lunes, 28 de marzo de 2016

UN DÍA - POEMA DE FERNANDO PAZ CASTILLO


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 Un día ya no seremos todos…

Acaso bajo los árboles apacibles de una plaza
de pueblo bañado por el sol,
que se ha quedado dormido entre sus ramas,
mientras los jóvenes de entonces se diviertan,
confidencialmente, casi sin decir palabras,
recordaremos nuestras vidas,
como quien recuerda por una nota una estrofa olvidada.

Y no seremos más que dos o tres,
tan íntimo que todo se nos ha vuelto alma,
sordos para el presente que florece
en las pequeñas cosas cotidianas.

Y así, ausentes y confiados,
como las hojas por la brisa alargadas
hacia la brisa que pasó primero,
hablaremos de cosas tan lejanas
que tienen para nosotros ese encanto
de las viejas estampas.

La tarde irá poniendo su ceniza,
vaporosa y pálida,
sobre la fronda toda crepuscular
de una trinitaria.

La brisa deshojará armoniosamente sobre el césped,
donde el sol afirma sus largas pinceladas
— oro, verde, carmín—,
las flores de una acacia.

Y buenos, porque la vida nos ha hecho buenos,
hablaremos con indulgencia de las cosas bellas y las cosas malas,
de triunfos y dolores que tuvimos
en las horas felices o en las horas menguadas,
y, como la misma tarde,
se nos irán apaciguando las palabras.

En tanto que jóvenes confiados se divierten,
que estrechas parejas de enamorados cantan
y viven su presente efímero,
súbito la noche se hace estrella entre las ramas.

Entonces
sólo quedaremos un grupo, casi de almas,
que el acaso juntó, después de larga ausencia,
una tarde apacible en una plaza.

Pero ya no tendremos pasiones
ni egoísmos. Como los árboles seremos unas llamas
de íntima luz, que ascienden tenazmente hacia la estrella
y se prolongan, y lentamente se adelgazan
hasta volverse una sola canción de hojas y brisa
bajo el frío esplendor de la tarde de plata.

…Así exprimiremos el último gozo de la vida
en una hora honda de renunciación y nostalgia.



sábado, 25 de julio de 2015

AL OTRO LADO DEL ESPEJO




¿La diferencia entre realidad y ficción?
La ficción tiene mayor sentido.

Tom Clancy

            El sol despeja la atmósfera; no hay nubes. En las alturas de este rascacielos donde vivo, me sobrecoge el espectáculo. La urbe, el océano y un horizonte que se pierde detrás de unas montañas reducidas por la distancia. Los ventanales juegan con la osadía del viento. En esta sala me siento a salvo de los caprichos de la naturaleza. Pasa un ave y mis ojos van con ella. Abro la ventana; el día huele a flores de verano. Quiero volar, extiendo los brazos. No me preocupa la existencia, no pienso. Me atrapa la emoción del vuelo. No deseo despertar.
            En la oficina, la computadora extiende la página de Excel frente a mis ojos. Me abruman las cifras que alimentan los estados financieros. ¿Superávit o Déficit? Uno de ellos decidirá si es apropiado, para la empresa, hacerle un ajuste a mi sueldo. Sumo, resto… Saldo en rojo. Igual que en mi presupuesto. ¿Qué me quitará primero el banco, la casa o el carro? Afuera, la gente cruzando la vida. Del balcón de un edificio las palomas se van. Una joven aparece y reta al futuro con su belleza. Me acongoja. La que fui se extravió persiguiendo utopías. El café se congela sobre el escritorio.
            Lo mismo, siempre lo mismo. Salir del apartamento rumbo a la oficina,  dejarme llevar por el automatismo y las responsabilidades. Luego, al final de la tarde, regresar para tenderme sobre la cama, por él desocupada. Hace años que la almohada perdió el olor a “Aramis”. No obstante, el recuerdo conserva la calidez de su cuerpo. Lo esposos, antes de fallecer, deberían dejar un clon. Al menos, a cierta edad, para tener con quién hablar. “Adopta una mascota”, me aconsejan. Um, dejarla sola durante el día… Para soledades, basta con la propia.
Ayer hice algo distinto. La llovizna no impedía que me fuera caminando a través de la noche que avanzaba. Topé con un letrero iluminado por la luz de neón. Me vino a la mente aquel otro de la novela: Sólo para locos. “El lobo estepario”, dije. Pensé en mí, en la austeridad de mis días ¿En eso me había convertido? Traté de leer entre la bruma. Se me antojó que el letrero indicaba: “Teatro mágico. Sólo para mujeres tristes”. Sin cavilarlo, atravesé la callé y me sumergí en el vaho, mezcla de alcohol y tabaco, para amordazar el vacío que me llenaba el alma. Parejas enamoradas y hombres a la caza. Se me acercó uno. Me hizo sentir aún atractiva, sensual. Le seguí los pasos. Supe que las pasiones momentáneas eran inútiles. Regresé a casa con un abismo más profundo.
Esta mañana llamé al trabajo. La mentirilla me liberaba de la esclavitud laboral. Por las cortinas se filtraba la luz de un cielo que, cosa extraña, me limpió el ser. Se amplió el panorama. La mala hora de la noche anterior perdió importancia. “Vive como si fuera hoy el último día…” Se me animó el espíritu. Regué las matas, canté, leí un poema. “Debo dejarme de tonterías y escapar de este ostracismo absurdo”. En la calle sentí que caminaba, cual personaje de película,  bajo el sol de Toscana. Era yo la flor, el ave, la brisa. A pesar de las deudas, compré un vestido y una botella de vino. Ya en casa, me dio por escuchar mis “chatarritas” preferidas. No sé sí por el vino, o por las voces de Carol King, Steve Wonder y los Bee Gees, regresó la melancolía. “¿Podemos liquidar las penas con sólo atravesar el espejo?”
La luna es clara. Su luz pincela los muebles con tonos de irrealidad. El coro de grillos y el croar de una rana me devuelven los aromas de la infancia, del jardín de la casa de mis abuelos, donde yo hundía los dedos entre los pétalos de las cayenas y la tierra mojada. Escucho el piano y el tarareo de mi madre. Me llega el olor a buñuelos y a ponches caseros. Un instante es Semana Santa; otro es Navidad en familia. Luego, como si hubiera mordido un trozo de upelkuchen, el pastelillo que hace crecer a Alicia, la del país de las maravillas, me veo grande, tan alegre como la joven del balcón, cuando imaginaba que mis ilusiones eran sólidas como la realidad. Todo lejano y cerca, grande y pequeño. Me abriga la nostalgia por ese mundo del que me separan los cristales del tiempo. A través de éstos, un bando de palomas. ¿Cuál se llevó mis sueños? Me gustaría atraparla. ¿Es posible? Tal vez, si atravieso la línea, si extiendo los brazos, como en el sueño, yo pueda encontrar lo que añoro al otro lado del espejo.   
Olga Cortez Barbera

                   
Imagen: www.misimagenesbellas.com

domingo, 21 de junio de 2015

DÓNDE NACEN LOS CUENTOS




Inspirado en la fotografía de mi amigo
Alberto y su biznieto.


¿Dónde nacen los cuentos,
mi bisabuelo querido,
en algún arcón escondido
detrás de las puertas del viento?
Ahora estoy muy contento,
me alumbras con tu sonrisa,
puedes contarme, sin prisas,
tus asombrosas historias;
¿importa el andar de las horas,
o el de la luna cobriza?

¿Te escucho con atención
o busco en tu mirada
por dónde viene la armada
que vencerá al dragón?
Miro, con gran emoción,
en tus pupilas oscuras,
guerreros con sus armaduras,
y oigo tus sabias palabras
que son el abracadabra
al mar de tus aventuras.

Tu dedo es suave fogata
en mi manita de flor,
¿Me quieres hablar del valor
de vikingos y argonautas?
Titilan luceros de plata,
afuera brillan las rosas,
yo busco las mariposas
que salen de tus suspiros,
parecen claveles y lirios
los que acompañan tu prosa.

Obedece al hada moruna,
mi emperador de los tiempos,
tú debes dar el ejemplo
y llevarme ahora a la cuna;
yo tendré la enorme fortuna,
(bisabuelo, lo intuyo ahora),
de contar en cada aurora,
con la magia de tu sonrisa,
tus cuentos contados sin prisa,
cada vez que salga la luna.


Olga Cortez Barbera

viernes, 19 de junio de 2015

A los peluditos de la calle

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En honor a los peluditos de la calle, este hermoso poema de 
Manuel Benítez Carrasco


EL PERRO COJO

Con una pata colgando,
despojo de una pedrada,
pasó el perro por mi lado,
un perro de pobre casta.
Uno de esos callejeros,
pobres de sangre y estampa.
Nacen en cualquier rincón,
de perras tristes y flacas,
destinados a comer
basuras de plaza en plaza.

Cuando pequeños, qué finos
y ágiles son en la infancia,
baloncitos de peluche,
tibios borlones de lana,
los miman, los acurrucan,
los sacan al sol, les cantan.
Cuando mayores, al tiempo
que ven que se fue la gracia,
los dejan a su ventura,
mendigos de casa en casa,
sus hambres por los rincones
y su sed sobre las charcas.

Qué tristes ojos que tienen,
que recóndita mirada
como si en ella pusieran
su dolor a media asta.
Y se mueren de tristeza
a la sombra de una tapia,
si es que un lazo no les da
una muerte anticipada.

Yo le llamo: psss, psss, psss.
Todo orejas asustadas,
todo hociquito curioso,
todo sed, hambre y nostalgia,
el perro escucha mi voz,
olfatea mis palabras
como esperando o temiendo
pan, caricias... o pedradas,
no en vano lleva marcado
un mal recuerdo en su pata.
Lo vuelvo a llamar: psss, psss.
Dócil a medias avanza
moviendo el rabo con miedo
y las orejitas gachas.

Chasco los dedos; le digo:
"ven aquí, no te hago nada,
vamos, vamos, ven aquí".
Y adiós la desconfianza.
Que ya se tiende a mis pies,
a tiernos aullidos habla,
ladra para hablar más fuerte,
salta, gira; gira, salta;
llora, ríe; ríe, llora;
lengua, orejas, ojos, patas
y el rabo es un incansable
abanico de palabras.

Es su alegría tan grande
que más que hablarme, me canta.
"¿Qué piedra te dejó cojo?
Sí, sí, sí, malhaya".
El perro me entiende; sabe
que maldigo la pedrada,
aquella pedrada dura
que le destrozó la pata
y él, con el rabo, me dice
que me agradece la lástima.

"Pero tú no te preocupes,
ya no ha de faltarte nada.
Yo también soy callejero,
aunque de distintas plazas
y a patita coja y triste
voy de jornada en jornada.
Las piedras que me tiraron
me dejaron coja el alma.

Entre basuras de tierra
tengo mi pan y mi almohada.
Vamos, pues, perrito mío,
vamos, anda que te anda,
con nuestra cojera a cuestas,
con nuestra tristeza en andas,
yo por mis calles oscuras,
tú por tus calles calladas,
tú la pedrada en el cuerpo,
yo la pedrada en el alma
y cuando mueras, amigo,
yo te enterraré en mi casa
bajo un letrero: «aquí yace
un amigo de mi infancia».

Y en el cielo de los perros,
pan tierno y carne mechada,
te regalará San Roque
una muleta de plata.
Compañeros, si los hay,
amigos donde los haya,
mi perro y yo por la vida:
pan pobre, rica compaña.

Era joven y era viejo;
por más que yo lo cuidaba,
el tiempo malo pasado
lo dejó medio sin alma.
Y fueron muchas las hambres,
mucho peso en sus tres patas
y una mañana, en el huerto,
debajo de mi ventana,
lo encontré tendido, frío,
como una piedra mojada,
un duro musgo de pelo,
con el rocío brillaba.

Ya estaba mi pobre perro
muerto de las cuatro patas.
Hacia el cielo de los perros
se fue, anda que te anda,
las orejas de relente
y el hociquillo de escarcha.
Portero y dueño del cielo
San Roque en la puerta estaba:
ortopédico de mimos,
cirujano de palabras,
bien surtido de intercambios
con que curar viejas taras.

"Para ti... un rabo de oro;
para ti... un ojo de ámbar;
tú... tus orejas de nieve;
tú... tus colmillos de escarcha.
Y tú, —mi perro reía—,
tú... tu muleta de plata".
Ahora ya sé por qué está
la noche agujereada:
¿Estrellas... luceros...? No,
es mi perro cuando anda...
con la muleta va haciendo
agujeritos de plata.


Manuel Benítez Carrasco 

Imagen: es.123rf.com