miércoles, 20 de marzo de 2019

PERO...




Duden de todo. Encuentren su propia luz.
Siddhartha Gautama Buda

Y como si fuera poco, el mal tiempo. Una lluvia que le empapaba el desánimo, más que la vestimenta. El hombre caminaba ajeno al tráfico, a las bocinas, al desespero de la gente por subir a los autobuses. Quería sofocar el iceberg que le quemaba las entrañas, bebiendo, como ya era costumbre, en un bar. Palpó los bolsillos… ¡Nada! Las últimas monedas se las había dado, unos minutos antes, a una niña que gritaba, en silencio, su miseria. Se preguntó si no era mayor la suya. Además de la tragedia sufrida, lo habían despedido del trabajo, sin el menor rasgo de piedad. Los amigos de siempre, cansados de ver su abatimiento y sin saber que más decirle, terminaron por darle espacio para el duelo. Víctima de la incomprensión, el hombre sentía que el mundo no era más que un globo lleno de injusticias. Continuó caminando sin brújula, esquivando las veredas que lo llevaban a su casa, al antro de la soledad.
En un alero, decidió refugiarse. Lamentó el exilio de la rutina diaria, de aquel caos citadino que cruzó tantas tardes para llegar al hogar donde no siempre imperaba el sosiego. ¡Qué baladíes le parecían ahora las riñas domésticas y los escandalosos juegos de los hijos que no le permitían deshacerse del cansancio laboral! Sin embargo, era feliz. ¿Acaso no merecía serlo? La vida no era un malvavisco. Lo aprendió en la niñez, entre las rudezas del orfanato, donde tuvo que sobrevivir a los desafueros del más fuerte. Aferrado al lugar común, Si la vida te da limones haz limonada, una vez lejos de aquel sitio, logró integrarse a la sociedad, convertido en un individuo de bien.
Un señor, maletín en mano, se detuvo a su lado:
—Casi no llueve—comentó.
El hombre lo ignoró, fastidiado por la interrupción del curso de sus pensamientos. Observó que era un predicador;  lo menos que deseaba era una perorata sobre la palabra santa.
—¡Qué bueno, en poco, deja de llover!—insistió.
Algo había que reconocerle a los predicadores, la obstinación frente a la poca receptividad de los transeúntes.  
—¿Le importaría dedicarme unos minutos?
No se molestó en contestar. Con desdén patricio, tomó el folleto que el señor le entregaba. Total, ¡no tenía qué perder!
—¿Sabe usted que estamos en las vísperas del final de los tiempos? Es hora de regocijarnos en la Biblia. Jehová espera por ti, y por todos aquellos que busquen el conocimiento, para ofrendar las bondades de la vida eterna. En el paraíso conocerás la felicidad verdadera. No habrá sufrimientos ni carencias. Disfrutarás de armonía y paz infinitas…
—¡Sí, cómo no!
—¿Lo duda? Si usted lee este folleto, hallará textos e ilustraciones sobre lo que les espera a quienes sigan fielmente la palabra. De otra forma, será imposible.
—¿El fin de los tiempos, dice usted?
—Umjú, ¿no se da cuenta de cómo se hunden las sociedades en la inmoralidad y la corrupción? Próximo está el momento de ponerles coto, de vencer a Satanás. Si lo duda, lea las sagradas escrituras y comprobará que las profecías, allí descritas, se han venido cumpliendo una a una.
¡Bah! El fin podía ser muchas cosas y de distintas maneras, no sólo con la muerte. Cansado del parloteo, se despidió con la promesa de ir tras la sabiduría bíblica, aunque ambos vislumbraban que la promesa escaparía, de inmediato, al olvido. El hombre, sin otra cosa que lo motivara, se sumergió en divagaciones sobre lo que había escuchado. Qué extraño era el Dios del que le había hablado ese señor. El padre que envió al hijo a la cruz para que los mortales recibieran el perdón de sus pecados y la vida eterna; “siguen pecando”. El ser que se  preparaba, desde siglos atrás, para vencer al diablo, responsable de la anarquía terrenal; “¿cuánto más habrá que esperar?” Aquel que ofrecía el paraíso a quien encontrara el camino de la salvación espiritual. “Pues, esperando quedará porque, como marcha el mundo, su intención terminará esfumándose”, pensó, preso del sarcasmo.
Hoy todo era más fácil y accesible, gracias a los avances de la ciencia y la tecnología. En consecuencia, en vez de hombres y mujeres menos pecadores, la perversión alcanzaba expresiones insospechadas. ¿Había diferencia entre las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, los misiles inteligentes de hoy,  y las fosas de los leones, durante el imperio romano? Sí, las bombas y los misiles contaban con grados de mayor sofisticación. El espíritu se cubría con capas de barniz, cada vez más densas. Bastaba con ver la hipocresía de la gente que iba a los templos, con una vela en una mano y un garrote en la otra; o encender el televisor para darse cuenta del caos planetario que obligaba a conjeturar sobre el atraso legendario del triunfo del bien sobre el mal.  
¿Existía Dios o, en todo caso, hacia dónde dirigía la mirada frente al dolor humano? Habría que preguntarle a un padre somalí, con el hijo moribundo en brazos, casi vuelto osamenta, rodeado por las moscas de la pobreza y el abandono; a una madre del medio oriente, con el fruto de sus entrañas mutilado por una guerra que no buscó o, simplemente, a él, ahora que poseía los argumentos suficientes para opinar. ¿Blasfemias? No lo consideraba así. Se afirmaba que el todopoderoso había creado a los hombres a su imagen y semejanza. Gozaban de los dones de la razón y los sentimientos, a modo de que se le diera buen uso al libre albedrío. No obstante, los mandamientos se seguían violando, como si fueran letras muertas. En la anarquía existente, no era extraño que la vida fuera un infierno.
Hubo un tiempo en que creyó en Él, mucho después de aquel orfanato ajeno a la compasión. En aquel ambiente lóbrego, la divinidad no pasaba de ser un cuento. Sin embargo, la luz de la esperanza comenzó a iluminarlo cuando la joven hermosa y sensible aceptó a casarse con él. Luego, con la llegada de los hijos, la fe escaló nuevas dimensiones. Se sentía bendecido; por lo que, cada noche, antes de entregarse al sueño, elevaba palabras de gratitud. La fuerza de los acontecimientos, destruyó de un estacazo, sus convicciones. Qué tonto había sido en depositar su confianza en un dios que, evidentemente, nunca había existido.    
Lo entendió al recibir la noticia; lo confirmó en la audiencia, cuando el juez falló a favor de los argumentos torpes del séquito de abogados. El acaudalado empresario no era responsable del despiste de la mujer, al cruzar la calle con los dos niños. Se ignoraron las declaraciones de los testigos y las pruebas de las imágenes que mostraban el semáforo en rojo para los vehículos, en el momento en que el empresario conducía el Ferrari, a gran velocidad. No fueron aceptadas, por los miembros del tribunal, las evidencias de la parte acusadora. El prestigioso contribuyente de las instituciones educativas y de las obras de caridad, no había salido esa mañana con la intención de atropellar a los miembros de la comunidad”. El hombre, invadido por la impotencia y obligándose a controlar los deseos de venganza, que no le devolverían su familia, tuvo que enfrentar la nueva realidad: renegando de la justicia, tener que respirar sin sentido...
El predicador había disertado sobre el fin de los tiempos. El hombre pudo haberle dicho que no malgastara los suyos con alguien que estaba casi muerto, sumergido en la certeza de una existencia que no merecía ser cruzada, donde el diablo era el ser humano y el infierno la vida misma. Más allá de esta, no había  paraísos ni reencuentros celestiales. Nadie había regresado para contarlo. Desechó la idea de hablarle sobre lo que le rondaba el pensamiento. No necesitaba una arenga sobre el suicidio, sobre todo cuando era él, y no el predicador, quien cargaba un corazón vuelto una masa lacerante que no dejaba de latir. Sintió envidia de aquella persona asida a un credo que le era suficiente para remontar las horas adversas. A él le habían aplastado la fe. Sin cielos que contemplar, siguió caminando, maldiciendo su suerte.  En tanto decidía en qué puente arrojar su destino, dijo: No necesito buscar mi propia luz, ni quiero doblegar la intención de acabar con todo de una buena vez, pero… si existes y si peco por despreciar la vida, entonces, tú que todo la sabes y puedes ver lo atormentada que llevo el alma, acudo a tu clemencia infinita para que me comprendas y no me condenes.
Olga Cortez Barbera   

Imagen: Mariposadel67
Crédito de foto: Sureeyapon Sri-ampai


viernes, 16 de noviembre de 2018

NO ME AGÜEN LA LLUVIA


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¡Basta! Estoy cansada de que critiquen mi gusto por los días lluviosos. Además de animarme el romanticismo, me llenan de fortaleza o, al menos, han servido de apoyo en ciertas circunstancias. Por eso les digo: No me agüen la lluvia porque ella es mi amiga. En los albores de la adolescencia, me ayudaba a aislarme del rigor doméstico, atraída por las lagartijas cristalinas que corrían por las ventanas, con la única misión de perderse en los secretos del jardín. Entre las flores y el olor a tierra mojada, mis ojos se sumergían en un mundo inventado, o en otro, el que existió una vez y que, de pronto, se desvaneció.  

No he podido definir lo que me despertó aquel día: la luz por la ventana o las voces de mis padres en la habitación contigua. Aún con las hilachas del sueño en las pestañas, me dio por seguir tirada entre ellos, como en los fines de semanas, cuando no éramos arrastrados por los quehaceres del hogar, la oficina y el colegio. En vez de las tibias sábanas que esperaba encontrar, mi papá hacía las maletas, mientras que mamá, con pleno sol sobre la cara llena de lágrimas, le rogaba que no nos abandonara, le era imposible vivir sin él. De nada sirvió; si acaso, sólo para que aquella imagen se estampara a hierro y me obligara a prometerme que nunca lloraría por un hombre.
  
Sin papá, los cambios fueron drásticos. Aquel verano tuve que acostumbrarme a crecer en soledad, a asumir el compromiso de las tareas hogareñas y del buen desempeño estudiantil; en tanto, mamá salía muy temprano para  cumplir con un empleo  que, apenas, permitía llevar una vida decente. Se transformó en una persona ajena a los recuerdos que yo conservaba de ella. En general, hoy hosca y exigente, no podía evitar que, algunas veces y bajo los efectos del alcohol, se derrumbara. Al verla llorar como una niña y decir que no nos merecíamos pasar por esa situación, me armaba de valor y le sonreía, asegurándole que todo estaba bien hasta que, una tarde lluviosa, no pude más y corrí al patio. Mamá, preocupada porque pudiera enfermarme, me siguió. Yo, lágrimas y chaparrón vueltos uno solo, oculta en una sonrisa ficticia, le dije:

—No te preocupes, tú sabes cómo me gusta la lluvia.

Ella, sospechando mis ecos internos, despejó, con un manotón, la pesadumbre del rostro y consiguió esbozar una sonrisa idéntica a la mía. Empapadas, entramos a la casa, sintiéndonos mejor. En cierta forma, la lluvia nos lavó el alma.

Los jóvenes comenzaron a rondarme. Siempre encontraba, en ellos, algún detalle que me recordara a quien tan fácil nos olvidó. Sin embargo, el amor tiene sus artimañas; por más que tratemos de evitarlo, suele encontrar un poro por dónde aguijonearnos. En mi caso, sucedió con el compañero de clases que lograba lastimarme con su indiferencia. El hecho de tomar el mismo bus todas las tardes jugó en mi favor;  paulatinamente, comenzamos una camaradería que desembocó en ese romance que  hace creer que el mundo se viste de colores pasteles. Una tarde, paseando por el parque, se desató un aguacero que nos hizo correr en busca de protección. Sin previo aviso, él paró y me abrazó. Con el agua empapando cabellos y vestimentas, recibí el más tierno de los besos. En ese instante, me sentí protagonista de una magna obra del teatro universal. Otra tarde, después de la noticia ingrata, con el esplendor de los rayos del sol y en los jardines donde florece la tranquilidad, muy a pesar de su juventud, debí despedirlo entre los murmullos de réquiem al compás del viento.

Tiempo después, decidí dar otra oportunidad a la vida. Ahora, adulta, apartando los recelos antiguos por los hombres y las ideas de la mala suerte que acompañaban a los días soleados, frente a un altar lleno de azucenas, di el sí. En el fondo, algo se removía; un malestar irreverente que perturbaba la alegría  del momento. Al ver el rostro enamorado de mi esposo, pensé que era una tontería dejarme dominar por la superstición. A los nueve meses de la luna de miel en una isla caribeña, bajo una tempestad, con indicios de huracán que complicó mi traslado a la clínica, llegó el mejor de los regalos. Las lágrimas de felicidad corrían a la par de la lluvia sobre los cristales. Concentrada en amar y cuidar a mi hija, no fui capaz de percibir los cambios en mi matrimonio. Cuando, al fin, lo hice era tarde. Decidí mirar la infidelidad por el rabillo del ojo:

—Eso es algo pasajero, ya se le quitará.

La supuesta aventura llegó al descaro. El reclamo, menos la violencia, no formaba parte de mi ser. El recuerdo de mamá humillada fue el arma que me permitió enfrentar la deshonra dentro del hogar. Con el corazón y el orgullo rotos, me debatía entre mandarlo a la porra o seguir con él, porque lo cierto era que lo amaba, no con la utopía de aquel, mi primer amor, sino con la profundidad de la madurez, con ese sentimiento que se arraiga en el alma y en la piel. Más que la humillación que experimentaba, temía su ausencia, a la inevitable realidad de verle partir dejándonos a las dos atrás.

El momento no esperó más. Yo, al igual que mamá, me senté en la cama a observar cómo preparaba las maletas. Ambos parecíamos actores secundarios de una mala película, asumiendo el dictamen del destino. La luz del sol revelaba cada una de  mis pecas. El dolor persistía en doblegarme, pero no di marcha atrás; él veía, con total asombro, mi indiferencia. ¡Si lo hubiera sabido! Mis mandíbulas eran un par de tenazas. Lo acompañé al jardín mientras pensaba: “¿Por qué no llueve? Hoy necesito que lo haga… Quizás, con el agua en el rostro pudiera, sin que él se diera cuenta, abrir las compuertas del llanto para aliviar el dolor de la daga que me atraviesa, y acabar con esa sonrisa falsa que simula que importa muy poco que me deje”.   
Olga Cortez Barbera
Imagen: 123.rf


lunes, 8 de octubre de 2018

EL BALÓN



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El sol brillaba como nunca antes. Eso sentía el niño cuando tomó el balón para salir de casa a jugar. Era un obsequio de su hermano mayor; el que lo llevaba y traía de la escuela, lo ayudaba en las tareas y con quien jugaba balompié con una pelota próxima a sucumbir. Más que un hermano, era su amigo, el mejor de todos. Por eso, le dolió tanto su partida a tierras tan distantes, que igual le hubiera parecido que se fuera a otro planeta. En el mapamundi de la escuela, la ciudad donde ahora vivía el hermano era apenas un punto en el país que se encontraba en otro continente. De nada le valieron las súplicas y el llanto para retenerlo, ni los argumentos de la familia sobre la esperanza de una vida mejor, con base al sacrifico que significaba irse lejos de ellos. Su hermano trató de consolarlo, pero viendo que no era posible, pensó que lo lograría con una promesa:
—Escucha, nada más consiga empleo y gane mi primer sueldo, te compro un buen balón y te lo envío. Cuando venga de vacaciones, jugaremos hasta cansarnos.
En pocas semanas, llegó. Era lo más hermoso que había recibido en su corta existencia; las figuras geométricas centelleaban bajo de la luz del sol.  Sus amigos le veían con envidia y se peleaban por jugar con él. El niño pasaba mucho tiempo  con ellos; sin embargo, nada era comparable con las tardes en que él y su hermano, agotados y sudorosos, después de tanto patear la pelota, iban por un helado o se sentaban, a la sombra, para soñar en los campos de fútbol donde se harían famosos.
—Yo seré el primero—decía el mayor—Así saldremos de esta pobreza, compraré  una casa grande y un automóvil. Viajaremos por el mundo. ¿Qué te parece? Además, te entrenaré para que seas el mejor de los futbolistas.
El niño lo observaba con plena admiración. A él le gustaría ser cualquier cosa que su hermano quisiera. Ahora las cosas no se veían claras porque el miedo, cual una velo perverso, cubría el ánimo de la gente. Él necesitaba, como nunca, el apoyo fraternal. Sus padres insistían que, por fortuna, se había ido a tiempo.
La calle estaba desierta. El balón la hacía sentir que la soledad no era tan grande. Pensó en las tantas veces que lo llevó a la escuela y que, por estar pendiente de él, dejaba de prestar atención a la maestra. Ella se lo quitaba y lo ponía sobre su escritorio:
—¡Cuántas veces te tengo que decir que no lo traigas! Te lo entrego al terminar la clase.
Ahora la escuela estaba en ruinas. Era una mañana clara y los aromas de los limoneros recorrían pasillos y salones. Las maestras impartían sus saberes o escribían sobre el pizarrón. Un estruendo materializó la peor de las pesadillas. Luego, se escuchó otro…, y otro, mientras se resquebrajaba el eslabón del futuro. Entre gritos y llantos, todos corrieron despavoridos. El niño no sabía qué hacer entre tanta confusión; sin embargo, en segundos, tuvo la suficiente claridad para tomar el balón del escritorio y correr, como los demás, hasta que tropezó con su madre que lo había venido a buscar.   
La mañana era brillante y calurosa.  Era un riesgo alejarse de casa; sus padres se lo habían prohibido. Pero la necesidad del contacto fraternal, a través de darle al balón, impulsó su osadía. Caminó entre escombros y abandono, hasta que se vio frente a la fábrica donde trabajaba su papá, antes de que las bombas acabaran con las fuentes de empleos, los hospitales, los parques y los edificios de la pequeña ciudad. Recordó las palabras del hermano: cuando sea rico, le diré a papá que deje ese trabajo que lo está enfermando.  Si se enteraba de lo que le estaba pasando,  seguro que no lo pensaría para venir y llevarlo a que le curaran la herida de metrallas sin control que lo estaba matando.
Subió por las escaleras. Desde una ventana, pudo observar la marea de personas que escapaba de la ciudad, huyendo de los  bombardeos. En casa se preparaban para hacer lo mismo; partirían al anochecer. Entre tanto, prefirió seguir soñando con los planes que habían trazado. Escuchó unas voces. Unos jóvenes hablaban de venganza, de armamentos y de lo que le harían a aquellos que destruyeron a sus familias y acabaron con sus ilusiones. El niño abandonó el edificio, asustado por el odio que destilaban esas palabras.
Con la pureza todavía intacta,  pensó que no sería capaz de actuar como ellos. Su madre no se lo permitiría. Además, él contaba con un hermano que lo esperaba más allá de la frontera. Juntos, serían los futbolistas que anhelaban ser. La familia volvería a estar unida en la mesa y en la oración. A lo lejos,  encontró un claro dónde colocar el balón. Caminó un montón de pasos hacia atrás, tomó impulso y corrió. Un puntapié, con el vigor de los sueños infantiles, lanzó el balón hacia el cielo ajeno a la ignominia, antes de que el alerta de la sirena de la fábrica anunciara la proximidad de los misiles que ofrecían, inmisericordes, las esquirlas de un mañana incierto.  
Olga Cortez Barbera
Imagen: 123rf





domingo, 20 de agosto de 2017

LA VIDA ENTRE DIEZ CUADRAS


Mi padre Nikolás decía que la vida se puede vivir entre diez cuadras, no hacía falta más. Todo el mundo estaba allí. Cuarenta años de vida los pasó entre Gradillas y Sociedad, donde estaba nuestra casa, y entre San Jacinto y Madrices, donde estuvo su café-restaurant griego. Mucho antes, nuestra casa había sido la Tipografía donde editaba el Periódico de Los Helenos de Caracas y en el sesenta y seis la convertimos en nuestro definitivo hogar para verlo temblar en el sismo del sesenta y siete, y quemarse, a medias, en el ochenta y cinco. Y es que la vida está llena de remodelaciones, temblores y fulgores, decía, y todo eso puede suceder en diez cuadras.
Tenía razón, si preciso que vivió, trabajó y conoció a mi madre Nikoletta entre diez cuadras de… Atenas. Él laboraba como joyero, su primer oficio, en un sótano de la Calle Teseo y desde allí, asomándose a un tragaluz, vio pasar las piernas doradas de una colegiala treceañera. Teseo se convirtió en Deseo. Salió corriendo para verla entrar a su casa, en un pasaje que daba a la Calle Pericles, a sólo tres cuadras de donde la vio por primera vez. Lo demás fue pan comido, me decía con orgullo: un piropo, dos miradas, tres palabras. Yo le apuntaba: Papá, estas cuadras deben ser las del casco histórico de la ciudad. 



Y es verdad, aunque nací en una clínica, mucho más lejos, mi primera cuna fue en un apartamento del Edificio Ingenuo de la Avenida Baralt, a dos cuadras de las esquinas Muñoz y Padre Sierra, donde mi padre tuvo su segundo trabajo, en Caracas; una joyería que llamó “Niki”, por mi mamá, y que quedaba, nada más y nada menos, frente al Congreso o Capitolio en Caracas. El primer trabajo de mi papá, en la llamada “Cuna del Libertador”, fue en el Pasaje Linares entre la Plaza El Venezolano, a media cuadra de la Casa Natal de Simón Bolívar.



Y si me pongo a pensar que entre el lugar de nacimiento del Héroe y El Mausoleo, donde se guardan hoy sus restos, hay sólo diez cuadras, mi padre, metafóricamente, tenía razón. Hoy la palabra metáfora en griego moderno significa transporte o  mudanza. Y aunque Bolívar y mi padre viajaron medio mundo para sus hazañas públicas y privadas, yo reafirmo que la esencia de sus vidas se puede resumir en diez cuadras, sean de Atenas o de Caracas.



Pero esto es un cuento, no una historia. Cursé toda mi primaria y todo mi bachillerato en el Liceo Ávila, de Dr. Díaz a Peinero, a cuatro cuadras de mi segunda casa, donde nos instalamos en el sesenta y seis y donde, pese a todo y contra todo, todavía vivo después de cincuenta años, para hacerle honor… a mi padre. Cuando mi padre, en el setenta y uno, abrió su café-restaurant griego, éste estaba a pata de mingo de la casa: dos cuadras (menos, si te metías por el Pasaje Las Gradillas). Papá era muy sarcástico con mi mamá: en Atenas, le decía, vivías en un Pasaje cuando te conocí, aquí, en Caracas, vivimos frente a un Pasaje, no es de extrañar que tú y tus hijos, cada año, me pidan un pasaje… de avión. Mi padre cumplió con dos pasajes en su vida: uno de barco para llegar a Caracas, y otro de avión para regresar a Atenas.

Día por medio, mi hermano Pantelis y yo acudíamos al Correo de Carmelitas, a cinco cuadras, a enviar y recibir cartas de Grecia. La mayoría de las estampillas eran las caras de Bolívar, en todos los colores. Nunca se me olvidará el número de nuestro apartado postal: el 1124. La Aritmética de mi Periferia y la Gramática de mi Grafía se la debo, entonces, a esta vida entre diez cuadras de Caracas. Y cada vez que voy por la Avenida Universidad a tomar el metro, dos cuadras y media de mi casa, sé que rememoro el trayecto que mi madre de trece años, y a escondidas, hacía para encontrarse con mi padre, en un café de la céntrica calle Hermes de Atenas. Y entiendo entonces por qué mi planeta es Mercurio, mi signo Géminis, y por qué durante trece años ayudé a mi papá como mesonero, un “mensajero” de delicias griegas, donde se necesitan dos, o sea, un “pasodoble”, o sea “otro yo”. Entiendo también por qué hago teatro. No es fácil descender en La Hoyada y no caer en los bajos fondos.

Mucho tiempo después, cuando mi padre me fue a ver en el Teatro Nacional, en la esquina de Cipreses, haciendo de puertorriqueño que emigraba a Nueva York, en “La verdadera historia de Pedro Navaja”, él no tuvo que caminar más de seis cuadras y, sin embargo, mi papel, Libertario Labrador, se aprestaba a emigrar medio hemisferio, pa´ir al Norte, con una canción. Al fin y al cabo, no era yo el que estaba en escena, sino alguien como mi papá, que también era letrista de canciones, y sabía que podemos contar y cantar muchas vidas en menos de diez cuadras, siempre y cuando, como yo le insistía, sea en Atenas o en Caracas, esas diez cuadras tuvieran: Panteón, dos Palacios Gubernamentales, Tres Estaciones de Metro, cuatro Museos, cinco Teatros, seis Plazas, siete Iglesias, ocho Farmacias, nueve Cinematógrafos y mucho más de diez Sitios Históricos donde se Anfitriones, Coreutas y Bacantes. Él se reía. Ambos sabíamos que todos esos tópicos eran lógicos: provenían de un léxico ateniense que, a su vez, era caraqueño. Papá Nikolás me daba la razón: ¿Ves? Da lo mismo estar en el Centro de Atenas y en el Centro de Caracas, en sólo diez cuadras. Al fin y al cabo, yo le rubricaba, El Ávila es nuestra Acrópolis y, en ambas ciudades, se ven de todas partes y nos causan admiración.  


Sí, la vida se puede vivir entre diez cuadras. Papá y mamá están en el cielo, Caracas es la “Sucursal del Cielo”; y hay quien dice que sin la historia que pasó entre las diez cuadras de Atenas, en el siglo V antes de Cristo, el mundo sería… poquita cosa.


COSTA PALAMIDES


Nota: Con el permiso de Pantelis, buen amigo, excelente anfitrión, con una familia maravillosa, publico este hermoso testimonio escrito por Costa, su hermano, que me gustaría conocer algún día. Con estas líneas, regresé a la época de mi juventud, a los lugares que formaron parte de mis aventuras y experiencias: el centro de mi Caracas bella. Ojalá la buenaventura me premie y me permita, alguna vez, andar por las calles del centro de Atenas. 

Imágenes: pinterest.com 
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miércoles, 9 de agosto de 2017

EL MEJOR DE LOS BESOS



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Se me ocurre que, al final, los rieles del tiempo nos llevan al orbe de los recuerdos, quizás, para volvernos a los momentos importantes, anecdóticos o, simplemente, para ayudarnos a suplir el hastío de nuestras horas ociosas. En esa caravana de imágenes, suspiramos, reímos o soltamos alguna lágrima. No entristecemos, sino que damos gracias a los cielos por habernos permitido vivir la vida de esa manera y no de otra.
Los recuerdos vienen con la brisa, en una tarde gris o mezclados en un aroma; nos transportan a eventos remotos, extraviados en el andamiaje existencial. En general, no los escogemos; llegan de imprevistos. Pero hay los que persistimos en traer. Como sea, no es extraño que experimentemos las mismas sensaciones  de entonces,  y puede que nos preguntemos   “qué hubiera pasado si…”
Soy melómana, por lo que he gastado gran parte de mi tiempo e ingresos en coleccionar música de todos los géneros, con la idea de que, cuando llegara a mi remanso, disfrutar escuchando las melodías que marcaron huellas en mí, o aquellas que me proporcionaran el estado anímico de la paz. Ya estoy en mi remanso. Ayer me dio por tomar un CD al azar: Sorry Suzanne, The Holllies.  Lo coloqué en el equipo y afloró la canción:

I can't make it if you leave me
I'm sorry Suzanne
believe me
I was wrong
and I knew
I was all along
forgive me…

Finales de las década de los sesenta. Yo, con mis dieciséis y los prejuicios de mis padres a cuestas, próximo a terminar el cuarto año de Bachillerato y a cumplir mi deseo secreto. Él me besaría.  Me lo dijo a la entrada del Liceo:
-Hoy no te escapas; después del examen, te robo un beso.
Guillermo Azuaje… Era, a mis ojos, el joven más apuesto de todo el Instituto, aunque mis compañeras opinaran diferente. Bien lo decía el refrán: Para gustos y colores… Lo cierto es que, apenas entró al salón, me sentí atraída por la profusa cabellera, los ojos grandes y su evidente timidez, propia del estudiante nuevo, recién llegado del interior del país. Tal vez, fue el rasgo que nos unió porque, con él, pude compartir la mía. Pronto, buscábamos motivos para andar juntos, para estudiar, hablar o guardar silencio, en la biblioteca, en los jardines, o en nuestras casas.
Con unos versos escritos, me pidió que fuera su novia. Mi corazón aprendió a bailar a otro ritmo: cuando sabía que nos encontraríamos, me tomaba de la mano o trataba de darme un beso. Temblando, con emociones desconocidas y atada a los consejos maternos, yo le rechazaba:
-Todavía no; mira que vas muy rápido.
Él, respetuoso y sonriente, me guiñaba un ojo y respondía:
-Será cuando tú lo desees.
En mi habitación, me enojaba conmigo misma. ¡Un beso, cuánto pecado podía encerrar ese acto de amor! Pronto se me pasaba. Haciendo eco de los consejos de mi madre, acababa por aceptar que mi actitud era la correcta, “porque los muchachos, después de que consiguen lo que quieren, se alejan”. Eso no evitaba que, en secreto, yo soñara con los labios de Guillermo, imaginándome protagonista de las miles de escenas románticas que yo veía en el cine y la televisión.
Las clases estaban por terminar y el beso me perseguía a todas partes, tanto despierta como dormida. Él, tal vez por su misma timidez, no osaba dar un paso más. Casi vuelta loca, deseando que me besara, no terminaba de rebasar las fronteras de mi vergüenza. Frente a la proximidad de las vacaciones y la decisión de los padres de mi novio de pasarlas en otro país, decidí que, aun terminara asada en las hogueras del infierno por pecadora, si él me lo pedía, yo aceptaría que nos hundiéramos en nuestro deseo.
Salí del examen, eufórica y nerviosa, por lo bien de mis resultados y por la promesa de Guillermo. A través de la ventanilla, yo podía observar su preocupación. Miraba y miraba la hoja, sin escribir, concentrado en la búsqueda de las respuestas requeridas. Pasaban los minutos, mientras crecía su impotencia, hasta que entendió que quedarse sentado más tiempo en el pupitre, no le resolvería el problema. Me sentí triste.
Esperamos, como sugirió el profesor; revisaría los exámenes y entregaría las notas de una vez. Guillermo no pasó, por lo que el beso fue arrollado por el pesar. Él se fue con sus padres para no volver. En corto tiempo, superé mi primera decepción amorosa. Luego, sí, recibí el primer beso, bastante pensado y, también, bastante equivocado. Después, miles de ellos, amorosos, tiernos, apasionados, hasta algunos fríos e indeseados, esos de los que nunca pudiste explicarte por qué, pero que también forman parte del acervo de las experiencias. Ayer, entre las palabras en inglés de los Hollies, me pareció escuchar la voz de Guillermo, diciéndome con su mirada de pasión juvenil contenida, Hoy no te escapas; después del examen te robo un beso, y me pregunté si no me perdí el mejor de ellos.
Olga Cortez Barbera

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