no te hace inmune a las estocadas sentimentales. ¿Qué pasó con lo que nos prometimos?,  pregunté muchas veces al techo en aquellas noches perpetuas, como si en ese cielo tosco pudiera encontrar el consuelo. ¿Me acompañaría la insoportable herida hasta el fin de la existencia? No. Encontré el sosiego en otros besos. Y me casé. El nuevo amor no era igual, menor o mayor. Era diferente. Maduro y sereno. Sin embargo, no podía olvidar, ni dejar de soñar en que alguna vez volviera a encontrarle, vuelto presa del arrepentimiento. Yo, próspera y feliz…

……..

            Ha sido un encuentro emotivo, en el que nos hundimos en la alegría y en la nostalgia. No hubo espacio para recriminaciones o lamentos. Había tantas cosas que contarnos: el matrimonio, los hijos, la vida. En tanto hablábamos, yo me preguntaba dónde andaba su cabellera frondosa. Por los mismos sitios que la esbeltez de mis pechos. ¿Importaba? Lo que fuimos cuando estudiantes, ahora se convertía en una dulce anécdota. Recordamos episodios remotos, paradójicamente cercanos. Quizás un pequeño rescoldo del ayer, acaso el vino, me hizo desear  el don de alargar la mágica realidad de esas pocas horas. Al final, nos invadió la timidez. Así que los ojos expresaron lo que los labios retenían. No el amor de antaño, no la pasión sin mesura, sino la necesidad de llenar los vacíos dejados por la viudez. Salimos a la luna llena, a la quietud de las calles solitarias. Antes de llegar a casa, le escuché preguntar: ¿Nos veremos de nuevo? Sonreímos. No hacía falta responder: A la hora del té.

Olga Cortez Barbera