viernes, 16 de julio de 2021

Buñuelos con miel

 



Subía yo las escaleras en el momento en que escapaba, a través de la puerta abierta del apartamento de mi vecina, el aroma de buñuelos recién hechos. Muchos años habían pasado desde la última vez que los comí porque, aquellos que brotaban de las manos de mi abuela, se fueron un día para no regresar. Me senté en los escalones; el rico olor me invitó a navegar entre el oleaje de los recuerdos, por las épocas en que mamá y papá viajaban, con sus hijos a cuesta, para pasar vacaciones con ella. La casa era el centro de reunión de tíos y primos, y se convertía en una canasta de voces, risas y juegos, mientras ella, en la cocina, se afanaba en preparar las comilonas que todos disfrutábamos.

Por muy satisfechos que nos sintiéramos, siempre quedaba “un huequito” para el postre. El quesillo, el majarete y el arroz con leche aparecían y cerraban, con “botón de oro”, el almuerzo. Los buñuelos los cocía, por lo general, en Semana Santa. Días antes, recorría el mercado y compraba la panela de papelón, el queso y la yuca tierna. El resultado de la combinación de esos sabores, bañado en miel, lo convertía en algo, verdaderamente, irresistible.

Abuela era una mujer bella, inteligente y de carácter. Venida de llano adentro y criada en un hato alejado de toda escuela, no aprendió a leer en la niñez. Eso no fue obstáculo para alguien que había nacido con el espíritu indomable de las indias de nuestra tierra. Precoz y perspicaz, supo cómo enfrentar las situaciones que, a temprana edad, le traía la vida.

Acababa de cumplir catorce años cuando el apuesto joven, hijo de una de las familias acomodadas de la región, se fijó en ella. El encuentro fue en el pueblo. Ambos quedaron impactados. Él, por la guapa jovencita. Ella, por hermoso caballo que cabalgaba mi abuelo. A los pocos días, enamorado y decidido, fue a hablar con los padres de mi abuela:

—Estoy enamorado de su hija y quiero llevarla a vivir conmigo. Les prometo que, si es la mujer que espero, no dudaré en casarme con ella.

Abuela estuvo de acuerdo: No deseo ser una campesina pobre y llena de muchachos, como las que abundan por ahí —pensó—. El tiempo me hará quererlo. No se equivocó. Lo amó y sólo tuvo que esperar quince años para que él, convencido de que no hallaría otra igual, y después de que le hubiera parido la mayoría de sus trece hijos, la desposara.

El matrimonio abrió las puertas en la casa de los suegros que, hasta ese momento, la habían ignorado. Abuela, entró por ella y, ajena a los rencores, decidió hacer a un lado la humillación que recibieran sus hijos, por los inútiles prejuicios.

Para mí, fue especial. Tal vez, por ser la mayor de los nietos, y cuando consideró que era lo suficientemente grande, me hizo espectadora, en primera línea, de su fascinante pasado. Entre guisos y postres, al principio, y en los años finales de la vejez, me abrió, con generosidad, las compuertas de sus confidencias. Yo, maravillada, la imaginaba muy joven y con sus dos primeros hijos, montando a caballo y acompañada del leal capataz, recorriendo los abruptos caminos, hacia el encuentro con el esposo perseguido.

Abuelo era Jefe Civil, en tiempos de dictadura. A la muerte de Juan Vicente Gómez, un militar que gobernó autoritariamente la nación, tuvo que huir, como otros, antes de que la población tomara venganza y le destruyera la próspera hacienda.

Luego de las persecuciones, que lo habían dejado en bancarrota, abuelo acudió al ingenio emprendedor para volver a consolidar el bienestar económico de la familia, por lo que abuela esperaba un buen futuro para sus hijos. La muerte inesperada del esposo le hizo comprender que nada era seguro.

Creyó que, frente a la dolorosa circunstancia, se fortalecía para enfrentar las adversidades que, seguramente, les preparaba el destino. Este, sin misericordia, la sacudió de nuevo. Abuela no pudo evitar hundirse en la desesperación por la pérdida de dos de sus hijas, en un accidente vial. La devoción a Dios y a la Divina Pastora la ayudó a continuar el camino.

Con la partida del tercer hijo, exclamó:

—¡Dios, ese no fue el acuerdo, al que llegué contigo! ¡Te pedí no ver morir a otro de mis hijos!

La fe pudo levantarla de nuevo.

Ella era una mujer llena de sorpresas. Le encantaba pasar vacaciones en nuestra casa y entablar largas conversaciones con mi novio. Eso le permitía hurgar en su dimensión humana. En una oportunidad, que rompí el noviazgo y me embargó la tristeza, ella se sentó frente a mí y dijo:

—Deja la peleadera. Él es un buen hombre, no lo dejes escapar. Pero, así como te digo una cosa, te digo la otra. No es necesario estar casada para ser feliz. Yo lo fui mucho con tu abuelo, mientras vivimos en concubinato. Después, cuando nos casamos, ya nada fue igual.

Ella era un compendio de conocimientos otorgados por sus experiencias, por “la Escuela de la vida”, como decía. Cada vez que hablaba, me empujaba a querer saber más, sobre esa parte de su pasado que se combinaba, en las profundidades de mi alma, con sus realidades y mis fantasías. No deseo que quede en el olvido.

En su afán por expandir su visión más allá de sus horizontes, se dispuso a desenredar el significado de la palabra escrita. Fue grande mi asombro cuando, una tarde, la encontré leyendo el periódico:

—Nieta, ¡aprender a leer me abrió un mundo nuevo!

Más que los arrumacos propios de las abuelas, a nosotras nos unían las fibras de la confianza y el entendimiento. Su amor se manifestaba de otra manera, en pequeñas complicidades y concesiones. Apenas llegábamos a su casa, luego del largo viaje, me llevaba a la habitación o a la cocina para decirme, en un susurro:

—Ahí te tengo guardados las caraotas y el dulce de leche, que tanto te gustan.

Los buñuelos de mi Abuela…

¿Por qué eran los mejores? Porque llevaban un ingrediente más: el almíbar del mutuo amor, que no tuvo necesidad de ser gritado a los cuatro vientos para demostrarlo.

Olga Cortez Barbera



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