viernes, 14 de octubre de 2022

Luces


José Antonio paseaba con sus dos hijos cuando se escucharon los alaridos. Como los demás, obedeció al impulso de averiguar qué estaba pasando, después de ordenarle al hijo más grande que no se movieran de su sitio. A medida que se acercaba a la multitud, podía ver cómo los adultos retiraban a los niños de la tragedia que transcurría frente a todos. Algunos tomaban fotos, otros se unían para ayudar. La mayoría observaba, impotente, al joven aterrorizado. José Antonio no podía imaginar que ese acontecimiento cambiaría el curso de su historia.      

Pocas horas antes, el portazo en la habitación contigua lo había arrancado de las profundidades del sueño. La pensión no le proporcionaba la privacidad o el sosiego que a él le hubieran gustado. Por consecuencias del divorcio y los gastos de manutención familiar, no tenía la posibilidad de arrendar un lugar mejor. La enfermedad degenerativa de la ex esposa, además de impedirle trabajar a ella, requería de doctores y medicinas. Él no podía dejarla sola; era la madre de sus hijos.

Habían disfrutado de un buen matrimonio; sin embargo, la relación comenzó a resentirse el día que él decidió abandonar el empleo para dedicarse a lo que siempre había deseado. Ella imaginó, en la época del noviazgo, cuando al amparo de sus ilusiones conversaban sobre los planes del mañana, que el deseo, descabellado según ella, quedaría en el olvido. Se equivocó.

José Antonio trabajó en diferentes oficios para solventar las dificultades económicas de la familia, hasta que se hartó. “Un hombre sin cumplir su sueño es un hombre hueco”, se dijo, mientras se alejaba de la fábrica, con una montaña de ilusiones y un cheque por los años de servicios, que le permitiría mantener a la familia a flote por un tiempo.  

Era sábado; día de compartir con sus hijos. Si se daba prisa, podía llevarlos al zoológico, como les había prometido. Luego, pasaría a recoger el paquete que esperaba con premura: un traje a la medida de su vanidad, hecho por el mejor sastre de España. Los hijos tendrían que esperar por los regalos de navidad. El sacrificio valdría la pena. Cuando se hiciera famoso, y eso sería pronto, los recompensaría comprándoles todo lo que ellos quisieran. El espectáculo taurino estaba pactado para la próxima semana.

—¡A qué hora te apareces, Papá! —exclamó el hijo adolescente, deseoso de alejarse de la casa.

—Lo importante es que ya estoy aquí—respondió—. Comemos algo por ahí, antes de ir al zoológico. Luego, los llevaré a un lugar que les ve a encantar.

—¿A dónde, Papá? —preguntó, el hijo menor.

—Es una sorpresa.

Estaba seguro de que la madre no aprobaría que los llevara a la plaza de toros; sin embargo, era necesario que los hijos conocieran el mundo más allá de la sobreprotección materna. Él amaba a sus hijos. El menor era cariñoso; el mayor… ¡Lo sentía tan distante! Tal vez, el ruedo, el movimiento de ayudantes, caballos y toros rompieran el hielo. El adolescente era un buen muchacho, sólo que estaba en la era de la rebeldía.

El zoológico estaba de Navidad. Los guindalejos del inmenso árbol, bajo la luz del sol, brillaban como las lentejuelas del traje de luces importado. Recordó su niñez, las labores del campo, a su padre y su pasión taurina. La grave voz cuando cantaba:

Granada, tierra ensangrentada en tardes de toros,

 mujer que conserva el embrujo de los ojos moros…

Las fotos de los toreros famosos: Manolete, Joselito, El Cordobés, y otros tantos de la época, que le hacían exclamar: “¡Si yo me hubiera atrevido, hubiera sido mejor torero que todos ellos juntos!”. El becerro dócil con el que José Antonio pretendió seguir las quimeras de su padre. El animalito, frente al trapo rojo, no hacía más que mirarlo, hasta que le daba por irse a pastar. 

Apenas tuvo la edad, se inscribió en la escuela de toreros. Se entregó con el mismo entusiasmo con el que se dedicó al romance. Listo para demostrar su destreza y captar el interés de un caza talentos taurino, apareció la novia para decirle que estaba embarazada. Los sueños de ser un excelente torero, volar a tierras españolas y de gozar de fama y fortuna, debían esperar.

A poco de abandonar el zoológico, aún no les había dicho cuál era la sorpresa.  Temía el rechazo del adolescente. “Hay que coger al toro por los cuernos”, se dijo. Con un movimiento taurino, exclamó: “¡Oleeee!”. Los que pasaban le miraron con una sonrisa burlona. Cuando lo vieran vestido con su traje de luces, en los carteles alusivos a la corrida en la Plaza Monumental de Toros, se darían cuenta de que, al que habían tomado por loco o tonto, era un torero. Puso una mano sobre el hombro del hijo mayor:

 —¿Sabes? Pronto será mi presentación taurina. Me gustaría que, antes, conocieran la plaza y a mis compañeros…

—¿Para qué, viejo? ¿Para verlos lastimar a un animal inocente?

—¡Por todos los cielos, hijo!, ¿te cuesta tanto entender que sólo es un animal?

Los gritos interrumpieron el hilo de la conversación.

—¡Quédate aquí con tu hermano! —le ordenó.

Se unió a la gente que se agolpaba en las barandas, al borde de la fosa de los leones:

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Un león tiene acorralado al que les da de comer.

El coro de “No grites”, “No lo veas”, “Hazte el muerto”, llegaba al joven paralizado por el miedo. El león lo miraba, lo olía y le lanzaba zarpazos, aparentemente suaves, al estilo del gato y el ratón. Cada vez que subía la garra, se escuchaban los “OHHHH”, “AHHHH”, en medio de una consternación casi palpable. Los menos sensibles, subían los videos a las redes sociales.

La gente lanzaba objetos para atrapar la atención del león. “¿Alguien lo puede matar?”, gritó una mujer. ¿Era lo que merecía un animal que estaba allí en contra de su voluntad? Tampoco el joven, ¿entonces?…  “¡Que vengan los guardias, por favor!”, exclamó otra. Nadie se explicaba por qué no aparecían. Ni dos minutos transcurrieron, cuando llegaron. Para horror de todos, ya era tarde. El león regresó a la jaula con el trofeo entre las fauces.   

José Antonio, en total consternación, se reunió con los hijos. El árbol de Navidad brillaba en todo su esplendor. Volvió a recordar el traje. ¡Qué ganas de tenerlo en sus manos!  “¿Cómo es posible que piense en eso cuando ese joven acababa de perder la vida?”, se preguntó, muy confundido.

—¡Pobre muchacho! —exclamó.

—¿Por qué te pones así, papá?  —ironizó el hijo —. Al fin y al cabo, no es más que un humano, ¿verdad?

Entre la rabia y la vergüenza, José Antonio levantó la mano para castigar la insolencia. Sin embargo, se contuvo. Comprendió que estuvo a punto de cometer una injusticia. El hijo apoyaba sus palabras con el convencimiento de que toda vida merecía consideración. Aquella desgracia era producto de la insensatez humana, que se creía con la libertad de disponer de la vida de unos seres que tenían todo el derecho de disfrutar de su ambiente natural.    

El hijo menor los observaba con temor. José Antonio sonrió:

—¿Qué les parece, chicos, si vamos por un helado?

El árbol de navidad ganó en intensidad; el traje de luces perdió su esplendor.

Olga Cortez Barbera


Pixabay: Imagen gratis

1 comentario:

  1. Como siempre, una narrativa impecable, querida amiga... ¡muchas gracias por compartirlo!

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